“Pienso en esos niños que llegan apestosos, y cuando digo apestosos hablo en serio. A veces, esas pobres criaturas están casi muertas. Son simples esqueletos vivientes envueltos en harapos, con la cabeza endurecida por la suciedad, los ojos pegados a causa del pus, y todas las piernas llenas de escoriaciones podridas por los pañales sucios que nadie se molestó en cambiarles regularmente. Ahora tenemos uno de piel fina y amoratada, con unas gruesas venas que le recorren toda la cabeza, que vino con una llaga en el pliegue del cuello, bajo la barbilla. La madre nos vino con el cuento de que lo había tenido en una especie de hospicio en Paterson”, escribe el doctor Williams. Y lo que escribe será un cuento.

      El doctor nació en 1883 y, tiene un nombre capicúa, se llama William Carlos Williams. Su padre es británico, y se resistió a adoptar la ciudadanía yanqui por la conservación del pasaporte que le permitía ser hombre de negocios en toda Sudamérica, incluyendo Argentina. La madre, por su lado,  es portorriqueña, aficionada al dibujo y la música, y tiene fama de médium. Educado en el unitarismo, corriente religiosa que prescinde de la reencarnación y del pecado, los  criterios de W.C.W. para comprender la realidad serán más amplios que los feligreses de otros credos. Y justificarán su simpatía por el comunismo. 

     A los catorce años viaja a Europa con su familia y,  junto con su hermano Ed, estudia en el liceo Condorcet de París. A su vuelta a Estados Unidos, tiempos difíciles, estudia medicina en Pensilvania. En la universidad conocerá a dos poetas, Hilda Doolitle y Ezra Pound, dos años menor que él. A Pound le pasa sus primeros poemas. Aunque Pound le percibe un eco de Whitman, los versos le resultan todavía ceñidos a la tradición inglesa. No obstante, le rescata un dato a favor que incidirá en su estilo: la herencia lingüística española de su madre. (W.C.W. llegaría en su madurez a traducir Quevedo, Lorca y Nicanor Parra.) Su amistad con Pound se prolongaría de por vida, aun cuando, finalizada la Segunda Guerra, condenado por fascista, fue asilado en un psiquiátrico. En Rutherford, al lado de la casa de sus padres, instalaría su consultorio. El living, como sala de espera y la despensa, consultorio. Hasta el final de sus días viviría en la misma casa y siempre con la misma mujer, Florence, la Flossie de sus poemas. Atendía en el hospital local, tenía pacientes innumerables en las calles más pobres de Nueva Jersey. A cualquier hora de la noche, entre pacientes, estacionaba el auto cerca de un farol y escribía sus improvisaciones en una libreta roja. De hecho uno de sus primeros libros, prosa poética, “Cora en el infierno”, lo escribe en ese tiempo de depresión. Textos cortos, prosa poética, fragmentos epigramáticos: “La virtud no es algo para meter en una bolsa y tirar al basurero. Las perversiones son corregidas y lo correcto es pervertido, entonces la corriente se pliega sobre sí misma, el significado se tiñe de un lívido púrpura y cae en un remolino sin ni siquiera destejer un solo hilo”.

  Si en W.C.W. la medicina y la escritura no son antagónicas es porque tienen algo en común: tanto el médico como el poeta tienen que afinar el oído. Lo que dice el paciente, lo que calla tanto como lo que ignora cómo nombrar, pero que puede ser escuchado, se vincula con eso que el poeta persigue, que sólo se puede capturar prestando atención.: “Debemos escuchar la lengua”, opina. Podría aducirse que tiene una creencia omnipotente en el asistencialismo y que la poesía, por su lado, ejerce también un efecto terapéutico. Ginecólogo, obstetra y pediatra, se jactará de atender miles de pacientes, y también, sin exagerar, de haber traído miles de vidas a este mundo que parece correr ciego hacia el suicidio colectivo. A pesar de las guerras y las debacles confía en que la imaginación puesta al servicio del lenguaje puede, mediante la escucha, lograr la plasmación de un idioma común a sus compatriotas: lo llama “el idioma americano”.

