Podría alcanzar con hablar de paraíso perdido o citar la célebre frase de Rilke para enmarcar el tópico de la infancia en las múltiples tradiciones literarias. A Proust le habrían bastado sus magdalenas para recuperar de manera efímera algunos instantes de su niñez, volver a revivirlas en su imaginación, por no decir en todo el cuerpo, sin necesidad de escribir una sola palabra; y sin embargo hizo un esfuerzo descomunal por atrapar aquellos años donde quedó detenido algo más que una felicidad colmada de inocencia. O tal vez se trate de otra cosa, como afirmó Beckett, y el famoso capítulo de la magdalena mojada en té,lejos de buscar el tiempo perdido, quiere instalar la conciencia en esa atemporalidad utópica que se llama eternidad. Si es cierto que toda literatura es un viaje,¿qué es lo que sale a buscar una escritora o un escritor cuando se embarca rumbo a su infancia? Tal vez en lo inconfesable de esta respuesta se encuentre la motivación que a veces se traduce en la necesidad de revelar algo oculto, tal vez reparar o dejar un legado, o tal vez simplemente se trate de la posibilidad que ofrece la literatura de vivir dos veces, como diría Pavese. Algo de esto hay en Largavistas, segunda novela de Luciano Olivera, sólo que ahora, a diferencia de Aspirinas y caramelos, la historia se centra únicamente en un narrador que  reconstruye como quien recorre un álbum fotográfico hecho de imágenes y sensaciones, recuerdos y reflexiones, los años de su infancia, en los que solía veranear junto a su familia en Colonia, Uruguay. “Perdí la cuenta de las veces que crucé el Río de la Plata. ¿Más de cien? No sé, es parte de mi vida. Cuando se terminaban las vacaciones y volvíamos a la rutina del colegio, mis compañeros contaban sus aventuras en el mar, sus paradas en Atalaya o en el ACA de Dolores. Yo en cambio les hablaba del Pontón Recalada o de la isla del Farallón. Me miraban extrañados, jamás se habían subido a un barco. Voy al Uruguay y no solo de paseo. Allí está buena parte de mi vida. Allí se me dibujaron varias marcas de lo que soy”, escribe el narrador para dar comienzo a una novela cuya sutileza estriba desde un principio en aquello que decía Vasco Pratolini: cada hombre recuerda su vida a partir de cierto día en adelante. Y es que ahora todos aquellos viajes a Uruguay se reducen a uno solo, un único verano que se imprime en el recuerdo del narrador, acaso como una síntesis perfecta de su infancia. 

A partir de este momento el hombre que recuerda convive con el niño de diez años al que llaman Panchito. Este desdoblamiento que se entreteje de manera poética en la trama es sin duda lo más original que tiene Largavistas porque mientras el narrador adulto es capaz de hablar sobre embarcaciones y realizar una cartografía completa de la ciudad de Colonia con la pasión de un guía enamorado de una turista, el universo infantil irrumpe como a la altura de las piernas de los adultos para dejar bien en claro las dos perspectivas narradas que,en algún momento, se van a encontrar cuando pasen los años, es decir cuando llegue el momento de  la escritura. 

Los chicos observan a los adultos, los escuchan, aprenden a interpretar sus códigos, a completar las frases (hay cosas que delante de los niños no se habla). Y el hombre que recuerda vuelve a la casa de los vecinos, a reencontrarse con familiares lejanos o cercanos, las historias secretas y hermosas llenas de humor, colmadas de esa idiosincrasia uruguaya que tanto gusta a los argentinos ya desde un principio, acaso en el recibimiento, algo en la tonada de la voz, cierta simpleza o vaya a saber uno qué sensación de honestidad que atrae al narrador adulto pero resulta ajeno todavía al niño que va recolectando sus pequeñas historias de verano para resignificarlas después, porque se le escapan a su comprensión y entran en su mundo imaginario; como la vez que los primos lo llevan a Quilombo a debutar y él no está a la altura por sus diez años, o la primera vez que se encuentra cerca de la muerte cuando se entera de que se ahogó un chico en la playa de Ferrando. Hay lugar para el enamoramiento idealizado también de la mano de una Colombina en un carnaval. 

Hay, por sobre todas las cosas, una ternura muy intensa y lograda en Largavistas, objeto mágico que le prestó su Abu, como dice el pequeño Panchito, lugar de encuentro entre ellos dos donde solo cabe la admiración, el respeto, el amor y el relato fantástico que es, en definitiva, lo que debiera vislumbrarse a la distancia cuando se busca la infancia.