Llegó sin avisar. Una tarde se apareció en el balconcito del departamento de estilo colonial que Lucas Nine y su mujer tienen en el barrio porteño de Monserrat y ya no se fue. “Se llama Paprica. Pero como las estrellas de Hollywood que tienen dos nombres, uno de fantasía y otro real, sin tanto glamour, ella responde más bien al nombre de Gatita o a los ruiditos que le hago”, cuenta el dibujante que, como todo ser humano a cargo de un felino, suele dedicar varios momentos del día simplemente a responder sus demandas. “Le gusta afilarse las uñas en una silla con felpa al lado de donde trabajo y hasta que no le paso un cepillo por el lomo no me deja dibujar”, señala Lucas, que en breve saca Quiroga, tres historias de amor y de muerte (Sudamericana, 2018), una historieta con guión de Lautaro Ortiz en base a tres conocidos relatos del escritor rioplatense; y hace poco regresó de presentar Borges, Inspector de aves (Hotel de las ideas, 2017), su anterior libro, en una gira por Francia.

“La idea con Quiroga... no fue adaptar los textos al formato historieta sino usarlos en su totalidad. Aunque eso no significó que hayamos hecho una ilustración de los cuentos: Lautaro tuvo en mente modificar el punto de vista desde donde están narradas estas historias, sin tocar las palabras. Y por mi parte me permití algunos juegos, como modificar el estilo del dibujo según el cuento, armar largas secuencias de acción o introducir algunos experimentos”, señala sobre el quinto libro de su cosecha personal, aunque el primero sin guiones propios. Sobre Borges..., en tanto, una aventura noir y disparatada en la que imagina qué hubiese pasado si el autor de “El Aleph” aceptaba ese cargo de inspector de aves con el que se buscó degradarlo en el ‘46 cuando asumió Perón y ya no le permitieron continuar como bibliotecario, reconoce sus reservas respecto a cómo iría a ser recibido afuera. 

“Me resultaba una incógnita porque se basa en una serie de supuestos que los lectores franceses no tienen por qué conocer. Por suerte, y un poco gracias a un prólogo aumentado que incluimos y que por ejemplo describe el recorrido de la línea 60, vimos que habían captado de qué va. Por lo menos en las críticas iniciales que aparecieron”, se alegra Nine, que no es la primera vez que pone a los franceses (o al resto de sus lectores) en el brete de tener que estar alerta del constante juego de referencias trastocadas que hacen a su obra.  

“Hay una voluntad de meterse con un determinado mundo y destruirlo”, responde más adelante cuando se le pide una mirada global de su trabajo (que no sólo incluye sus libros sino también varias piezas audiovisuales e incontables ilustraciones), aunque tal vez lo más apropiado hubiese sido usar la figura de “mundos recreados”: una suerte de dislocación maestra que vuelve extraño lo familiar, familiar lo ajeno y ajeno lo convencional. Y que se nutre de los sueños y del absurdo, pero no para quedarse en un surrealismo o dadaísmo cómodo que difícilmente podría afectarnos, sino para merodear los recuerdos y sin miedo intervenirlos. “Si bien cada libro requiere de una expresividad específica, y por eso no los considero como etapas de una evolución, me doy cuenta de que hay algo en común entre ellos que es la recurrencia al pasado. Lo cual me habilita a interpretar siempre papeles distintos”, asegura.

Borges a la Marlowe

En Inspector de aves, entonces, el último de sus libros que puede considerarse de su autoría completa al contar con guión propio además de los dibujos, el Borges que aparece a primerísima vista es el que un poco resuena en la memoria: bibliófilo, dubitativo, sarcástico, sagaz y... hasta ahí llegamos. Lo sigue a continuación es ese mismo Borges pero arropado bajo el porte de un Humphrey Bogart o un Philip Marlowe, siempre con impermeable negro y su sombrero a tono; y puesto a dilucidar los casos más extraños en los gallineros y ferias municipales. Ahí donde la vieja Buenos Aires de empedrado y tejas se vuelve escenario de nuevos misterios y acertijos. Y donde la élites literarias y culturales que observan de lejos se entrecruzan con lo perverso y lo inesperado. Un escritor argentino y cosmopolita que por el amor de una mujer (la poeta realmente existente Norah Lange, que supo enamorarlo en su juventud para luego terminar en los brazos de Oliverio Girondo, otro poeta célebre, aquí reconvertido en villano) hace de punta a punta el recorrido del 60 –entre otras peripecias de acento argentino– y termina hundiendo los pies en el barro, literalmente en el Delta, donde enfrenta un Golem engendrado en el Tigre. 

