El año del León podría describirse superficialmente como una película sobre el duelo. Es que, en gran medida, la ópera prima de Mercedes Laborde gira alrededor de las consecuencias personales (en particular las afectivas, pero también de otras índoles: legales, económicas, del círculo social) provocadas por una pérdida reciente. León falleció, por causas que nunca son explicitadas, y Flavia recorre los difíciles días y no mucho más amables noches con el pesar a flor de piel, aunque con una imprescindible resistencia a dejarse vencer por la angustia o la entrega al vacío. Interpretada con potente delicadeza por Lorena Vega, una actriz usualmente relegada a roles secundarios, la protagonista atraviesa las instancias más cotidianas como si estuviera descubriendo un mundo nuevo y doloroso. “Te tenés que mudar. Esto no tiene sentido”, le aconseja su mejor amiga, sabedora de los recuerdos que la casa esconde en sus recovecos. En su trabajo en la universidad las cosas siguen casi como si nada hubiera ocurrido: las clases, el trabajo de laboratorio, los almuerzos en el comedor.

El año del León es también una película sobre los vínculos entre aquellos que todavía se sienten cercanos, a pesar de la extinción de ese pilar central que los unía. La hija de León –que transita esa difícil etapa entre la infancia y la adolescencia–, con quien Flavia solía compartir tiempo y espacio como una consecuencia indirecta, se enfrenta a la necesidad de continuar esa relación, aunque ahora con relieves inevitablemente diferentes a los del pasado. No ayuda la poco amable comunicación entre Flavia y la mamá de la joven, “la ex” de León. El guión de Laborde va descubriendo esa particular vinculación triangular de a poco, describiendo las formas de la superficie, sin forzar la exposición de su verdadera naturaleza desde un primer momento. Un poco como el resto de la película, que irá revelando otras ansias de la protagonista (la sexual, la de querer recomenzar a pesar de los tropiezos, el cada vez más ostensible deseo de la maternidad) a medida que el verano le cede el lugar al invierno. Las elipsis narrativas marcan, de alguna manera, los capítulos de ese recomienzo emocional.

El año del León es, en última instancia, una película sobre tres mujeres cuya vida ha comenzado a estar marcada, en mayor o en menor medida, por una ausencia. En sus mejores momentos, cuando se concentra en el personaje central, Laborde da en la tecla justa: un arranque de ira que difícilmente hubiera ocurrido en otras circunstancia; la descripción de una actitud maternal que se sabe correcta, quizás porque no se corresponde con un rol real; el gesto decidido y al mismo tiempo resignado ante la posibilidad de un nuevo amor puramente físico. La realizadora evita las estridencias, aunque por momentos intercepte esa baja intensidad con caracterizaciones secundarias un tanto insustanciales. Más allá de esas excepciones –algunas miradas y diálogos demasiado intensos–, la cámara evita los primeros planos y prefiere contemplar a Flavia en su entorno, al mismo tiempo encuadre, hábitat y marco para su reinvención como mujer.