   Ninguneado y reprobado por la crítica, en sus ensayos, ricos en propuestas teóricas, hay mucho de manifiesto y de mensaje en una botella. Se reconoce descendiente de Whitman y seguidor de su verso libre. Pero, observa una contradicción agazapada: “No hay tal verso libre: todo verso debe responder a determinada medida, si bien no a la vieja medida. Debemos regresar a cierta medida, pero a una que este en consonancia con nuestro tiempo, no a una que apeste de tan podrida”. Definirse por una nueva medida representa “ordenar nuestros poemas lo mismo que nuestras vidas”. El médico que enfrenta el establishment poético mientras atiende marginados es el poeta resistido que influenciará luego a Charles Olson y Allen Ginsberg. 

  El poema es un campo de acción. “El propósito de escribir”, sostiene, “es revelar. ¿Pero revelar qué? Lo que hay en el interior del hombre. Por tanto “el fluir de la conciencia estaba en lo correcto –y volverá a estarlo, probablemente, dentro de diez años”. Y arriesga: “Sé que podríamos hablar de una ‘filosofía de la escritura’. Patético. ‘Todo el mundo escribe para revelar su alma’. ¿Qué significa eso? Las almas están a precio de saldo últimamente. Hasta los idiotas tienen almas que otros se aprestan a comprar. Incluso gente importante. Hasta los monstruos tienen alma a cambio de un dinerito”. 

W.C.W. no tiene reparos en cosechar enemistades. Si rescata a Auden es porque vino a los Estados Unidos explorando la crisis del inglés clásico. “Auden pertenece a la clase de escritor para quien la escritura es su vida, el aire que respira”, escribe. En contraposición sitúa a T.S. Eliot, por quien profesa rechazo al encarnar la  academia y la erudición. “El señor Eliot es un norteamericano que eligió Gran Bretaña. La historia es Inglaterra, canta el señor Eliot, al estilo tirolés. Para nosotros, el refrito del refrito no es la cuestión”. Pero más tarde admitirá: “A pesar de todo, y haciendo completamente a un lado su tema –su ‘género’–, los experimentos de Eliot en sus ‘Cuartetos’, aunque limitados, dan cuenta –y me apena decirlo– de un autor mucho más estadounidense –en el sentido que estoy tratando de explicar– de lo que Auden, con su oído inglés y la mejor voluntad del mundo, conseguirá jamás”.

  Volviendo: el oído, la escucha, es precisamente lo que llama la atención en sus historias de médicos, cuentos cortos, más cerca de la estampa o, si se prefiere, del diagnóstico narrado en modo directo y conversado. Pareciera que no le encuentra la vuelta a un cierre eficaz a sus relatos. Pero es que no pueden tenerlo: el dolor continúa a pesar de la abnegación, y se prolonga en el lector cuando debe mirar de frente una realidad negada que estremece, donde el horror y la tragedia se funden con el absurdo y el humor negro ya se trate de la atención domiciliaria o la escena de hospital. La miseria, el egoísmo, la mezquindad de la pobreza, la promiscuidad, los vicios. Esos, sus temas. Es cierto, el suyo es un caso paralelo al de Chejov: ambos encuentran la abyección y la nobleza  como tierra nutriente de la escritura. Cabría pensar entonces que la escritura adquiere el sentido del “pharmacón” socrático: veneno y a la vez antídoto.

  Como todos los grandes artistas, transmite la sensación de que su método es sencillo, fácil, y su inspiración ligera puede ser imitable. En superficie, sólo bastaría con observar lo cotidiano para que uno pueda ponerse a escribir. Pero, por debajo, esa simpleza responde a una elaboración lingüística que  sólo alcanza su forma lograda si se está alerta, aunque alerta significa educación del instinto. Como diría Kenneth Burke, el programa de W.C.W. es: “Aquí está el ojo y ahí está la cosa sobre la que el ojo se detiene. Lo que transcurre mientras dura esa relación entre uno y otra es el poema”. Hay poesía en todo, plantea W.C.W. Sólo se trata de entrenarse en la disposición. La experiencia cuenta sólo si se hace lenguaje. Un primer ejemplo, el poema: “Destrucción total”: “Enterramos a la gata, /después agarramos la caja y/la prendimos fuego/en el patio de atrás./ Las pulgas que se escaparon /de la tierra y del fuego /se murieron de frío”.