¿Demasiado para lo que conocemos como “universo borgeano”? Tal vez, pero Nine se las arregla para hacerlo afín y verdadero, en el sentido de construir Borges que –como el biográfico– sabe despertar sonrisas de aprobación y elucubrar paradojas salvadoras cuando la oportunidad lo exige. “Hay un cuento, ‘El sur’, en el que su alter ego viaja al campo y acepta el cuchillo que le tiende un paisano, a sabiendas de que va a morir en ese acto que define su destino. Entonces: si Borges acepta ahí la lógica de un gaucho, sus leyes, bien puede en mi historia aceptar un puesto de inspector de aves y, como el de ‘El sur’, tomar otro camino”, explica a la hora de establecer la comparación inevitable entre ambos y transparentar su verdadero interés: ahondar en el Borges-personaje, la figura cuasi ficcional que el mismo Jorge Luis ocupó de alimentar en sus entrevistas, grabaciones varias y numerosos dichos sobre mismo; y no tanto en el Borges-autor, el que resultaba de su inabarcable corpus de cuentos, ensayos y poemas que marcó desde la periferia la literatura universal.

 Así, en ese juego de espejos de los que no casualmente el autor de “Emma Zunz” era adepto –y que de algún modo habilitó las operaciones que sobre él practicaron Dolina o Juan Sasturain para atraerlo después a terrenos más populares– es donde termina de definirse este Borges según Lucas: un escritor veterano, estoico y porteño; sabedor de genealogías perdidas tanto de cómo tratar una mujer. “Alguien que gana las calles por primera vez”, sostiene Nine que a la hora de plasmarlo sobre el papel tuvo en mente a maestros de la historieta argentina como Alberto Breccia (que no por nada hizo su propio Borges en el Perramus de Sasturain, aunque el periodo elegido por Nine fue el de Sherlock Time) y el Alack Sinner de José Muñoz con sus viñetas cargadas de atmósfera noir. “Alberto Breccia es la primera referencia. Pero no sólo a nivel plástico sino también a nivel informativo. Quería lograr una historieta cómica, pero dibujada de manera recargada y dramática. Que estuviese dibujada como si fuera una cuestión de vida o muerte lo que pasa. Conseguir ese contraste”, explica Lucas que también tomó elementos del estadounidense Alex Toth y una aproximación que en términos generales se embebió del expresionismo: “Un poco como Breccia, me interesó plasmar las emociones abstractas. No el miedo ante un hecho concreto sino el ontológico, el que a veces no se puede pronunciar”.

Pero hay algo más. A diferencia de sus anteriores libros (Dingo Romero, 2004; El circo criollo, 2009; Té de nuez, 2011) en las que su reconocida capacidad gráfica llevaba las riendas de las viñetas, en Borges... se manifiesta por primera vez su potencia como escritor. “Cada historieta es un experimento distinto. Té de nuez, por ejemplo, surgió a partir de los dibujos. Y recién después encontró su texto y su voz. Acá me pasó al revés y el motor fue el guion más allá de las veleidades plásticas”, sostiene Lucas, que un poco por esa razón y otro poco por ganas de bromear decidió desdoblar su nombre (firmando como “Lucas” el guión y “Nine” el dibujo) en los dos primeros episodios de la saga, lo que luego redundó en una curiosa confusión respecto a la autoría y las inevitables referencias a su padre, el mundialmente reconocido Carlos Nine, muerto en 2016. “Fue una gracia premonitoria. Porque al poco tiempo encontré en internet un trabajo académico donde decían: ‘Es destacable la evolución hacia lo abstracto que tuvo Carlos Nine, aunque ya no se entiende lo que quiere dibujar el viejo maestro’...”, cita divertido. 

