Conocí a David Serrano Blanquer en un encuentro en Buenos Aires en la casa de la filósofa, poeta y familiar de las víctimas de la matanza en Jedwabne Laura Klein, donde nos reunimos junto a otros pensadores para reflexionar acerca de los fenómenos de exterminio y los campos de concentración.

David lleva casi tres décadas  empecinado en que la memoria, aquella frágil condición humana, se mantenga entrenada frente al horror. Esta obsesionado en dejar registros, audios, escritos e imágenes que testimonien para siempre lo que ocurrió. 

En la escena final de la película israelí El testamento (2017), acerca de las fosas comunes en la Shoa que se siguen buscando y excavando en la actualidad, uno de los personajes aclara: “No estamos hablando de la historia de los libros; esto es actual, puede pasar en cualquier momento”.

Durante el franquismo, en un hecho poco conocido, existieron alrededor de cien campos de concentración, que siguieron el modelo alemán de Dachau conocido ya en 1938. En 1939, con la derrota republicana en España, aproximadamente cuatrocientos  mil republicanos se exiliaron en Francia (militares, líderes políticos, educadores, familias, etc.), muchos de los cuales, con la invasión nazi en 1940 fueron detenidos en campos de concentración alemanes. Quince mil fueron  encerrados en campos nazis (Maunthausen, Dachau, Ravensbrück y Buchenwald principalmente) y se estima que apenas sobrevivió un quinto de ellos. Los españoles en los campos tenían un triángulo rojo con una “S” y el número de preso. Los republicanos en el campo nazi representaban un colectivo singular, provenían del ámbito militar y político o asociativo, con un alto nivel de organización y  no eran el objeto central de la maquinaria de exterminio propia de la solución final, como si lo fue el colectivo soviético o judío. A los republicanos se los utilizaba como mano de obra esclava y para tareas administrativas.  Uno de ellos es el escritor Joaquín Amat-Piniella, autor de la célebre novela, K.L Reich, que estuvo detenido durante cuatro años en el campo de Mauthausen, ubicado en la alta Austria. Serrano Blanquer señala que ese campo fue a los españoles republicanos lo que Auschwitz al pueblo judío. Mauthausen representa el “núcleo del mal” para los republicanos (como Ravensbrück a las mujeres republicanas) donde ayudaron a construir su propia cárcel y dejaron la vida en una cantera de granito a la que se accedía a través de una escalera ominosa de 186 escalones. Los prisioneros bajo estricta vigilancia de los kapos (prisioneros que oficiaban de sádicos carceleros a cambio de algún favor de las autoridades) subían en su espalda grandes trozos de granito en la tristemente célebre “escalera de la muerte”. Morían a diario por la dinamita, por el desprendimiento de piedras o  por la acción de algún oficial de las SS que empujaban al vacío prisioneros como pasatiempo. Incluso jugaban una suerte de bowling humano. Los esclavos apenas mostraban algún signo de enfermedad eran seleccionados para ser aniquilados en la enfermería (con inyecciones de gasolina en el corazón, o gaseados). En la nomenclatura del tercer Reich era un campo de concentración nivel III, es decir, para los considerados irrecuperables, donde los presos debían trabajar hasta la extenuación, hasta que dejaran de ser útiles para el trabajo, hasta la muerte. Ese campo contaba con dos directores al servicio de la destrucción sistemática: Georg Ziereis y Hans Bachmayer, que trabajaron febrilmente para colaborar con un método masivo de eliminación que cumpliera un triple objetivo: sistemático, aséptico e industrial. Es así que en la primavera de 1942 en Mauthausen se desarrolló una de las primeras cámaras de gas del sistema concentracionario nazi. El olor dulzón proveniente de los hornos, inviernos de 20 grados bajo cero, agua con nabos y papas sin pelar como comida principal, fragmentos de la vida en Mauthausen.