  Auden sugirió alguna vez que la mejor reseña sobre un poeta era publicar sus versos sin explicaciones ni hojarasca en torno. Si aplicamos el consejo, convendría apelar a otros ejemplos de la intuición de W.C.W. El poema es “Disculpa”: “¿Por qué escribo, hoy?// Los rostros tremendos/ de los don nadie/ me mueven a ello mujeres: //de tez oscura, viejos/y experimentados /jornaleros/ que regresan a casa de noche/ con la ropa gastada/ y las caras como de/ viejo roble florentino// También// sus rostros/ me conmueven, /ciudadanos ilustres/pero no/ de la misma manera”. En su producción no falta tampoco el poema con guiño de comedia. “Sólo para decirte” se titula y arranca siguiendo el título: “que me he comido/las ciruelas/que había en/la heladera// y que/probablemente/guardabas/para el desayuno// Perdóname/estaban deliciosas/ tan dulces/ y tan frías”. Otro de los de sus poemas claves es “Un modo de canción”: “Que la serpiente espere/bajo su cizaña/y la escritura/ sea de palabras, lenta y rápida, afilada, /para golpear, sosegada para esperar, insomne. //…con metáforas reconciliar/ a las personas y a las piedras. / Componer. (No ideas/ sino cosas.)¡Inventar!/ Saxífraga es mi flor que parte/ las rocas”. La consigna entre paréntesis es su lema: las cosas, lo que puede calibrarse como lo que vivimos, lo que somos y lo que nos rodea. La identidad, no otra cosa, es el asunto que debe concernirnos para asumir, si acaso fuera factible, lo que podría ser este mundo como reino.

  A medida que uno se interna en los artículos, ensayos y la correspondencia queda claro que sus discusiones y propuestas, todas en torno a la identidad, embistiendo el tradicionalismo obediente de la poesía inglesa no son sólo un combate contra las normas: W.C.W. también está fijando –como todo creador de ruptura– las propias. La coherencia entre sus embates teóricos, a veces pasados de vitalismo, y su producción de versos es fulgurante.

  A medida que avanza en su producción siempre incesante, complementario, más que lateral, compone su obra más ambiciosa: Paterson, un poema total que escribirá desde 1946 hasta 1958, que consta de seis libros, y no abandonará hasta poco antes de su muerte. Paterson, su protagonista, es el hombre-ciudad. Como el Dublin joyceano, la ciudad se erige en modelo, parábola y locus por excelencia de la historia norteamericana. La vecindad con Joyce salta no sólo en su referencia al fluir de la conciencia: también en la creación de un texto de extensión inusual en el que el lenguaje  es su principal soporte y se pretende totalizador. Su objetivo tiene el carácter fundacional de “Winnesburg Ohio” (Sherwood Anderson) o el condado de Yoknapatawpha (Faulkner). En el contexto de sus contemporáneos, Paterson tiene sus parientes: El río, de Hart Crane, La tierra baldía de Eliot y los Cantos de Pound, con quien comulga, obsesión compartida, contra la depredación de la usura: no es casual que ambos, W.C.W. y Pound citen a Silvio Gesell, el  economista de El orden económico natural. Sin embargo, acotemos, por su desmesura, su ancestro más evidente, sigue siendo, sin duda, el Canto a mí mismo. Es lícito pensar que así como escribió sobre la “Gran Novela Americana”, por carácter transitivo, su búsqueda poética es analóga a uno de los intentos narrativos más portentosos: Moby Dick. Pero los referentes de la poética de W.C.W. no son sólo literarios. Las artes plásticas ejercen una influencia visual en su escritura, tanto la pintura francesa –el fauvismo, el cubismo 

–como la compatriota, el grupo del “black gang”, Pollock y compañía.

