En el poco tiempo que coincidí con Nick Drake en Cambridge, apenas si intercambié una veintena de palabras con él. Creo recordar que tres o cuatro años más tarde vino a verme con Paul Wheeler a mi piso de Londres. La memoria parece insistir en que yo le dije a Nick, muy serio, que su último disco (Pink Moon) era una obra maestra; pero aunque es verdad que yo opinaba tal cosa, también es probable que haya imaginado esa escena. La cronología no cuadra. Y lo cierto es que en aquellos tiempos estábamos todos más pendientes de nosotros mismos que del mundo exterior (o de otras personas, sobre todo si eran “problemáticas”). La década del yo había sucedido a la década del nosotros.

   Al cabo de un año o así, me enteré de que Nick Drake había muerto. 

   Durante los años ochenta estuve bastante al margen del mundillo musical. Cuando volví al redil, me llevé una sorpresa al comprobar que Nick empezaba a ser famoso. Como la mayoría (bueno, todos) de quienes le conocieron

de una manera u otra, yo me había acostumbrado a considerarlo una cosa privada, un artista relegado a la periferia selecta de los conocedores. Pasó el tiempo, y vi que su fama no hacía sino aumentar. La pasión de quienes lo descubrían –gente joven, muchos de ellos nacidos después de morir él en 1974– era intensa, según pude comprobar. Si alguna vez, conversando con alguien, mencionaba yo que había conocido a Nick, la gente alucinaba. “¿En serio le conociste? ¡No jodas! ¿Y le viste caminar sobre las aguas?” Bueno, quizá exagero, pero parecía haber un auténtico magnetismo, una apremiante fascinación. ¿Qué es lo que los deja boquiabiertos? 

   En su biografía Nick Drake, a biography (1997), Patrick Humphries reflexiona detenidamente sobre esta pregunta en compañía de una docena larga de personas que conocieron a Nick mejor que yo, hasta el punto de que cualquiera parecía saberlo todo de aquel ser tan esquivo. La conclusión a que llega Patrick es que el mito es muy potente: el hijo de familia rica, miembro de la juventud dorada, que gravitó hacia la oscuridad, lejos del alcance de tanta gente que le quería, renunciando a esta vida al final del larguísimo pasadizo que había estado transitando durante sus tres últimos años entre nosotros. Y más cosas, claro: esa obra a menudo perfecta que dejó, truncada por su muerte; la promesa que no llegó a cuajar; las vanas conjeturas sobre lo que podría haber sido. La historia de Drake, analizada ahora, se nos aparece envuelta en un halo de seductor romanticismo, pero ese atractivo se vendría abajo si la música no estuviera a la altura: si sus formas y sus cambios no intrigaran a otros cantautores, si las insólitas afinaciones y su técnica de mano derecha no dejaran boquiabiertos de admiración a los guitarristas, si las letras crípticas y las melodías medio susurradas no atrajeran a los cantantes. Y lo más importante, a quienes la escuchan ahora, un cuarto de siglo después, esta discreta voz les encanta por sí misma, no tanto por el aura de fatalidad romántica que la acompaña a modo de orquesta añadida en la mezcla para dar un toque sentimental. Hoy, ahora, Nick Drake significa algo, pero ¿qué?

Ian MacDonald es un periodista musical británico, conocido por su minucioso y revelador libro Revolución en la mente (1994), sobre los Beatles. Extracto de “Exiliado del cielo”, compilado en el volumen de sus artículos musicales The people’s music (2003). MacDonald se suicidó poco después de su publicación, a los 54 años.