Todo el mundo es capaz de ofrecer argumentos, fuertes o débiles, para defender su propio gusto, que bien podría definirse como indiscutible, a pesar de cualquier posible debate al respecto. Cada nueva película escrita y dirigida por Paul Thomas Anderson –más allá de la particularidad del gusto personal de quien observa y escucha– es recibida casi siempre como un hecho imprevisible, muchas veces irreverente, para algunos irritante y para otros apasionante. El hilo fantasma no es la excepción: su retrato con atención milimétrica al detalle sobre la relación entre un exquisito diseñador de moda inglés y una joven inmigrante que termina habitando los casilleros de musa, amante y modelo (con el trasfondo de una Londres de posguerra que, a comienzos de los años 50, aún mantenía un aspecto de glamour tradicional y ciertas “virtudes” victorianas) ha generado desde las alabanzas más incondicionales hasta el desprecio más rotundo. Y casi nada más en medio de esos dos extremos. Algo que no debería sorprender ya que ese ha sido el caso con cada una de sus últimas creaciones. Aquí también, como ocurría en The Master, P. T. Anderson parece estar menos interesado en hilvanar una concatenación de hechos, de acciones y reacciones, de causas y consecuencias, de ofrecer un drama personal con costuras bien definidas y adornos a la moda, como en describir la cambiante y casi siempre tensa relación personal y profesional entre Reynolds Woodcock –primo ficcional de los Coco Chanel y Christian Diors de este mundo– y Alma, una mujer (bastante) más joven que su mentor que termina viviendo bajo el mismo techo, apenas a un cuarto de distancia, siempre a mano para que sus medidas corporales puedan ser mensuradas, entre otros menesteres.

A esa pareja nuclear –que muchas veces parece a punto de hacer fisión y desprender más energía que la simple suma de las partes individuales– se le suma Cyril, la hermana del genio de las agujas y las tijeras, quien termina de configurar una suerte de triángulo de aristas puntiagudas, afiladas y, en más de una ocasión, cortantes. O quizá se trate realmente de un cuadrado perfecto: los amantes del análisis psicológico de los relatos de ficción no tardarán en asimilar a la ecuación la presencia fantasmal de una madre fallecida tiempo atrás que, en un momento temprano de la historia, el señor Woodcock confiesa llevar siempre cerca de su corazón, un mechón de pelo cosido en el interior del saco, de manera que esa invisibilidad se transforme en el más perfecto recordatorio de su presencia. Pero si madre hay una sola, para Woodcock –un “soltero consolidado”, según su propia definición– las mujeres parecen ser intercambiables. De manera similar a esas modelos que desfilan en el salón de su pequeña factoría, vestidas con las últimas creaciones ante la mirada de la clientela más selecta: ricos, famosos, aristócratas e, incluso, algunos miembros de la realeza. El deslumbramiento del modisto por Alma, mesera en un pintoresco hotel de provincias, daría la impresión de ser la última en una serie de iluminaciones destinadas fatalmente a terminar en el tedio, la putrefacción y, finalmente, el abandono. La mirada de Alma en ese primer encuentro también transmite interés, posiblemente admiración, quizás algo de deseo. Primeros pasos de una futura toxicidad descarnada que alternará imágenes posesivas, despectivas, amorosas, desaprensivas y, también, un pus imperceptible parecido al desprecio. El genio poderoso y la gran mujer detrás de él. Pero también el hombre débil y la esposa que decirle nutrirlo, cuidarlo y salvarlo. El artista completamente absorbido por su métier y la musa de cuerpo perfecto para sus creaciones: un cuello flaco como el de un pájaro, hombros demasiado anchos, pechos poco prominentes, un poquito de panza, caderas más grandes de lo necesario, brazos fuertes (Alma dixit). O el egocéntrico y su víctima. Aunque esos roles irán intercambiándose, serán reemplazados por otros, mutarán hacia otras formas y esquemas.

