"Estaba tan cerca de ti/ que tengo frío cerca de los otros". Paul Eluard. Esa noche empezó a nevar en Nueva York. Las calles se fueron cubriendo de blanco y en su azul reflejaban la luna llena. Porque esa era una noche de luna llena. De luna llena y de nieve en Nueva York. Él caminaba sin que pudiera verse en sus ojos un rumbo fijo, un fin determinado. Solo caminaba, colocando un pie delante del otro, flexionando apenas las rodillas. Y las calles se iban sucediendo. Los semáforos, las luces encendidas a los costados de la calle, encima. Él caminaba esperando ver en cada reflejo escandaloso de la nieve azul la cara de ella, y lo único que encontraba era la luminosidad de la luna. Y sin embargo sabía que su cara se escondía en cada esquina. Posiblemente en cada metro caminado. Su cara, su rostro, nunca jamás iba a desaparecer en los centímetros, metros, kilómetros que recorriera a partir de ahora. Su cara era su cara y no podía ser la de nadie más. Y hubiera llorado, estaba seguro, si alguien, alguna vez, le hubiera enseñado a llorar. Pero no podía, no sabía, cómo hacerlo. Sin embargo podía notar que lo estaba sintiendo. Su pecho se llenaba de agua ardiendo, agua salada, parecida a lo que le explicaron, alguna vez, que eran las lágrimas.

La había perdido y no sabía por qué, aunque estaba seguro de ser el culpable de esa pérdida. Ella no le explicó nada, solo no tomó la maleta cuando él ya tenía la suya en las manos. Solamente lo miró, no dijo nada, no lo acompañó hasta la puerta y él, sin ella, apareció en las calles nevadas de Nueva York. Exactamente el día que empezaba a nevar. Y él se preguntaba si había sido esto el amor, esto que hoy, al caminar las calles de Nueva York, tan lejos, podía descubrir existiendo solamente en los recuerdos. El amor en los recuerdos. No antes, no durante. El amor existiendo en ausencia. En la ausencia en la Capital del Dolor. En la nieve, sin reflejo material de su cara. El amor sin su presencia, en el silencio, en el frío del primer día de nieve en Nueva York.

Y a pesar de la nieve, amarla a ella sin que esté, ver la nieve caer en Nueva York sin haber estado jamás en Nueva York. Sentir el pecho lleno de agua salada sin haber aprendido a llorar. Sentir que a pesar de ser, no se es. Saber con el dolor de alguna costilla que el amor duele. Que invade una sensación de frío inaudito sin motivo ni final. Que hay una sombra, movediza, que recalará infaltable en cada rostro nuevo conocido, en cada cuerpo cercano y frío, en el trozo de tiempo vivido, infatigable, a partir de esta noche helada en nueva York, con nieve, sin ella, y sin estar en Nueva York.

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