     La ciudad industrial dispone atractivos que son centrales en su entramado: el río Passaic y sus cataratas, un gran parque, la montaña Garrett. Imprescindible, lo humano, un crisol de razas: habitantes judíos, alemanes, rusos, hispanos, irlandeses. En su desarrollo el entramado poético convoca catástrofes naturales, terremotos, incendios, y también asesinatos, ejecuciones, huelgas y protestas (John Reed, el autor de Diez días que conmovieron al mundo, es una de sus fuentes durante la escritura del poema). Los versos, como un pájaro rapaz, planean y descienden sobre el paisaje picando allí donde hay una anécdota, trátese de unos minutos de la vida diaria como de un hecho del pasado que termina fundiéndose con el mito y la superstición. La unidad temática es el contrapunto entre lo individual y lo colectivo, el verso más libre que imaginarse pueda alterna con una prosa ajustada de cronista incluyendo diferentes escrituras, desde cartas amorosas y recortes de periódicos hasta variaciones de arte poética asoman fugaces. Todo así a lo largo de los seis libros. Ya desde el principio, W.C.W. recalca: “Dilo, no hay ideas sino en las cosas”. Y las “cosas”, entendidas como integrantes de un todo, el mundo, es su proyecto. “Yo diría que poesía es un lenguaje cargado de emoción, palabras rítmicamente organizadas”, escribe. Otro chispazo: “Un poema es un pequeño y completo universo. Existe por separado. Cualquier poema de mérito expresa la vida entera del poeta. Da una visión de lo que el poeta es”. Y vuelve a la carga: “Los poetas tenemos que hablar una lengua que no es la inglesa. Es idioma americano”. El propósito nacional tiene su conexión –y no traída por los pelos– del ensayo “El escritor argentino y la tradición”, en el que Borges promulgaba la libertad que dispone una pequeña literatura para adueñarse de la biblioteca del planeta entero. En esta línea, lo que “Paterson” incorpora a la por entonces todavía “joven” literatura norteamericana es un repertorio que incluye a Baudelaire, Rimbaud y Artaud como ancestros.

  A mediados de los ‘50, el médico abandona la profesión para abocarse tiempo completo a la escritura. A los sesenta y siete, una hilera de ataques lo dejan medo inválido y con problemas en el habla. Pero no renuncia a la intervención en debates y lecturas públicas. El libro quinto de Paterson, escrito cuando el poeta tiene setenta y cinco años, lo dedica a la memoria de Tolouse Lautrec: la sensualidad sigue latente pero la carne se ha vuelto melancólica. El cromatismo, hacia el final, se orienta, como despidiéndose, hacia Brueghel el Viejo: “Yo saludo al hombre que pintó lo que veía”. El doctor Williams no puede engañarse a sí mismo, sabe que el final no es sólo la conclusión de su obra más vasta. Empezará todavía un libro sexto que quedará inconcluso.

    Su última colección de poemas, Pinturas de Brueghel, (Premio Pulitzer 1962, consagración tardía), será un homenaje al artista viejo, pero también puede ser leído como una contenida proyección personal. Uno de sus poemas, “La parábola de los ciegos”, dice: “Esta horrible y soberbia pintura/ la parábola de los ciegos/ sin un rojo// en la composición muestra a un grupo/ de mendigos que se guían/ uno al otro en diagonal hacia abajo// atravesando el lienzo/ desde uno de los lados/ hasta dar finalmente en una ciénaga// detrás de la cual el cuadro/ y la composición terminan no hay/ un solo vidente pintado// sino los rostros sucios/ de los desvalidos/con sus pocas lamen-// tables posesiones/ la palangana y la choza/y la aguja de una iglesia//los rostros se alzan/ como hacia la luz no hay/detalle extraño// a la composición cada uno/ sigue a los otros báculo en/ mano triunfante hacia el desastre”.