Una confusión borgeana...

–Y me pasó al revés también. Una vez tuve que explicar que no era yo sino mi viejo el que había hecho las famosas tapas de Humor en los ochenta. Hubiese querido, claro. Pero tenía 8 años. Y no era tan bueno ni tampoco lo seré. 

¿Es inevitable que entre padres e hijos que se dedican a lo mismo haya zonas grises donde las cosas se confundan?

–Es interesante. También puede ser tomado como una maldición. Pero esa zona de conflicto y mezcolanza contradice un poco la idea rígida de que las generaciones deban matarse necesariamente las unas a las otras. O que cada artista es un kiosquito en sí mismo. Evidentemente hay diálogos intergeneracionales. Y más cuando a eso le sumás un vínculo sanguíneo como en mi caso.

La emoción de una mañana de sol

¿Hay un camino del artista? Si lo hay, Nine establece su inicio en una mañana de mediados de los ochenta; un sábado como cualquier otro en el que sentó a dibujar como siempre y... algo pasó. “Era una historieta hecha con birome y mucha trama. La escena transcurría en un café, con la luz entrando por la ventana. Fue terminarla y de inmediato percibir algo distinto. La sensación de haber podido fijar en espacio y tiempo la emoción de esa mañana con sol; de haber podido vencer la muerte por un ratito. Recuerdo que me produjo un placer intenso y preciso. Y que me hizo querer repetirla, buscar más. Tendría 11 o 12 años”, rememora Nine que por entonces vivía junto a sus hermanos en una casa de Olivos que sus padres tenían cerca de la Panamericana. Y que efectivamente desde entonces no pudo dejar de dibujar.

“Éramos cuatro hermanos y teníamos el constante estímulo de mi viejo, pero también de mi madre, Alicia Isabel Caseiras, que es una gran escritora y narradora”, relata Lucas. “Un ambiente muy estimulante, una especie de mini Renacimiento, donde nos mostrábamos constantemente lo que íbamos haciendo. Y donde incluso mi viejo, por momentos, se servía de esas experiencias para incluirlas en sus trabajos. Por ejemplo, algunas dislocaciones de la forma que eran propias del dibujo infantil y que él las metía dentro de dibujos muy elaborados, con mucha carga de virtuosismo”.

Lucas hizo el secundario en el Bellas Artes pero cuando egresó en vez de seguir lo esperable –algo relacionado con el dibujo, la historieta, tal vez la plástica– pegó un volantazo y se anotó en la Escuela de Cine de Avellaneda. “Ya me interesaba mucho la animación. El problema era que en esa época, mediados de los noventa, lo que se enseñaba como animación eran cosas que tenían fecha de caducidad muy próximas. Estaba muy desfasado lo que podías aprender ahí”, se lamenta sobre aquella primera formación que igual no le privó de entusiasmarse con sus creadores pioneros.

“Me gustaba y me sigue gustando el cine mudo y los primeros años del sonoro; los trabajos de Paul Terry y los del estudio Fleischer. Esa emoción de estar descubriendo algo nuevo como el dibujo animado al mismo tiempo que no poder dejar de fascinarse por las máquinas y tratar de unir todo en una misma secuencia. Ese espíritu algo enfermizo”. Así, y pese a rápidamente incursionar en la historieta argentina –sobre todo en publicaciones de espíritu joven y hoy de culto como las antagónicas Suélteme, El Tripero o Lápiz Japonés (“Hacías cosas muy distintas en cada caso”, señala, ya dando muestras de versatilidad)– logró concretar desde aquel momento varias piezas y cortos animados, siendo una de los más importantes su segmento en Ánima Buenos Aires, la cálida película de Caloi estrenada en 2012.

¿Jugó en esta primera elección por la animación el no querer seguir al principio los pasos de tu viejo?

