Una mano se asoma a través de los barrotes, un cigarrillo humeante entre los dedos; una ametralladora descansa, apoyada contra la pared, en uno de los miradores; en una canchita descuidada un grupo de hombres deja pasar el tiempo despuntando el vicio del fútbol. Se trata, puede suponerse, de imágenes comunes, cotidianas, en cualquiera de las dependencias que los servicios penitenciarios desperdigan a lo largo y ancho del país. Lo que sigue no es tan típico. Más aún, la primera impresión impacta por su apariencia extemporánea, moldeada en gran medida por décadas de ficción audiovisual: un grupo de presos discute acalorada, pero armoniosamente, sobre algunos pormenores de la filosofía hegeliana. El profesor anticipa un tema de futuras clases, el pensamiento de Michel Foucault, pero admite que todavía es necesario seguir ahondando en la obra del gran filósofo alemán. Más tarde, ese mismo docente escuchará atentamente la producción literaria de otro grupo de reclusos, cuyos relatos vuelven una y otra vez, obsesivamente, al ámbito tumbero y a todo aquello que se dejó atrás, del otro lado de la jaula.

En otro momento de Pabellón 4, el nuevo documental dirigido en solitario por el realizador Diego Gachassin, Alberto Sarlo –abogado platense que dedica todos los miércoles de su vida, de manera absolutamente voluntaria y ad honorem, a organizar y dictar esos cursos dentro de la cárcel de máxima seguridad de Florencio Varela–, ofrece algunas lecciones básicas de boxeo. “Esto es disciplina, no es violencia” dirá más tarde Carlos Mena, el otro protagonista esencial de la película, un ex presidiario conocedor de la vida dentro del pabellón que hace las veces de mano derecha de Sarlo en los talleres intramuros. A su vez boxeador amateur, dibujante, poeta y eventual hiphopero, Mena parece encarnar esa posibilidad que mucha gente, incluidos algunos de sus antiguos compañeros de encierro, apenas si ven como una expresión de deseos utópica: la posibilidad de salir a la luz y arrancar de cero.

Gachassin, cuya filmografía se inició hace ya tres lustros con el film de ficción Vladimir en Buenos Aires y prosiguió un par de años después con el notable documental colectivo Habitación disponible, se interesó por el tema durante el rodaje de Los cuerpos dóciles (2015), que ahondaba en la relación entre un abogado defensor de casos difíciles y uno de sus clientes, un joven acusado del robo a una peluquería de barrio. La preparación y publicación de un segundo tomo de la colección de cuentos “La filosofía no se mancha” (que puede descargarse gratuitamente en el sitio web http://cuenterosyverseros.com.ar/) delimita las fronteras temporales de los 70 minutos de duración de Pabellón 4, que, a pesar de concentrarse en los detalles y posibles consecuencias de la enseñanza dentro de la cárcel, le dedica varios pasajes a la vida familiar de sus protagonistas. El registro es estrictamente observacional: no hay aquí entrevistas a cámara o descripciones en off que organicen o describan prolijamente el material, tan caótico e imprevisible como la vida carcelaria.

Una discusión sobre la pena de muerte deriva en conclusiones inesperadas, sorprendentes incluso, para varios de los prisioneros. Antes, en plena clase, el docente habla con vehemencia: “Yo no hago esto para que se reinserten, vengo para hacer literatura, filosofía. No hay moral, no juzgo. No tengo una receta, no soy mago”. Las palabras de Sarlo definen a la perfección los alcances y límites de su faena: lejos de las prescripciones de la asistencia social a control remoto o el voluntarismo biempensante, lo suyo es más bien un trabajo de hormiga que, tal vez, esté destinado al fracaso, aunque no por ello deja de contrarrestar, en alguna medida, la idea fatalista de un destino de reincidencia criminal consumado siempre antes de tiempo. El realizador y la película observan y ordenan esos retazos de la dura realidad. Y, como el mismo Sarlo, nunca juzgan.