“Sobrevivir no fue nunca para mí una victoria”, dice Pirina, una estrafalaria profesora de danza butoh que, después de dos años de encierro voluntario, sale a la calle para ayudar a un hombre, que ella cree que cayó a un pozo. En ese volver asomarse al pulso de lo cotidiano entra otra vez en un estado de máxima conmoción, como si intentara juntar los trozos del mundo real en un rincón de sí misma. El extravío quizá sea una condición necesaria para cicatrizar viejas heridas. Valentina y Caco, dos jóvenes alumnos que tomarán clases de butoh y saben cómo escapar del miedo y la esperanza, terminarán ayudando a Pirina y no al revés, como se conjetura al principio de Contradanza (Paradiso), de la inclasificable Blanca Lema. Esta poeta, novelista, guionista de cine y performer de poesía y danza butoh es una artista cuya piedra filosofal es un lenguaje poético radical que le permite avanzar desgarrando lo que no desea ser mostrado. “Siempre inicio una novela desde un impulso muy de la poesía, pero con un imaginario de símbolos y sentidos que la van tramando. Lo que surge desde el comienzo es la dualidad entre la danza clásica, que tiene una cosa más pautada, y esta profesora de butoh que intentó salir de esa rigidez”, cuenta Lema en la entrevista con PáginaI12.

–“Soy sólo presente. Sólo sensación. Desde ese estado, bailo”, dice Pirina. ¿Desde ese “estado” escribe también?

–Una parte de mí, sí, que es la parte poeta, la que empieza a tener un montón de sensaciones que vienen de esa instancia presente en que la poesía nace sin ninguna intención previa. Después eso es recogido, cuando es entendido desde la conciencia, y es llevado por la novelista al módulo que corresponde. 

–¿Por qué Pirina, a la par que necesita de sus alumnos, los rechaza? ¿Quizá porque ve a sus alumnos dóciles y un tanto previsibles?

–Es muy inhóspita con sus alumnos. Ella no entiende por qué, siendo tan convencionales para su mirada, estudian butoh, que no es algo que ayuda en una fiesta a hacer sociales ni a que digan “¡qué lindo bailás!”. Cuando hay respuestas simuladas, arquetipos falsos, se pone de muy mal humor. Y al tiempo, cuando hay alumnos como Diana, que de repente baila en otro estado y con otra poesía, se conmueve protegiéndose de no salir de esa cáscara.

–Parece como si Pirina les tuviera pánico a los sentimientos pero, a la vez, el butoh es una danza que al trabajar con los estados trabaja con los sentimientos, ¿no?

–El butoh es la danza del alma. La autenticidad en el butoh no es como en el resto de las danzas, como podría ser en una danza contemporánea o en el expresionismo alemán, bastante cercano al butoh a partir de Pina Bausch, donde sentir significa ya tener un grado de credibilidad. En el butoh, sentir no es suficiente, sino es ser. Hay una exigencia a danzar desde el alma y desde el hueso, desde lo más interno.

–¿Esta es la primera vez que escribe una novela donde utiliza materiales biográficos?

–Sí, aunque todo sea ficción. Tomé el desafío de que la narradora sea femenina cuando en mi anterior novela, Taper ware, era masculino, y usé un imaginario muy conocido porque fui prácticamente la primera alumna de butoh. Apenas volvió Rhea Volij, fui una de sus primeras alumnas. Yo estaba dispuesta a poner el cuerpo, a hacer esa ofrenda. 

–¿De dónde viene el personaje de La Trapera, esa mujer marginal un tanto epistemóloga?

–En la presentación de la novela, Rhea bailó el personaje de La Trapera, que era un personaje que yo bailaba en sus clases. Antes de escribirla, bailé a La Trapera. El personaje viene de mi infancia, siempre vi la injusticia de señalar en la mujer la locura como algo más excluyente de lo social. Siempre amé a las mujeres que en la calle tuvieron ese encanto de magas, que se han contactado con otros saberes y que están en un estado marginal que las pone en peligro y las protege de no dejar de ser lo que son. Me acuerdo de una mujer que estaba en Barrancas de Belgrano, cerca del tren, que tenía un pañuelito en la cabeza y unas gafas de aviador. Me parecía lo máximo, era mi ídola secreta. Mi madre me criticaba y decía que yo era “sofisticada”, “extravagante” y “exótica” (risas).

–¿Por qué Antonin Artaud es el héroe de Pirina?

–Artaud era mi ídolo en la adolescencia, me pegó durísimo, y lo primero que dije cuando lo leí fue “Yo soy Artaud”. Y la primera vez que vi butoh, dije: “Yo soy butoh, como soy Artaud”. De esa forma llegué a Rhea Volij, que me preguntó por qué quería estudiar butoh, le parecía raro, y le contesté con una desfachatez total: “Yo quiero estudiar butoh porque yo soy butoh” (risas).

–¿Cómo se asocia a Artaud, cuya locura es constitutiva de su obra, con el butoh, cuya idea del alma transmite algo que tiene que ver con cierta serenidad?

–Cuando nació el butoh, después de Hiroshima, lo que se buscaba era entender el estado intermedio entre la vida y la muerte. Mientras la sociedad de posguerra en Japón se había dividido entre los que se replegaban en el pasado y se instalaban en el Kabuki y el teatro Noh, y los que le rendían pleitesía a ese mundo occidental, norteamericano, se instaló en el medio el butoh, que plantea que somos seres humanos a los que les pasó algo y tratan de investigar qué nos pasó. Por eso hacen devenires hacia otras formas de ser y a otras formas de estar entre la vida y la muerte. O sea que el butoh no es tranquilo en el sentido de la no angustia, sino que es de extrema angustia. En un comienzo no fue aceptado en Japón, y sus grandes maestros, especialmente (Tatsumi) Hijikata, se fueron al exilio. Hijikata admiraba a Artaud, esta conexión nace desde el comienzo, aunque yo me enteré después. Cuando Artaud habla del cuerpo vacío, del vacío como carne puesta al asador, tiene que ver con el butoh, solo que el butoh se permite una ironía y una burla, esa pantomima de ciertos estados que no son homenajeables para el ser humano.