Hace unos cuantos años que no se le ve a Martina Gusman en las salas argentinas. Reconocida desde su papel en Leonera (2008), la actriz se mantuvo en los primeros planos compartiendo cartel con Ricardo Darín en Carancho (2009) y  Elefante blanco (2012), siempre de la mano del realizador Pablo Trapero, su pareja y socio creativo en la productora Matanza Cine. Su última aparición data de 2013, cuando fue una de las protagonistas de la comedia romántica Sólo para dos. “Me parecía que estaba bueno probar con proyectos en otros formatos”, dice hoy cuando se la consulta sobre el paréntesis abierto hace cinco años. Desde entonces incursionó en el teatro (Falladas, La casa de Bernarda Alba) y la televisión (El marginal), además de haber sido mamá por segunda vez. Fue, asegura, un tiempo de aprendizaje, de experimentar “la inmediatez y el aquí y ahora que hacen que cada función de teatro sea única”, de someterse al dinamismo y la velocidad del “entrenamiento de la tele”. Todo eso fue y ya no es, pues aquel paréntesis se cerrará oficialmente este jueves con el estreno de La quietud.

Dirigida nuevamente por Trapero, Gusman es parte de un elenco de fuste que reúne a Graciela Borges, Joaquín Furriel, la franco–argentina Bérénice Bejo y el venezolano Édgar Ramírez para un ominoso melodrama familiar articulado alrededor de la explosión de diversos secretos silenciados durante años. El disparador de las acciones es el ACV de papá Augusto, ocurrido mientras presta testimonio en un juzgado sobre el origen de las tierras que albergan a La Quietud, una majestuosa estancia donde la convivencia diaria entre mamá Esmeralda (Borges) y la hija menor Mía (Gusman) produce encontronazos cuyas intensidades irán creciendo a medida que avance el relato. Las llegadas de la hija mayor (Bejo) primero y de su pareja (Ramírez) después serán las chispas definitivas para el incendio del hilo que mantiene un equilibrio familiar tan débil como artificioso, basado menos en el amor y la contención que en el rechazo y la hipocresía. “Hay una parte de la película sobre los vínculos primarios, que son universales, independientes del género y tienen que ver con la búsqueda del amor, la sexualidad, la locura y los miedos. Pero también hay otras cuestiones más femeninas, como el deseo de la maternidad, que me parecían interesantes”, dice la actriz.

–¿Le resultaba atractivo explorar ese universo femenino y aristocrático?

–Sí, totalmente, más cuando vi la forma con la que Pablo pensaba explorarlo. Me parecía medio difícil pensar en un director hombre con una mirada sobre el mundo femenino, me daba algo de desconfianza porque a veces esa mirada parte desde un preconcepto hasta misógino por no poder entender. Pero creo que Pablo logró llegar a un nivel de profundidad muy grande, con todas las complejidades que eso implica. La cuestión de los vínculos interpersonales está puesta de forma bastante arquetípica para provocar cosas en el espectador, pero todos pasamos por la necesidad de ser reconocidos y mirados, el miedo al vacío y la soledad. Este mundo endogámico, esta cosa medio de El ángel, con personajes que no logran salir de ese círculo que forman, me parecía la cuestión más importante para explorar.

–Usted menciona El ángel, y no parece casual que ése sea el nombre que durante el rodaje le daban al comedor donde almuerzan y cenan los protagonistas...

–Sí, se generaba un clima muy enrarecido cuando los personajes iban enredándose mutuamente en una especie de telaraña donde todo se iba cruzando. Había mucho compromiso de parte de todos para sostener esa tensión.

–Usted suele decir que le gusta ponerse en los zapatos de sus personajes antes de interpretarlos. Para Leonera se entrevistó con varias presas, y después pasó una noche a la semana durante seis meses en la guardia de un hospital de González Catán para Carancho. ¿Hizo algún trabajo en particular para componer a Mía?

–Fue un proceso de autoconocimiento bastante fuerte. Por suerte no tengo una madre ni una hermana así, pero sí hubo mucha exploración sobre mí misma, sobre mis sentimientos.

–¿Y cómo se trabaja desde lo actoral cuando el pasado y lo no dicho son los motores fundamentales de la trama?

–Se trabaja desde lo presente de las emociones y del peso de las imágenes que quedan en la memoria y producen cosas en el cuerpo. Mía es una especie de niña inmadura emocionalmente que quedó pegada a situaciones del pasado y sigue demandando atención. Todo eso es una construcción mental que de alguna forma se traduce en expresiones corporales. Entonces, desde ese lugar se piensa qué siente esa mujer para apegarse a la hermana de la forma en que lo hace.

–Su parecido físico con Bérénice Bejo es notable. ¿Siempre se pensó en ella para que interpretara a su hermana?

–Sí, la conocimos cuando fui jurado en Cannes. Ella había ido con El artista, y ya ahí el chiste era nuestro parecido físico y cómo se espejaban nuestras familias (NdeR: Bejo está casada con el director Michel Hazanavicius). Desde entonces Pablo fantaseaba con la idea de que hiciéramos una película como hermanas, porque incluso ella se parece más a mí que mi hermana en la vida real. Cuando apareció la idea de volver a trabajar juntos en una película más de dirección y actuación que nos permitiera explorar cuestiones emocionales sobre los vínculos familiares, nos dijimos que ése podía ser el proyecto para hacer con Bérénice. Le preguntamos y dijo que sí, así que Pablo empezó a escribir pensando en ella como hermana.