Un gótico suavizado

“Soy una persona sin pasatiempos. El único pasatiempo que tengo es hacer películas. Por lo tanto, puedo identificarme con su pasión, con la única preocupación del personaje”, declaró P. T. Anderson recientemente en una entrevista con el periódico The New York Times. “En mi experiencia y en las experiencias que he visto en la gente que me rodea, los cambios en la situación de poder en una relación nunca tienen fin. ¿Quién maneja? ¿Y quién está criticando al que maneja? Es algo natural para todos aquellos que deciden compartir su vida con otra persona. En la película, simplemente llevamos el volumen a 10 como forma de destacarlo y subrayarlo”. Esa es una de las claves de El hilo fantasma: la muchas veces invisible hipérbole formal como método creativo, una de las constantes en el cine del cineasta californiano. Porque a pesar de que muchas de sus películas parecen estar elaboradas alrededor de un registro realista, casi siempre los hilos invisibles de las pasiones y pulsiones de los personajes terminan saliendo a la superficie como sostén esencial, más importante incluso que la tela que están cosiendo. Creer que Boogie Nights es (o sólo es) un retrato de la industria del cine porno a comienzos de los años 80 implica observar con lupa el árbol y perder por completo la visión del bosque del cual forma parte.

P. T. Anderson ha afirmado en varias oportunidades que una de las influencias o inspiraciones más importantes a la hora de imaginar la historia de El hilo fantasma fue la adaptación al cine de Rebecca, la novela de Daphne Du Maurier, dirigida por Alfred Hitchcock en su debut en Hollywood en 1940. A esa película podrían fácilmente sumárseles otros melodramas góticos de la época, en particular aquellos que encierran a una pareja recientemente conformada dentro de los confines de alguna mansión o casa de varios pisos. Pero en la dinámica de Phantom Thread, Alma nunca termina de adoptar el rol de la víctima perfecta de un plan criminal; mucho acepta ser el desvalido blanco de la mente psicótica de un villano. En ese sentido, por momentos el choque de personalidades entre Alma y Reynolds se acerca al de alguna screwball comedy de los años 30, aunque sin su sentido del humor desembozado. ¿Acaso la explosiva relación entre el egocéntrico director teatral interpretado por John Barrymore y la empleada de comercio devenida actriz encarnada por Carole Lombard en La comedia de la vida, de Howard Hawks, no tiene puntos de contacto con la simbiosis que van adoptando los personajes del film de Anderson? (Irónicamente, es en la película de 1934 donde una aguja se transforma en elemento de presión creativa entre los protagonistas). A ese posible modelo de inspiración dramático, el gótico cinematográfico, que el realizador suaviza de manera idiosincrática, el film le suma un sentido de la puesta en escena y un uso de la paleta cromática (registrada, fiel a su costumbre, en formato fílmico) que remite a otra raza de melodramas, aquellos que algunos continúan llamando women’s film, a pesar de su evidente connotación peyorativa. La notable banda de sonido de Jonny Greenwood -con sus románticas melodías al piano- no hacen más que reforzar esa filiación que, desde luego, contiene en sí misma el germen de la ironía respetuosa. Muy avanzada la trama –y luego de que una cena romántica sorpresa desemboque en la peor de las pesadillas–, Alma decide poner en práctica una singular idea para poner a Reynolds bajo sus cuidados (bajo su poder). En ese instante, El hilo fantasma declara a viva voz que los dos primeros actos narrativos han sido apenas la preparación para el tercero. El momento en el cual el vínculo de amor y odio, de necesidad y desprecio, de atracción y repulsión ingresa en una nueva fase, más potente y literalmente tóxica que las anteriores. Un caso muy particular (y muy cinematográfico) de Síndrome de Münchhausen por imposición.

