Desde Barcelona

UNO Hay un nuevo aroma en el aire y una velocidad diferente en la tierra y una mirada muy particular en los rostros de todos. Septiembre. Volver a empezar. De regreso del supuesto oasis que, finalmente, resultó ser el espejismo de que algo acababa. Pero no. Apenas pausa y vuelta a dar vueltas, a seguir. Y nada ha cambiado. La única diferencia es la lluvia larga y gris y esa absurda excitación de los primeros días y la ciudad poniéndose en marcha como uno de esos juguetes con pilas nuevas que, inevitablemente, se irán gastando diga lo que diga ese anfetamínico conejito Duracell. Y entre todos esos todos –quien en las últimas semanas se tomó un respiro para poder jadear singularmente como escritor y personaje y lector de sí mismo lejos de toda realidad plural y coyuntura pública– aquí viene Rodríguez ya pensando en volver a irse.

DOS Porque está más que claro que el nuevo curso no será de los más sencillitos. El verano, además, estuvo bastante tranquilo dentro de lo que cabe. Porque las grandes explosiones coincidieron con un último trimestre de actividades más bien frenético y con Rajoy eyectado para que entrase el aparentemente inmortal Sánchez (Rodríguez sigue sin estar seguro de si se trata de alguien en quien creer con cautela o, apenas, alguien que cree sin límites en sí mismo y si el que alguien crea tanto en sí mismo es suficiente como para creer en él). Por lo demás, ya se sabe. El triste Mundial de Fútbol. La momia de Franco a desalojar (¿exhumación o profanación, memoria histórica o amnesia histérica?; en cualquier caso, récord de visitas al Valle de los Caídos y la históricamente disfuncional y berlanguiana descendencia del Caudillo por primera vez unida y de acuerdo en algo: no nos vamos a hacer cargo de este muerto). La partida de Cristiano Ronaldo a una Italia con mejores condiciones fiscales. Los desacuerdos en el congreso de Partido Popular y las investigaciones por el fantasmal máster de su nuevo jefecito. El primer aniversario de los atentados en la Rambla de Barcelona (con reproches mutuos entre independentistas y constitucionalistas, des/atados con lazos amarillos a sembrar o cosechar, y con turbulencias a intensificarse en la próxima Diada y en la conmemoración del primer y difuso 1 de octubre alentadas por las transmisiones de Puigdemont desde su planeta y cada vez más en plan Kurtz. El siempre ocurrente Trump. El magnate androide paranoide Elon Musk cada vez más parecido al cantante de Radiohead después de una muy pero muy mala noche. Un puñado de turistas matándose practicando el balconing aunque lo que de verdad inquieta es que el turismo extranjero comienza a estancarse o decrecer en España. Las cloacas del Vaticano y sus filiales volviendo a desbordar mierda de pervertidos (con el Papa Francisco admitiendo que “Hemos descuidado y abandonado a los pequeños” cuando tal vez debería decir “Hemos protegido y acompañado a los mayores”). Alguien que entra a alguna parte con cuchillo en alto aullando eso de “¡Allah es grande!” pero nunca precisando sus medidas exactas. y la fascinación morbosa y local por los cataclismos argentinos y venezolanos. Más de lo mismo de lo de siempre.

Tampoco –hasta donde llegó a escuchar Rodríguez– no se consagró ninguna insoportable y contante canción del verano. De ahí que la sensación imperante dentro del pequeño reino de Rodríguezlandia (es decir, las circunvalaciones de su cerebro) sea la dejar para el año que viene lo que puedas hacer la semana entrante. Mientras, comienzan a reaparecer en prensa y noticieros los artículos y segmentos sobre la pertinencia o no del cambio de horario estacional y por cuya desaparición definitiva han votado los europeos ya cansados de esperar una hora más o una hora menos. De prosperar el asunto, habrá qué esperar a qué se decida cuál de las dos (la de verano la de invierno; parece que tañerá la primera) será la hora exacta para unas campanas que, en cualquier caso, seguirán doblando hasta a los indoblegables.