Hay un asombroso parecido entre Bérénice Bejo y Gusman, como si fueran hermanas en la vida real.

–Después usted y Trapero viajaron a París para ensayar...

–Sí, ella no podía venir antes e incluso llegó una semana después del inicio del rodaje. Más allá de que fuimos y pudimos trabajar juntas, el desafío era cómo construir ese vínculo simbiótico a pesar de la distancia. A eso se sumaba el hecho que no había un universo previo de donde pudiéramos agarrarnos. No era como Leonera, que estaba el mundo carcelario, o Carancho, donde mi personaje era médica. Acá no había nada previo que sostuviera a los personajes como para empezar a construir desde ahí. Estaba el tema de la familia, pero en realidad era una cuestión de vínculos primarios más profundos que nos demandaba reflexión y autoconocimiento para ver cómo podíamos explorar esas zonas. En función de eso, mi propuesta fue ir profundizando en las infancias de cada una mandándonos fotos de momentos importantes, canciones y otras cosas para construir el mundo de la otra. Entonces, cuando llegó acá ya teníamos un nivel de conocimiento mutuo muy grande. Durante el rodaje estuvo viviendo conmigo, por lo tanto había algo muy simbiótico que estaba al servicio de lo que teníamos que hacer.

–Una de las escenas clave de la película, y que muestra qué tipo de vínculo tienen las hermanas, es la de la masturbación.

–Fue una de las escenas más complejas de la película, obviamente. Y es una escena que tiene mucho que ver con lo que dije antes sobre la profundidad de Pablo para abordar el universo femenino. Hay algo instalado en el inconsciente colectivo sobre los hombres masturbándose que no está con las mujeres. Si yo hablo de dos amigos o hermanos masturbándose o compartiendo el placer, podés haberlo visto o no pero posiblemente puedas imaginarte esa situación. En cambio una situación así con mujeres no porque es algo muy tabú. Animarse a plasmar el vínculo en esa escena era muy importante para establecer el nivel de intimidad, simbiosis y deseos que terminan sublimando en Vincent, el personaje de Ramírez. Estas mujeres expresan con la sexualidad todo lo que no pueden expresar de otra forma, cosas que se permiten en ese ámbito que no se permiten en otros, y había que comprender eso en el marco de la historia global para abarcarlo. Estuvimos varias semanas intentando pasar la letra de la manera más neutra posible, lo que fue muy difícil porque teníamos que superar cuestiones tabú y de pudor. Después, una vez que pasó esa inhibición, había que plasmarlo desde una coreografía, porque el nivel de provocación y de incomodidad que uno quiere generar se construye con la posición de la cámara, los encuadres, el juego con los sonidos...

–En la entrevista al suplemento Radar de este diario, Trapero definió a La quietud como un melodrama surreal porque “tiene momentos donde directamente el absurdo ocupa el espacio”. ¿Comparte esa idea?

–Sí, totalmente, la película tiene mucho humor negro. Haciendo algunas proyecciones previas nos dimos cuenta de que el público se reía en situaciones terribles, como por ejemplo en la escena en la que Mía y Esmeralda discuten si una foto es de 1996 ó 1997. La película juega todo el tiempo con lo que se dice y lo que no, con lo que se comunica de otra forma. Por ejemplo, en esa escena lo único que se dice es “96” y “97”, pero en realidad se están diciendo un montón de cosas que de otra forma ellas no se animarían. Ahí está el absurdo: ¿hasta dónde se puede llegar diciendo “96” y “97”? Yo tenía ganas de decirle de todo, pero la consigna era decir solo eso sin moverse. Es todo muy violento y a la vez muy absurdo, algo que también se da en la vida real. A veces los vínculos interpersonales entregan momentos mucho más absurdos y desubicados en los que uno dice: “Che, ¿de verdad me vas a decir esto ahora?”. Creo que con eso también juega la película para generar empatía con el espectador.

–El personaje de Bejo tiene acento francés y el de Édgar Ramírez, centroamericano. Podría pensarse que el hecho que Mía no tenga ningún rasgo vocal distintivo ya marca una separación respecto al resto de los protagonistas.

–Sí, estos personajes son de ningún lado, de todo el mundo a la vez que de ningún lugar. Por momentos el encierro hace parecer que no existen otras personas más que ellos. Parte del entramado, del no poder salir y de las complicaciones en los vínculos tienen que ver con que no hay un afuera. Cada personaje representa de alguna forma su propio universo. En el caso de Mía, ella tiene acción en la pasividad. Para mí la película se divide en dos mitades. La primera tiene que ver con la carga, como si fuera una gran olla a presión en la que se acumulan todas las inquietudes que circulan por debajo de esa supuesta quietud. Incluso el tempo dramático es distinto, mucho menos vertiginoso que el de la segunda. En ese sentido, mi personaje es el más contemplativo, el más callado, el que no logra tener una voz propia porque se funde con los otros: ella es una con la madre, otra con la hermana, otra con Vincent...

–Mía es el personaje más contemplativo y callado. ¿También el más débil? 

–Yo creo que es el más fuerte. Mía tiene una dualidad muy grande. Por un lado hay un costado muy vulnerable, de niña que pretende ser mirada, mimada y reconocida, pero no lo logra y entonces se vuelve frágil, con un costado más de víctima. Al mismo tiempo tiene otro costado fuerte porque es la que logra sobrevivir a esa madre y la que motoriza al resto de la familia para hacer que las cosas se digan por su nombre. Es el personaje más resiliente de la historia, el que mejor logra salir fortalecido de la adversidad.