Retiro voluntario    

“¿Chic? No comiences a usar esa sucia palabrita. Quien sea que la haya inventado merece ser azotado en público. Ni siquiera sé que significa. Chic de mierda”, estalla Reynolds Woodcock, luego de la confesión de su hermana Cyril de que una de sus clientas más importantes se ha pasado a la competencia. Es apenas uno más en una serie de constantes achaques de malhumor, que muchas veces comienzan bien temprano a la mañana, durante el desayuno: el ruido de un cuchillo raspando la superficie de una tostada un poco quemada puede ser la chispa de ignición de un motor de altísimo rendimiento y muy bajo consumo. Daniel Day-Lewis, en su segunda colaboración con Anderson luego de Petróleo sangriento, construye un personaje que encarna la antítesis de los roles pret-à-porter: el director creó a Woodcock tomando meticulosamente las medidas del actor inglés, quien nuevamente ha declarado que se retira definitivamente de la actuación. “Daniel Day-Lewis no trabajará más como actor. Él está inmensamente agradecido con todos sus colaboradores y audiencias a lo largo de los años. Esta es una decisión privada y ni él ni sus representantes harán más comentarios sobre el tema”, reza la escueta declaración oficial publicada hace algunos meses. 

Si se trata realmente de un hecho irreversible o, por el contrario, el protagonista de Mi pie izquierdo y Lincoln ingresará al Club De Los Retirados Que No Se Retiran –entidad presidida por el director Steven Soderbergh– es algo que sólo el paso del tiempo podrá dilucidar. Como posible canto de cisne, la de El hilo fantasma es una actuación prototípica que alterna un preciso trabajo con el rostro y las miradas en momentos donde las palabras no resultan esenciales (Anderson sostiene algunos planos durante más tiempo de lo que muchas escuelas de cine considerarían apropiado, de lo que se desprende una sutil potencia dramática) con otros que ponen de manifiesto su personalidad cascarrabias e irascible, aunque en ningún momento Lewis pisa la trampa cazabobos de la sobreinterpretación.

“Usualmente hay dos posiciones diferentes en el proceso creativo”, detalló Anderson en una entrevista muy jugosa con la edición estadounidense de la Rolling Stone, donde deslizó una posible confirmación de un secreto a voces: que el propio Day-Lewis es, de alguna manera, co-autor del guion de la película, a pesar de haber pedido no figurar formalmente en los papeles. “Normalmente, la escritura la hago en soledad. Pero luego debo ser un director y allí, afortunadamente, estoy a merced de una colaboración. Usualmente sigo la dirección de un actor. En otras palabras, ¿quieres ensayar? Entonces, ensayamos. ¿No tienes interés en ensayar? Entonces no vamos a hacerlo. No tengo voluntad para imponerme a ellos. Y lo que usualmente necesita Daniel en su propio proceso es muy similar a lo que yo necesito. Es un largo período de incubación, acompañado usualmente por mucho fantaseo, un montón de lecturas y de probar el calce de algunas cosas. Daniel estuvo muy involucrado en la escritura de El hilo fantasma”. 

Nacida en Luxembugo y con amplia experiencia en Europa (el último Bafici exhibió la biopic The Young Karl Marx, en la cual interpreta a la esposa del famoso filósofo barbudo), Vicky Krieps moldea a una Alma mucho más compleja de lo que aparenta, sometida y subyugadora al mismo tiempo; narradora de dos puntos de vista: el propio y el de su amante. En tanto, Lesley Manville, la gran actriz de teatro británica, le da vida a un personaje que es central en el hilo narrativo, relevante tanto por lo que dice como por lo que calla. A pesar de ello, El hilo fantasma no es nunca “un film de actores”, en el sentido de que el peso expositivo y formal no depende exclusivamente de sus respectivas performances. Nuevamente, nada demasiado novedoso tratándose de una película de Paul Thomas Anderson, un cineasta que a los 47 años y con apenas ocho largometrajes ha logrado construir y sostener en el tiempo una estética absolutamente personal y proteica, marcada por un preciso equilibrio de todos los aspectos dramáticos, formales y técnicos que conforman sus obras. Un poco como Reynolds Woodcock con sus creaciones de alta costura. Aunque –dicen– sin su carácter malhumorado y siempre un poco al borde de la neurosis.