La pequeña localidad jujeña de Abra Pampa, a 3500 metros sobre el nivel del mar, es una de las tantas ubicadas a la vera de la ruta 9, el ramal argentino de la Panamericana que une Ushuaia con Alaska. Fue fundada en 1883 como cabecera administrativa de la Puna con el curioso nombre de la Siberia Argentina, debido a su aspecto desértico, la intensidad de su clima y su lejanía con los centros metropolitanos del incipiente estado nacional.

Antes de la aparición de esa bota militar que intentó definir nuevos límites y pertenencias, la región había sido históricamente habitada por quechuas y aymaras, luego conquistados por el Imperio Inca. De esas comunidades originarias aún se conserva la celebración de corridas de toros sin agresión al animal, ya que el rodeo no se basa en matarlo sino en sacarle de sus cuernos una vincha con monedas. El evento está posterizado en un bonito monumento sobre la plaza central.

Sin embargo la historia gruesa del pueblo comenzó a escribirse recién a partir de 1950, cuando allí se afincó la fundidora Metal Huasi. Como muchos emprendimientos en parajes casi desolados, este también alentó el establecimiento de personas en busca de mejor porvenir que el que les auguraba la vida en las zonas áridas de nuestro norte andino. Así, Abra Pampa empezó a desarrollarse como municipio, con los comercios y las instituciones que ofrecían las necesidades de vida y sociabilidad indispensables para cualquier poblado.

Durante décadas Metal Huasi trabajó elementos provenientes de minas jujeñas cercanas como la de Pirquitas, en Rinconada, o el Aguilar, cuyo acceso --en la entrada de Tres Cruces y puerta a la Puna desde la Quebrada de Humahuaca-- es custodiado por un puesto de Gendarmería Nacional. Pero en 1985 la fundidora se declaró en quiebra y cerró. Sus propietarios se llevaron las maquinarias (y los millones que quedaron del negocio minero) pero olvidaron retirar de Abra Pampa el componente más angustiante: los residuos tóxicos de la fundición de metales. Diversos estudios señalan que, tras el retiro de la empresa, quedaron a la intemperie del pueblo unas diez mil toneladas de escoria y otras 600 de humoblanco.

En los días de crudo viento norte los pobladores solían sentían un olor espeso en el aire. Después se supo que se trataba de las cenizas de esos desechos, las cuales se adhieren con facilidad a la piel e incluso ingresan directo a los pulmones, afectando también a órganos como los riñones y alojándose en los huesos. Los comentarios entre vecinos cobraron asidero científico en 2006, cuando un informe de la Universidad de Jujuy señaló que ocho de cada diez chicos de Abra Pampa padecían saturnismo.

En este pueblo de menos de quince mil habitantes las consecuencias de la enfermedad, que envenena la sangre con plomo, son devastadoras: genera malformaciones, trastornos en el apetito, retrasos en la pubertad, daños en las funciones motrices y problemas en el desarrollo mental.

Otros horrores también empezaron a salir a la luz. Como la construcción del Barrio 12 de Octubre sobre estos desechos tóxicos o la utilización de la escoria sobrante para relleno de pavimento. El Banco Interamericano de Desarrollo había concedido un crédito de 50 millones de dólares para la reparación de estas inconveniencias. El dinero fue utilizado para la construcción de un anfiteatro en la entrada del pueblo que nunca pudo ser utilizado.

Un cartel en Abra Pampa alerta: “Zona contaminada. Prohibida su permanencia o paso. Alta contaminación de plomo. Cuide su salud”. El mensaje, en formato de telegrama, es bastante claro, aunque irremediablemente llegó demasiado tarde.