Julio Suárez viene (des)vistiendo a elencos de cine y teatro desde hace más de tres décadas. Es responsable de los incontables conjuntos perfectos que terminaron de hacer de Natalia Oreiro la mejor Gilda posible hace un par de años; diseñó los atuendos de Zama, de Lucrecia Martel, y también de sus dos anteriores films; trabajó también en El clan, sobre la familia Puccio. Su formación inicial fue en pintura y en “un teatro que era menos que independiente, acercándome sin ningún conocimiento, de arriesgado”. Tuvo de maestros a Raúl Serrano y Máximo Salas; después de años actuando, comenzó a correrse del foco (aunque no definitivamente) para comenzar a dirigir y a producir él mismo los decorados y atuendos que usarían en las funciones. Forma parte de la generación que deconstruyó los esquemas cultuales post dictadura desde los epicentros porteños del agite under y experimental. De eso años recuerda una obra que se llamó Las luchadoras 101, en la que una compañía puramente integrada por mujeres irrumpía en la pista de la disco Cemento para luchar estilo sumo, expandidas por trajes de falsas obesas y chiripás generosos montados sobre la goma espuma moldeada. Suárez fue también Marqués de Sade en el debut del Parakultural, con una puesta que hoy no podría siquiera acercarse a ser ensayada:

“Era una puesta de La filosofía en el tocador, que es un tipo educando a una niña sobre todas las formas que hay para gozar y para hacer gozar al otro. El cuerpo cambiaba, éramos jóvenes, y lo usábamos directamente para hacer lo que teníamos ahí. Entonces la escena era que yo tenía una gallina atada, una gallina de verdad, en la noche inaugural del Parakultural, y bajaba línea de cómo se tenían que hacer esas cosas, de los goces, de los agujeros, de la nariz, del ano, de la boca, siempre enseñándole a la gallina a través de listas, de asociación de palabras, una después de otra y después de otra. Tenía como listados de actrices, listados de animales, de maestros de teatro, y cada tanto le tiraba maíz a la gallina; y al final la bajada era que yo decía ‘¡Falta sinceridad!’, porque decíamos que faltaba sinceridad en el teatro. Agarraba la gallina y la mataba en escena, le torcía el pescuezo, y después la levantaba así y quedaba aleteando. Era genial. Despelote, quilombo. Una me tiró un vaso. Una sola vez la pude hacer. Después venía Omar Chabán y pasaba la gorra, empezaba a contar la plata y la quemaba adelante de todos. Había dos más, porque la idea era comenzar con un lugar en el que iban a pasar ese tipo de cosas”.

¿En el Parakultural nace tu amistad con Fernando Noy?

–Sí, de ahí. Tal cual. Noy amigo, hermano del alma, vivió en casa cuando vino de estar en Brasil, y ahí nos conocimos. Sus poesías, sus cosas… aprendí mucho de él. También con Alejandro (Urdapilleta), porque actuamos en Hamlet, de (Ricardo) Bartís, con Batato… Hacíamos cosas juntos. Y después de pronto haciendo teatro empecé a hacer mis propios vestuarios, y escenografía, y me metí hasta que me fui como alejando de la actuación y metiéndome más desde afuera, a dirigir.

¿Cómo encaraste un vestuario tan complejo como el de Zama?

–Creo que me ayudó mucho mi conexión con el teatro. Era cine pero con un planteo más escénico, no sé si por la novela, o porque los personajes eran muy definidos, entonces había que estudiar a cada uno y ver qué usaban, porque en muchos personajes había un único traje. El momento, la geografía y lo que hacían no daban para una moda, un gusto, sino la necesidad del traje, de cómo fortalecía ese cuerpo, de entender por qué estaba vestido así; por eso era muy teatral. Era un cambio único de ropa que estaba trabajado por lo que le pasaba, por dónde vivía, por la cantidad de veces que se había usado. Una vez que habías armado esa estructura, podías empezar a mover ese traje, a meterle más cosas, y creo que eso es lo que quedó bien: el traje contaba su uso, de dónde venía, cómo estaba intervenido.

¿Cuánto de interpretación tuya hubo sobre la realidad histórica de esas vestimentas?

