Al principio creí que se trataba de un comentario malicioso, ideado por gente cargada de bronca y de impotencia. Una de esas historias que se instalan en un barrio y que después empiezan a circular cada vez con más fuerza, hasta terminar borroneando los límites entre realidad y ficción. De todos modos, la historia no dejaba de darme vueltas por la cabeza. Hasta que un día, después de escuchar hablar otra vez sobre ese mito, me propuse desentrañar cuánto había de verdad en eso que ya se decía por todos lados.

Sin demasiadas expectativas, fui hasta la zona donde aseguraban que ocurría ese fenómeno. Me instalé en una esquina y esperé con paciencia. No me quería ir sin tener mi propia versión del asunto. Al rato, algo se asomó en el cielo. Con la cabeza erguida y mirando con asombro, me saqué la duda. Al final, todo era verdad. En las calles de Hurlingham más cercanas al aeropuerto de El Palomar, los aviones de Flybondi pasan tan bajo que hasta se puede ver la cara de los arriesgados pasajeros. 

“¿Una cosa de locos, no?”, me interrogó un hombre mayor que venía caminando y detuvo su marcha para observar al avión blanco y amarillo. “No se puede creer: se ve la gente que va del lado de la ventana”, le contesté. “Y claro, si nos pasa arriba de la cabeza”, dijo el hombre e hizo un gesto con una mano, como marcando la cercana altura por donde se había deslizado la nave. “Esto termina mal”, acotó y reanudó su caminata. 

En Hurlingham hay mucho miedo a Flybondi. No es para menos. En el límite con El Palomar, se despliega el final de la zona comercial de Hurlingham, con estaciones de servicio, discos, agencias de autos, bares y una casa al lado de la otra. Muy cerquita, después de un arroyo y una angosta ruta, a unos 300 metros, se levanta el alambrado del aeropuerto y unos pocos metros más allá se ubican las primeras balizas de la pista.

La aparición de un avión abriéndose paso entre las construcciones y las copas de los árboles es una imagen estremecedora. Abajo, una avenida siempre atestada de autos, chicos con uniformes de colegio y vecinos con sus bolsas de compras. Arriba, como una amenaza latente, Flybondi.

Se cuentan muchas historias de vuelos que no terminaron en tragedia por milagro. Los graves problemas que casi a diario se conocen sobre el funcionamiento de Flybondi alimentan el verosímil de esos relatos. La historia más osada dice que en la noche de uno de los partidos de Argentina en el Mundial –algunos la ubican el día del empate con Islandia, otros el del 0-3 con Croacia–, un Flybondi pasó rozando una enorme gigantografía cuadrada instalada en el techo de un gimnasio de tres pisos que luce –todavía no la cambiaron– la imagen de Messi y Mascherano. “Casi le afeita la barba a Messi”, aseguran unos chicos del barrio. No parece posible, aunque la historia –sin videos, fotos o algún otro tipo de prueba– igual se cuenta como verdadera. 

La vida cotidiana en Hurlingham cambió drásticamente con la llegada de la línea aérea mimada del macrismo. Cuando despegan los aviones, el ruido de los motores se escucha desde varios kilómetros de distancia. La situación de los que viven más cerca del aeropuerto es dramática. “No se puede vivir con semejante ruido, pasa un avión atrás del otro. Te despiertan a cualquier hora”, describe un amigo psicólogo que vive a diez cuadras del aeropuerto.

En muchas casas comenzaron a aparecer rajaduras en las paredes y con el paso de cada avión los adornos en las vitrinas se mueven como si la vivienda hubiese entrado en una zona de turbulencias. En los alrededores del aeropuerto hay varios colegios, cuyos docentes ya asumieron que cuando pasa Flybondi deben interrumpir las clases porque no se escucha nada. “Nos da miedo porque nos pasa muy cerca, y además el ruido es insoportable”, dice una alumna que cursa el secundario en un colegio privado a siete cuadras del aeropuerto. Otro problema es el olor nauseabundo que se empezó a percibir en el ambiente y que los vecinos atribuyen al combustible de los aviones. 

A los pocos meses de que Flybondi empezó a operar, los vecinos comenzaron a advertir que les pasaba algo extraño: varias veces por día miraban al cielo porque les parecía que estaba a punto de pasar un avión. Sin embargo, corrían los minutos y no veían ninguna nave. Al entender que a muchos les ocurría lo mismo, concluyeron que cualquier ruido fuerte –el motor de un camión, un trueno, el funcionamiento de una máquina– era identificado con Flybondi. Y que por eso reaccionaban mirando al cielo. Como los perritos de Pavlov, pero sin las campanadas ni los huesos. Esa extendida sensación ya tiene nombre: El síndrome Flybondi.

Los días que llovizna Flybondi no opera en El Palomar. El aeropuerto lowcost no tiene el instrumental básico para orientar a los pilotos en sus maniobras y los vuelos son derivados a Ezeiza. Esos días, bajo un cielo plomizo y acaso algo melancólico, Hurlingham vuelve a ser Hurlingham.