–Si fuera por eso tendría que haber elegido otra cosa porque él también estudió cine en sus comienzos. De hecho para formarme leía unos libros que tenía él y que aún conservaban sus anotaciones, de las cuales incluso me llegó advertir. No: nunca me hice problema con vocaciones repetidas o cruzadas. Mi problema en todo caso es que siempre me gustaron demasiadas cosas. Algo que se me nota particularmente en la historieta, donde se pueden encontrar rastros de animación, de ilustración y ahora también, con Borges, de la literatura...

Esa polimorfia que para Nine reviste en potencia toda historieta (no solo la suya) es la que le otorga también su fuerza. “Yo no puedo verla como un lenguaje autónomo, cerrado. Para mí es todo lo contrario: simulacro de cine, sin serlo; de literatura, sin serlo tampoco. Es un montón de cosas y al mismo tiempo no es ninguna”, destaca. Y abunda: “Si se la observa de cierto modo hay una redundancia entre imagen y relato en la historieta que podría ser tomada por torpeza pero que para mí es una virtud. Porque permite recobrar cierta ingenuidad a la hora leerla”, dice quien justamente, en cada uno de sus historias, evidencia un humor y una frescura que es difícil no relacionarlos con aquella mañana de infancia en la que la historieta entró en su vida como un rayo y la cambió para siempre. Un haberlo pasado bien el proceso de crear que se mantiene.

El linaje no es un problema

“No busqué ser autor. Me obligaron a serlo. Me dijeron: ‘Usted es un autor’. Y cuando expliqué que también podía hacer manualidades a sueldo me contestaron: ‘No, eso ya lo tenemos. Preferimos su senda autoral’. Y así fue que se me impuso la autoría. Di tropezones públicos hasta encontrar algo que me satisfaciera”, se divierte Nine que pese a haber crecido en su momento bajo la inevitable sombra de su famoso padre, no adquirió complejos por el vínculo. “Estamos educados a concebir al hijo como teniendo que luchar en el arte contra su padre. El relato freudiano contribuye a eso. Sin embargo, cuando revisás lo que pasaba en los viejos talleres medievales con El Bosco, con Brueghel, y ves cómo las técnicas se transmitían sin conflictos de una generación a la otra, entendés que el linaje no siempre tiene que significar un problema”.

Tal vez por eso la influencia de Carlos en Lucas sea palpable pero no definitoria: una aceptación más que una herencia. Sobre todo al haber sido gestada durante una década, los ochenta, en la que los maestros que tallaban eran muchos y no solo Carlos Nine. “Para mí los tres dibujantes para entender cómo evolucionó en esos años la historieta argentina son mi viejo, José Muñoz y Enrique Breccia. Creo que los tres, y sumaría también a Cacho Mandrafina, compartían una sensibilidad parecida. Jugaban un partido en el que se iban pasando la pelota como años antes lo habían hecho Alberto Breccia con Hugo Pratt y otros”, grafica.

¿Cómo imaginás ese partido hoy? ¿Con quiénes jugás?

–Es difícil porque tanto en Té de nuez como en Borges, inspector de aves yo trato de tirar paredes con gente que no está más. Le hago gestos a jugadores que hace tiempo abandonaron la cancha. Por supuesto, tengo la mejor onda con mis colegas. Soy amigo de muchos de ellos. Pero respecto a lo que pasaba entre mi viejo y otros, creo que no me sucede lo mismo. No hay un diálogo como el que tenían ellos o Borges con Bioy.

¿Influye la ausencia de una industria fuerte?

–Es probable. Toda esa gente jugó en una época donde estaban Columba, Record, La Urraca. Y eso es fundamental. Porque por supuesto que a todos nosotros nos halaga que nos publiquen afuera. Pero si la historieta argentina va a depender de lo que demanden en el exterior corremos el riesgo de que en un momento deje de existir: nadie va a desarrollar un gusto por ella sino puede leerla o crearla acá. Es una situación que complica su existencia. Ojalá se revierta.