Tuve la suerte de conocer a Ricardo Piglia en la gloriosa Facultad de Letras de los concursos post dictadura. En 1986, era una verdadera reunión de semidioses, un mundo perfecto: en un país en democracia ganada, mientras Pezzoni y Panesi daban Teoría 1, Ludmer Teoría 2, Viñas Literatura Argentina 1, Sarlo Argentina 2, Noé Jitrik Latinoamericana, Teresa Gramuglio Siglo XIX y Beatriz Lavandera Neurolingüística, Piglia daba lo que a él le gustaba llamar “Laboratorio de escritura”. Habíamos leído y releído con admiración Respiración artificial, una de las mayores novelas argentinas. En el encuentro semanal de dos horas, de 19 a 21, no éramos más de quince los afortunados que escuchábamos deslumbrados su teoría de las tres vanguardias, la del complot y la del cuento, en la que ponía como ejemplo el magistral relato “Dos hermanos”, de Maupassant. Nos enseñaba a leer, a desentrañar los mecanismos de cada novela o cuento, el estilo de cada escritor. Después de la cuarta clase en la segunda hora traía como invitados a tipos geniales como Alberto Ure, Jorge Goldemberg, Ricardo Monti, Germán García, y después los que podíamos nos íbamos a comer a “La Payanca”, y la seguíamos. En esa época la facultad quedaba en Marcelo T. de Alvear y Uriburu, y Piglia tenía su estudio a dos cuadras de allí. Casi todos los suertudos que lo escuchábamos queríamos dedicarnos a escribir y él creía que la carrera de Letras desalentaba la escritura, por eso había estudiado Historia. Y tenía razón. Se ofrecía a leer lo que estábamos escribiendo y nos citaba de a uno en La Ópera, en Callao y Corrientes, para comentarnos nuestros errores y aciertos. Fue tremendamente estimulante, sabíamos que nadie puede enseñar a escribir pero sí a leer(se) y a corregir(se). Recuerdo que estaba perpleja ante su generosidad. Hoy todavía me asombra esta posibilidad que nos ofrecía: ¡Eramos tan solo alumnos de Letras! El día que Isabel Ferreira y yo (habíamos escrito un cuento a cuatro manos) fuimos a La Ópera, dudé de que él apareciera, sin embargo Piglia apareció y era real. 

No imaginaba entonces que nueve años después tendría un segundo privilegio: sería su editora, cuando publicó en Seix Barral Nombre falso y Prisión perpetua, libros clave en la literatura argentina, en los que su forma de narrar y el tono preciso que lo distinguirían siempre encontraban una enorme potencia. Le interesaban las reescrituras, intervenía sus propios textos, volvía a pensar la manera en que jugaban unos con otros o que dialogaban con libros de otros. Nos encontrábamos en el café de la librería Losada de Santa Fe y Junín. Yo ya había publicado mi primera novela. Charlábamos de libros y escritores, de la relación de la literatura y el cine, de las asombrosas estrategias y máquinas de narrar que él nos enseñó a descubrir y a poner en acción. Él era totalmente desprejuiciado para leer, había leído todo. Su cabeza era el laboratorio perfecto de lectura y escrituras.

Su inteligencia y creatividad como lector y luminosidad vibrante para trasmitir su saber –sus incomparables modos de leer– nos seguirían deslumbrando muchos años después, en las clases que dio en la TV pública. 

Su tan esperado y anunciado Diario es una muestra de cómo era imposible para él distinguir entre literatura y vida. Es su vida, son sus obsesiones, pero debe ser leído como una novela. La literatura y la vida se encuentran de manera profundamente íntima en su trabajo final. Su muerte anticipada nos deja conmocionados.