El Chate nació en un rancho lindero a la barranca que enfrenta al Paraná. Decían que su madre era aborigen, pero que él había heredado los rasgos de su padre, un anónimo marinero de un barco alemán que demoró su estadía en el puerto. A los diez años, ya solo, porque su madre lo había abandonado, integró una gavilla que asaltaba a los marineros que pernoctaban en los alrededores. Una noche de invierno del cuarenta y siete, mataron a un marinero. Intimidados por ese acto que los sobrepasaba, decidieron dispersarse. Cuando la Policía los detuvo, indicaron al Chate como el principal responsable. Este, descubriendo que los lazos de lealtad suelen ser infrecuentes y efímeros, fue recluido en un hogar de menores; su fama de asesino, frente a los díscolos internos, le otorgó un sólido predominio y pudo distraerse de la progresión abúlica del tiempo, aprendiendo a leer y a escribir. A partir de ese proceso, que lo arrojó al equilibrio riesgoso del conocimiento equiparable a un acto de chamanismo, era habitual encontrarlo leyendo, en una de las salas apartadas. Creía que el sueño material de una escritura le haría saber acerca del origen del mundo, de la tierra y el cielo, de lo que siempre había existido, del tiempo y de lo inalcanzable, de la vida y de la muerte. En septiembre del cincuenta y cinco, a poco de cumplir la mayoría de edad y salir del Hogar, leyó en un diario la alarmante noticia del día. Los aviones del ejército habían bombardeado una plaza de Buenos Aires, con el pretexto de una revuelta. Las buenas conciencias justificaban los hechos, pero el Chate comenzó a pensar que lo que predomina en los hombres se debe a un error originario. Al salir, el desamparo y la desprotección volvieron a ser el ámbito donde incursionó su indigencia. Un perro al que llamó Guacho, comenzó a seguirlo y el Chate lo adoptó con la convicción de una fidelidad indisoluble y la necesidad de comunicarse con alguien. Algunas noches en que ganaba unas monedas cuidando los coches estacionados en las avenidas, pernoctó con su perro en los refugios de las paradas y se enteró, por otros como él, que podía recurrir a las iglesias. Su rostro agradable y sus ojos grises le depararon un repentino cambio de fortuna; una viuda de onerosa soledad, que practicaba la caridad en el Perpetuo Socorro, lo llevó a su casa y el Chate y su perro se encontraron de repente con casa, comida y un lecho compartido. Durante un tiempo, el idilio fue mantenido pero, a partir de algunos conflictos, se percató de que la convivencia era más complicada. Las exigencias progresivas y las recriminaciones de Juliana Avelina no tardaron en ser cotidianas; le cuestionaba algunos hábitos y una esporádica anafrodisia, con un reclamo repetido: la obligación de ser hombre. El Chate dudaba de lo que ella quería decir y, en los momentos de mayor exasperación, sacaba a pasear a Guacho y se extendía en un extraño soliloquio que su perro parecía escuchar con los ojos atentos. Una mañana, se enteró de que en la biblioteca del Perpetuo Socorro servían una taza de mate cocido y unas galletas. Ese ámbito, que le permitía retomar el sortilegio reciente de la lectura, constituyó un refugio ideal durante las mañanas donde Enrico, el bibliotecario, alentó sus lecturas. La Ilíada y El Quijote lo convencieron de que escribir era una ocupación inocente; cualquier duelo de esas ficciones era más leve que los entreveros mortales de la Sexta o la Tablada. Enrico intuyó que necesitaba algo más cercano y le propició un libro que atrapó su interés. El Martín Fierro era de rápida lectura y lo concluyó en unas horas; al salir, el día y él habían cambiado y comenzaba a encontrarse con el que ya era; los transeúntes le parecieron autómatas y bruscamente supo que él jamás pertenecería a esa gente subordinada a la suprema condición del cálculo, para sosegar la angustia. Diáfanamente, la luz del sol sobre la acera recortaba la sombra de la Cruz que se imponía sobre el templo; recordó las palabras del padre Pepe, enseñando en la villa, que Jesús fue crucificado para redimir al mundo. La verdad es que el Chate no se sentía redimido. Dada su apariencia y el ambiente en el que había surgido, muchos le negaban sus ocurrencias sagaces, pero lo cierto es que solía extraviarse en ingeniosos razonamientos. Si Dios existe, decía, entonces se manifiesta estando oculto y además, silencioso... Cuando regresó a lo de Juliana Albina, ya había tomado la decisión de alejarse, pero al recibir las airadas recriminaciones de costumbre, cedió a un impulso incontrolable; acalló a la mujer con una golpiza que intensificó con un ultraje mayor.

Juliana Albina lo miró con desprecio y sintió confusamente, que la mujer había logrado revelar el lado oscuro entre ambos, pero el Chate, en ese mismo momento, sintió ascender un rubor que le preanunciaba, el desprecio de sí mismo. Juró que jamás volvería a rendirse así. Sin ceder a los gemidos que progresaron hasta el llanto desmesurado, recogió sus cosas y cerró con suavidad la puerta. La brisa de la mañana alivió su bochorno y sin darse vuelta se encaminó, con el Guacho, hacia la progresión del día con la expectativa de lo inesperado. El campo se avizoraba más allá de los últimos árboles de la autopista y los barrios pobres de las márgenes. Se dirigió hacia la orilla de su origen con la idea, un poco absurda de comenzar de nuevo. En un recodo del sendero, se tendió para recuperar el aliento; el agónico atardecer se demoraba sobre el río, resaltando a lo lejos la opulencia de los edificios que parecían extenuar al extremo, la acumulación del rancherío y los basurales aledaños. Progresivamente lo cercano desapareció bajo la efusividad de la noche y se sintió ensimismado por todo lo que fluye en lo invisible, evocando lo desconocido, todo eso que presentando una imagen, desaparece por un tiempo en la oscuridad, como si nunca hubiese existido. Casi a tientas, se acercó hasta la orilla del río y escuchó el rumor del agua que parecía susurrarle un secreto ancestral; misteriosamente, el grito lastimoso de un caburé desgarró el mutismo forzado de los dioses antiguos que retornaban con signos autóctonos, signos que volvía a comprender ayudado por la luna repentina, que iluminó todo lo que en la tierra acontece, en suma, todo lo que le era familiar y sin embargo, destinado a permanecer oculto... Miró el sendero polvoriento que conducía a la memoria sin recuerdo de una edad de la tierra y de todo lo vivible que intuía en la trama ignota desterrada en lo infinito y, con un ansia renovada, decidió perderse más allá de sí mismo, en la intimidad imprevisible de todo lo existente que aguarda en el camino. El Guacho brincaba a su alrededor.