El señor Alexander salió corriendo a esconderse de nuevo bajo el pino.                                  

–Qué escena, por Dios –balbuceó mientras corría–. “Un niño...” Qué estupidez. ¡Australia, nada menos! Aunque ahora... me da igual.

Otra vez dio la vuelta a la casa, subió por la escalera sin que nadie lo viera, entró a su habitación, sacó del escritorio un papel, una billetera con dinero, tarjetas de créditos y chequeras, su pasaporte. Los sujetó con una banda elástica y los guardó en el bolsillo de la bata. Sacó el revolver del abrigo, abrió la puerta y prestó atención.

No se oía nada. Bajó. Nadie en la sala ni en la terraza. Todos había salido.

Buscó el maletín del médico, lo abrió y dejó el revolver en su lugar. Después salió a la terraza. Miró a su alrededor. Nadie en la sala ni en la terraza. Todos habían salido. 

Entonces levantó una silla y la puso sobre la mesa, encima del mantel. Después, otra. Al cabo de un rato todos los muebles de exteriores formaban una montaña alta como el techo en el centro de la terraza. 

Bajó, fue hasta el auto de Víctor, abrió la puerta. Las llaves estaban en su lugar. El señor Alexander llevó el auto lejos de la casa y regresó a buscar el auto de la señora Adelaida. Las llaves no estaban dentro del auto. Regresó a la casa, las buscó por todas partes. Hizo un ademán, salió a la terraza, miró a su alrededor, volvió a la cocina, tomó unos fósforos, salió otra vez a la terraza, encendió el fósforo y prendió fuego la punta del mantel.

La cabeza le daba vueltas.

Mientras el mantel ardía, fue hasta el otro lado de la mesa y encendió la otra punta. Después bajó de la terraza, se mantuvo a cierta distancia y observó. 

El fuego se expandía con lentitud, como si lo hiciera contra su voluntad. 

El señor Alexander se había tendido en el suelo, boca abajo. Cuando el calor se volvió intolerable se alejó más, casi hasta el pino y de nuevo miró hacia la casa. 

La casa ardía como una vela. Las llamas crepitaban y zumbaban, trepaban hacia las humeantes copas de los pinos. El elegante auto de la señora Adelaida explotó. 

Cuando el médico, Marta, la señora Adelaida y Julia regresaron del paseo, todo había terminado. Un calor intolerable obligaba a mantenerse lejos del fuego. El humo se expandía por el suelo y bajaba por el valle hacia el mar. 

Jadeando, el médico llegó corriendo hasta el señor Alexander. Se inclinó hacia su cuerpo. 

Desde el suelo, él le dijo con voz ronca:

–Lo hice yo, no se preocupen... escucha Victor, quería decirte algo muy importante.

De pronto, recordó y calló. Calló aquello que nunca diría. Como lo había prometido.

Después, llegó desde la ciudad la ambulancia que habían pedido. Los enfermeros ayudaron al señor Alexander a subir.

El médico y la señora Adelaida quisieron acompañarlo a la clínica pero él, alterado, empezó a agitar las manos, a empujar a su esposa y a Víctor para que salieran del vehículo. Después de considerarlo, decidieron dejarlo al cuidado de los enfermeros. La ambulancia se alejó.

Al pasar por el árbol seco que él y su hijo habían plantado el día anterior junto al barranco, el señor Alexander vio al niño.

Avanzaba con dificultad por el camino, arrastrando un balde pesado, enorme para su tamaño, lleno de agua. Cuando el vehículo se puso a la par, él se detuvo, dejó el balde en el suelo y lo miró alejarse. Asustado, el señor Alexander se apartó de la ventana para que su hijo no lo viera. La ambulancia pasó, y levantando polvo siguió por el camino blanco hasta perderse tras la curva.

El niño se secó el sudor con el faldón de la camisa. Con esfuerzo levantó el balde y se dirigió a su árbol. Allí se detuvo, arrastró el balde hasta el tronco y lo inclinó.

La tierra ardiente, agrietada, tragó el agua con avidez. 

El niño levantó el balde vacío y emprendió el regreso por el camino que bajaba hacia el lugar donde antes estaba su casa.

No sabría durante cuanto tiempo tendría que regar esa rama, pero estaba seguro que no dejaría de hacerlo ni un solo día. Llevaría el agua allí hasta que el árbol floreciera. Su padre le había dicho que florecería. u

Fragmento final del guion de Sacrificio, la última película de Tarkovski, rodada en Suecia.