“Nos llevamos muy bien arriba del escenario”, sostienen Arturo Puig y Jorge Marrale. Y la frase no hace más que confirmar lo que se hace evidente cuando entran en acción. Ambos ya habían compartido largos meses de trabajo en Nuestras mujeres, una comedia divertida en la que compartieron cartel con Guillermo Francella y donde empezaron a pulir esa simbiosis que da sustancia al nuevo proyecto que los une: El vestidor. 

En escena, Marrale interpreta a Bonzo, prototipo del actor vanidoso, insoportable, que encabeza una compañía teatral inglesa venida a menos con la que intenta sobrevivir a los embates de la Segunda Guerra Mundial interpretando distintos clásicos de William Shakespeare en funciones diarias. Por su parte, Puig encarna a Norman, vestidor personal, confidente y mano derecha de Bonzo. La historia de ese vínculo comienza a revelarse cuando Bonzo, preso de un brote de locura, se niega a ejecutar una función de El rey Lear. Es a partir de ese estallido que la obra deja preparado el terreno para que el público pueda acceder a la intimidad y a la complejidad de una relación en la que cohabitan el sometimiento, la admiración, la necesidad y la lealtad. 

“Son como el yin y el yang”, señala Marrale sobre el carácter de los personajes. “Por momentos, uno es el blanco y otro es el negro, pero eso va cambiando. Mi personaje tiene un grado de dependencia muy grande con su vestidor. A mí lo que me gusta de la obra es su fragilidad. Los personajes son seres frágiles que hacen un gran esfuerzo por parecer un poco más fuertes de lo que son. Bonzo está en un momento tan particular de su vida, que es la misma fragilidad lo que lo expone a ponerse tan severo y entregado, y es Norman el que se da cuenta de eso, porque nadie lo conoce mejor que él”, continúa. “Hay algo que los une mucho. Son como una sola persona”, refuerza Puig. Pero la dupla no se mueve sola, porque la trama se completa con un elenco femenino integrado por Gaby Ferrero, Ana Padilla y Belén Brito, y con una dirección cuidada de Corina Fiorillo, quien logra una pieza conmovedora y sensible, y confirma así el talento que la distingue como una de las puestistas y directoras más versátiles y prolíficas de la escena teatral actual.

La obra es fruto de la pluma del escritor sudafricano Ronald Harwood, quien se inspiró en un pasaje de su propia vida. Muchos años antes de ganarse la vida como guionista cinematográfico –carrera que coronó con un Oscar al Mejor Guión Adaptado por su trabajo en la multipremiada El pianista–, el autor se unió a la Shakespeare Company en la década del 50 y trabajó como vestidor personal del destacado director de actores británico Donald Wolfit durante cinco años. Escrita en 1980, la pieza teatral llegó a la pantalla grande tres años después, dirigida por Peter Yates, y  protagonizada por Albert Finney y Tom Courtenay.

En el plano local, el antecedente lo marca la versión teatral de 1997, que contaba con las actuaciones de Federico Luppi y Julio Chávez, y la dirección de Miguel Cavia. “Vi esa versión, pero no recuerdo mucho la puesta, aunque sí recuerdo que fue muy fuerte la primera impresión que me causó la película. No la olvidé tan fácilmente y no la vi otra vez para interpretar mi personaje, pero tenía una idea de lo que me había impresionado. En ese momento, en 1983, yo estaba en la efervescencia de mi carrera y mi profesión, y me impactó ver ese retazo de lo que sucedía con esos dos personajes y la manera maravillosa en la que estaba dirigida. Fue como ver el teatro dentro del cine”, confiesa Marrale. “Esta historia tiene un poco de todo: algunos momentos de humor y otros dramáticos, y esa es una gama muy interesante para actuar. Interpretar este tipo de obras, que ya son clásicos, es como volver a las fuentes”, añade Puig.

–La pieza habla sobre un tema universal como el de los vínculos. No obstante, cuenta además con guiños al mundo actoral que hace que quienes desarrollan el oficio se sientan identificados. ¿Eso también toca alguna fibra en ustedes como intérpretes?

Arturo Puig: –Sí, totalmente. Hay momentos típicos con los que nos identificamos, como cuando Bonzo se olvida la letra.

Jorge Marrale: –En la obra se muestran cosas de nuestro mundo. 

–Como la vanidad en el ambiente artístico, representada en el personaje de Bonzo...

J.M.: –Bonzo nada en la vanidad, pero eso tapa otras cosas.

A.P.: –A propósito de esto, un amigo me contó que a un compañero de él le tocó hace poco filmar con el actor inglés Ben Kingsley, y estaba enloquecido de poder dialogar con él, pero prácticamente no lo dejaron acercarse y le tenía que decir “Sir Ben Kingsley”. ¡Un Bonzo actual! (risas). 

J.M.: –De todas maneras, si nosotros no tuviéramos un poco de ego para subir al escenario, el oficio sería bastante difícil. Es necesario ser un narciso sano. Arturo y yo somos tímidos, y en la vida real yo no podría hacer lo que hace Bonzo, ni siquiera en estado de delirio. Por eso realmente el actor tiene que tener algo que lo sostenga, más allá de lo creativo. 

–La historia transcurre, además, en un contexto de guerra, con todo lo que eso implica.

J.M.: –Sí. La obra muestra cómo el público, a pesar de ese momento de terror, no dejaba de ir a los teatros. Con una realidad tan dura afuera, había una necesidad de estar con otros en la fantasía de la construcción de una ficción.  

A.P.: –En esos momentos, en Londres, fue cuando la gente más acudía al teatro. Ahí nació el music hall. En medio del horror, la gente necesitaba ir al teatro.

–En esa coyuntura, y como se relata en la puesta, el teatro aparece como un acto de resistencia. ¿Ustedes también piensan al teatro de esa manera?

J.M.: –Sí, es así, y no necesariamente porque tenga que ver con cuestiones políticas, sino porque el teatro es la antítesis de la muerte. Es la vida pura. Es el lugar de la construcción del deseo y de la imaginación. El teatro es un lugar donde se crea una vida que uno la vive al mismo tiempo que la actúa. La gente que iba a ver teatro en aquel momento, iba a ver a su autor universal preferido, que era Shakespeare, y veía obras como El rey Lear o Ricardo III, que eran monumentos.     

A.P.: –Es de tal resistencia el teatro que se sigue haciendo exactamente igual que cuando empezaron a hacerlo los griegos, mientras los otros medios, como el cine y la televisión, cambiaron. Es el único arte que muestra al cuerpo entero, y no lo fragmenta, y se sigue haciendo artesanalmente.  

–Y parecería existir una necesidad de ver ese cuerpo vivo en un momento en el que la comunicación está cada vez más mediada por diversas tecnologías...

J.M.: –Claro. Por eso creo que el gran destino del teatro es maravilloso. Porque en la medida que nosotros vamos avanzando en la digitalización y en la construcción de falsas imágenes virtuales, el cuerpo vivo se va a hacer cada vez más necesario. 

* El vestidor puede verse en la sala Pablo Picasso del Paseo La Plaza (Corrientes 1660), los miércoles y jueves a las 20, viernes a las 21, sábados a las 20 y 22 y domingos a las 20.