En la década del 30, Cynthia –así, sin apellido– conoció el fulgurante estrellato como socialité, siendo muy requerida en suntuosas fiestas de la elite neoyorkina, donde era habitual verla compartir mesa con figurones como el director de cine Vincente Minnelli (el papá de Liza), escritores, pintores, artistas. No solo le llovían invitaciones para los eventos más sonados del año y cientos de cartas de admiradores: los diseñadores más top morían por vestirla; Cartier y Tiffany la bañaban en joyas; la diseñadora francesa Lilly Daché le enviaba sus sobreros exclusivos. Contaba, además, con su propio palco en el Metropolitan Opera House, y revista Life llegó incluso a dedicarle una portada, ilustrando su exuberante “vida” con imágenes del reputado Alfred Eisenstaedt. Tal fue su famita que ni siquiera Eduardo VIII, ex rey de Gran Bretaña, se privó de extenderle una invitación para su controversial boda con Wallis Simpson... que Cynthia tuvo el tupé de rechazar. Después de cada día glamoroso, acababa Cynthia trozada en siete partes, guardada cada una de ellas en lustrosas cajas negras de satín. Ninguna historia gore: a pesar de “escribir” columnas de moda, hacer breves apariciones en películas y tener su propio programa de radio (donde no hablaba, vale mencionar), Cynthia no era una chica de carne y hueso. Cynthia era un maniquí. Un maniquí que pesaba 55 kilos, tenía pecas en las mejillas y rara vez se mostraba sin un cigarrillo en la mano, siempre montada y emperifollada por su creador, el escultor Lester Gaba. Que tras cincelarla en jabón y yeso para la vidriera de la lujosa tienda Saks de Fifth Avenue en el ‘32, logró acaparar la atención pública gracias a esta muñeca atípicamente hiperrealista y ligera, una rareza en los 30s, que revolucionó el mercado mannequin. Más raro fue, claro, que el hombre decidiera que Cynthia dejase de modelar para vitrinas y comenzase a llevarla a clubes, teatros, restaurantes, donde celebridades se prestaban a la extravagancia, entablando “conversación” con el maniquí. Gaba excusaba la mudez de su modelo con cierta ¿broma? repetida: “Sufre de laringitis crónica”. La gloria duró lo que un suspiro (ese que la inanimada muñequita jamás pudo dar), porque Lester Gaba fue llamado a pelear en la Segunda Guerra Mundial y dejó a Cynthia al cuidado de su madre con instrucciones precisas: debía ser tratada como una estrella, recibir tratamientos beauty en forma semanal. Y en una de esas visitas a la peluquería, alguien la sentó mal, resbaló y se partió en muchos pedacitos, imposible de recuperar. La prensa de época se hizo eco de la tragedia y lamentó la pérdida como si se tratase de una muchacha real. La sucedieron otras creaciones de Gaba, pero ninguna encandiló con su mirada vacía como ella, Cynthia, surrealista colmo de la cosificación.