TRES Y, sí, en su momento Rodríguez ha leído a Zygmunt Bauman y a Paul Virilio y a Carlo Petrini y a Carl Honoré, todos ellos profetas de la recuperación de la lentitud en un mundo cada vez más frenético. Pero este verano, en un atardecer de chiringuito, se leyó de una sentada El tiempo regalado: Un ensayo sobre la espera (Libros del Asteroide) de la alemana Andrea Köhler. Un librito sobre una gran tema: la espera como territorio a explorar y los grandes beneficios de ese safari expectante en tiempos donde se ha perdido la ilusión por el arribo de cartas en el buzón o por la sorpresa por el revelado de esas fotos que pudieron salir mal o movidas o sorprendentemente perfectas o por la llegada de ciertas frutas de temporada. Y la realidad cada vez más irreal e imposible del “desenchufarse” estando todo el tiempo conectados en tiempos donde el retraso se sufre en aeropuertos espasmódicos y la espera sólo se padece, sin ningún tipo de anestesia o calmante, con paciencia de paciente en las salas de urgencias de hospitales cada vez menos hospitalarios.

Y Köhler revisita (con múltiples referencias que incluyen, entre muchos otros, a Nabokov, Handke, Barthes, Beckett, Heidegger e, inevitablemente, Proust) ese tiempo no perdido pero sí puntualmente demorado. Y, a su manera, tan productivo. Köhler, en las primeras líneas, apunta algo que a Rodríguez le produjo un escalofrío aunque mientras leía la temperatura ambiente estuviese en los 40 grados: “El ser humano es un animal que espera y es capaz de anticipar la muerte. Pero así como la desaparición de los intersticios y el acortamiento de los tiempos de espera intentan excluir cada vez más lo impredecible, también los rituales de despedida se han adaptado a esa actividad incesante que sin duda altera el escenario del morir. En una despedida hay siempre una pequeña muerte, o al menos la posibilidad de no volverse a ver. Pero, desde que la técnica crea esa conexión constante que nos fija al cordón umbilical de la accesibilidad, la mera idea de que un día faltaremos casi se ha perdido. Y, sin embargo, la espera es un estado en el que el tiempo contiene el aliento para recordar la muerte. No carpe diem, sino memento mori”. 

Después de leer eso, enseguida, la voz de su mujer e hija e hijo (y Rodríguez piensa en esas películas con/de Liam Neeson siempre al rescate de los suyos –porque no hay vínculo más peligroso en ellas que el llevar el apellido de casi todos sus personajes– y deseando ser, también, pariente del irlandés para que éste venga y lo salve de su terrorista y propia familia). Los “suyos” preguntándole, en diferentes tonalidades, lo mismo: ¿Se puede saber a qué estás esperando?

CUATRO Apenas unos días después, Rodríguez ya no tiene gran cosa que esperar, porque todo aquello que lo esperaba ya ha salido a su encuentro y lo abraza como oso más grizzly que peluche. Y Rodríguez se acuerda que, hacia las últimas líneas de El tiempo regalado, Köhler concluye: “Hágase la luz, dijo Dios antes de la creación del mundo, y la luz se hizo sin dilación. En toda imagen del paraíso tenemos el cumplimiento incondicionado, la satisfacción inmediata. Y con cada realización instantánea de un deseo avanzamos un paso en el camino hacia el paraíso. Pero como el hombre es ese ser ‘que alberga infinitos deseos en una vida finita’, como lo define Blumenberg, terminamos abrumados por la proliferación de nuestros deseos. Pues la renuncia a la simultaneidad de deseo y cumplimiento (si es que existe tal cosa) es esencial en nosotros y nos pertenece desde el nacimiento: el cordón umbilical, por el que fluía la leche y la miel, es desechado para siempre tras nuestra aparición en este mundo. Y cada vez que se reduce a un mínimo el lapso de espera entre el deseo y su satisfacción, un dios vengativo exige un precio: el que lo obtiene todo, o lo recibe de inmediato, pierde la dicha de su disfrute”. 

Pero claro, piensa Rodríguez (tentado de apuntarse a esa nueva función de Google que sólo te comunica buenas y “constructivas” noticias), no es lo mismo ganar con la espera que perder la esperanza. 

Así que por qué no desear que, luego de tanto tiempo, por fin, empieza lo bueno. 

O sigue lo mejor, después de todo. 

O al menos eso espera.