–Y, bastante, porque hay poco material. Lo que tenemos para mirar sobre lo que ocurría en ese tiempo es muy europeo, entonces teníamos con Lucrecia un trabajo que era más geográfico, de llevar el vestuario a ese lugar en el que estábamos, ese pantano, ese río, el agua, y en ese pueblo. Por ejemplo, el largo de las faldas está como treinta centímetros más arriba por el barro, por el agua, por el río. En especial en las películas de Lucrecia están esas cosas que ella no cuenta, que no te muestra; lo ves pero a lo largo de la película. No es preciosista. Ella trabaja desde las personas, desde lo interior, por eso el traje está muy en primer plano siempre, y se ven bien por los materiales que usamos. Traté de trabajar muchos tejidos paraguayos, estuve en Paraguay, miré mucho eso, también en Chaco, las artesanías, los tejidos, los materiales, qué sé yo. Usamos materiales de ahí, lo hicimos allá, como que mezclamos materiales para estos indios. También con las tierras de allá, y en los decorados, la pintura de los cuerpos, que tenían que ver con los materiales que existen ahí. No había nada de maquillaje, el maquillaje era natural, hecho en mortero, ¿viste?, con semillas de urucú.

¿Qué te pasó cuando tuviste que encarar el vestuario de Gilda, que es una historia ambientada no tanto tiempo atrás, con la dificultad que conlleva recrear una época próxima?

–Bueno, por empezar me acuerdo de los noventas, yo estaba. No en el mundo de Gilda, pero estaba. Sé de las telas y de los materiales que había y que no había, tuve mucho acercamiento a fotos reales de ella, y eso me ayudó a entender qué usaba, o al menos a decidirme por un posible gusto que ella tenía, interpretarla a partir de imágenes verdaderas de ella para ver qué elegía para ponerse, cómo andaba, cómo no andaba. Después tuve mucha suerte en encontrar ciertas telas, que creo que hoy ya no las consigo. Pasó algo, se abrieron unos lugares de materiales que estaban ahí, no sé, algo así, pero sí, es real que al ser una época más cercana es más difícil, porque también está la tentación de decirle a alguien “dale, ponete eso, que también se usaba”.

¿Habías podido ver ropa personal de ella?

–Dos o tres piezas. Pésimas. Feas, descoloridas, que no servían para nada, pero tenían cierto fetiche. Además la directora tenía mucho fetiche con las cosas de ella, con los fans, mucha mezcla de lo real y lo que había que inventar. Se trabajó con mucha gente cercana realmente a Gilda. Siempre estábamos muy expuestos en todo lo que estábamos haciendo. Y Natalia (Oreiro) fue también muy importante, muy copada, ¿viste? Además de agradecida, inquieta, buscando algo ahí... Es genial. Y ella tuvo mucho que ver. Me gusta cómo quedó ese vestuario, y me gusta el entorno, como que pasan cosas.

¿Sentías el peso de estar haciendo la vida de una figura conocida en todo el continente?

–No, ni ahí, jamás. Al contrario: me hago amigo enseguida del personaje, aunque no esté conmigo, y lo traigo, de alguna manera.

De todo lo hecho por él y con estreno inminente, Julio destaca el film El ángel, que dirigió Luis Ortega y que ficciona la vida del asesino serial Carlos Robledo Puch, y el debut en septiembre de una puesta de Esperando a Godot en el Teatro San Martín, con dirección de Pompeyo Audivert. También menciona los cuatro trajes elegidos para ser recreados en los Valets Cuádricos que todos los domingos se representan en la muestra homenaje El mundo entero es una Bauhaus. Tuvo que buscar los materiales para recrear esos cuatro disfraces supersónicos sin caer en una reinterpretación, aún desconociendo de qué y cómo habían sido hechos hace casi un siglo en Alemania por la escuela fundada por Walter Gropius. Así como ocurre con Lucrecia Martel, que le exige siempre que lo convoca un corrimiento de lo personal en favor de lxs personajxs, aquí sus manos maestras intervinieron para ser nada menos y nada más que un canal.

Los Valets Cuádricos de El mundo entero es una Bauhaus se presentan todos los domingos de la muestra, de 14.30 a 18.30, en el Museo Nacional de Arte Decorativo.

Sebastián Freire