Si se la evaluara por la cantidad de premios y nominaciones que recibió en su país, podría concluirse que Los hambrientos, de Robin Aubert, es una de las mejores películas canadienses de 2017. O la mejor, si lo que se tuviera en cuenta fuera la parcialidad francoparlante del enorme país norteamericano. Y aunque a veces los premios pueden generar desconfianza, en esta oportunidad le hacen justicia a esta interesante reversión del mito zombi, creado por George A. Romero en La noche de los muertos vivos (1968) y ambientado para la ocasión en las afueras de un pueblito rural del Canadá profundo. Es cierto que es cada vez más difícil obtener una forma novedosa del molde del zombi, que en tantas ocasiones ha sido aprovechado con fines meramente xerográficos, pero que también ha tenido no pocas relecturas y rescrituras inteligentes. Los hambrientos es una de estas últimas. 

Sin embargo, en su punto de partida la película no se aparta de las convenciones del género. Alguna causa que permanecerá inexplicada ha esparcido una epidemia que devuelve los muertos a la vida, infundiéndoles al mismo tiempo una voracidad que solo puede ser saciada con carne humana. En ese contexto un grupo de vecinos de un pueblo de campo quedan aislados y tratan de sobrevivir. Se trata de un encierro a cielo abierto, ya que la distancia que los separa de los centros urbanos es grande. Esa amplitud espacial podría ser una ventaja si los zombis de Los hambrientos se apegaran al modelo romeriano, de andar lento y dificultoso. Pero a diferencia de eso, acá los muertos son capaces de correr, volviendo a achicar los espacios hasta convertir al campo en una caja de la que no es fácil salir.

Pero esa no es la única diferencia entre los zombis de Romero y los de Aubert. Uno de los elementos que la hacen particular es que lejos de la inconsciencia absoluta o de la conducta meramente pulsional, en Los hambrientos los muertos vivientes manifiestan algunos rasgos de inteligencia. No se trata de una inteligencia regresiva, en la que el zombi es capaz de recuperar parte de la tradición cultural que perdió al morir junto con la condición humana, como ocurría con Bub, el zombi inteligente de El día de los muertos (1985, también de Romero). Se trata de una forma particular de inteligencia ligada a su nuevo estado, que les permite a los zombis generar una proto-organización. Dicha inteligencia zombi se manifiesta por un lado en una especie de estrategia para cazar humanos. Por el otro, en una novedosa capacidad para construir una serie de estructuras en forma de extrañas torres, reutilizando objetos que han pasado a ser inútiles para ellos, como sillas o juguetes. En torno de estas los muertos vivos se reúnen en silencio e inmóviles, generando una atmósfera que evoca a la de los ritos religiosos.

En cuanto al tratamiento narrativo y cinematográfico, Los hambrientos tampoco se conforma con acumular despanzurramientos, voladuras de cabezas, persecuciones o escenas de encierro en las que los humanos se atrincheran para rechazar a ese otro colectivo. Aubert echa mano a recursos como el humor, al que le adjudica un valor de resistencia, un último recurso en el que lo humano también se atrinchera para ponerse a salvo del ataque de lo alienante. Al mismo tiempo aprovecha los momentos rituales en los que los zombis se reúnen en torno de sus tótems, o las largas caminatas de los sobrevivientes a campo traviesa para generar un clima que, sin dejar de ser tenso, le aporta a la película unos cuantos momentos contemplativos que la acercan a cierta estética de cine independiente. Es cierto que no es la primera película en proponer estos movimientos, pero los realiza de forma eficiente.