Los dedos de la mano derecha de David Leavitt (Pittsburgh, Estados Unidos, 1961) se pliegan como si formaran el pico de un pájaro distinguido que roza su propia cabeza; una forma de expresar cómo impacta en su cuerpo las voces que lo habitan cuando escribe. El escritor estadounidense, autor de un extraordinario libro de cuentos como Baile en familia, además de las novelas El lenguaje perdido de las grúas, El contable hindú y Los dos hoteles de Francfort, se siente como en casa en Buenos Aires, una ciudad donde vivió durante varios meses en 2012. Pero es la primera vez que está invitado al Filba Internacional: hoy a las 18.30 participará del panel “Dulce amargo-amor” junto a Anne Carson y Fernando Savater (Godoy Cruz 2270) y mañana dará una clase en inglés, “El habla escrita”, sobre cómo construir diálogos, en la biblioteca del Malba (Figueroa Alcorta 3415). “Yo tuve un maestro famoso de escritura, Gordon Lish, que me decía que no se podía escribir diálogos en los cafés. Pero las reglas existen para romperlas”, cuenta Leavitt en la entrevista con PáginaI12.

–¿Cómo hace para escribir diálogos que parecen conversaciones, que fluyen con tanta naturalidad que no se percibe el artificio?

–Yo trabajo los diálogos cuando escribo; tiene mucho que ver el oído y cómo suenan las palabras en mi mente. El diálogo logrado no es una transcripción literal del mundo real, sino que viene de las voces interiores que habitan al escritor. Lo mejor que he leído acerca del diálogo son unas notas de Elizabeth Bowen, que decía que el escritor no puede dejar que la gente “hable”. El diálogo debe ser puntiagudo, intencional, relevante. El lector interpretará lo que los personajes están diciendo, más allá de lo que dicen las palabras de la superficie. 

–¿El peligro de estar atento al oído es que el lenguaje utilizado, las expresiones, pueden envejecer rápidamente?

–Sí, es cierto, hay que tener mucho cuidado con los modismos y con las expresiones que se escuchan en este momento. En la novela que estoy escribiendo ahora un personaje se queja del lenguaje de los jóvenes, especialmente de la expresión “do the math”, que significa algo así como encontrar la solución o el sentido uno mismo.

–¿Qué palabras no deberían entrar en una novela?

–Podrían entrar todas, pero teniendo cuidado. Yo intento no usar palabras obscenas o vulgares. El escritor noruego Karl Ove Knausgard plantea la cuestión de abandonar la elegancia en la escritura para escribir de una manera desprolija. Este aspecto es un poco controversial porque hay una pregunta que nos interpela a los escritores: ¿es importante el estilo? Yo creo en el estilo, yo no puedo abandonar el estilo, la elegancia. Pero ahora entre los escritores jóvenes está de moda escribir mal. Y cuando se les reprocha lo mal que escriben dicen: “yo escribo como Knausgard” (risas). Se ha convertido en una excusa para los malos escritores.

–¿Por qué no puede abandonar el estilo?

–El estilo es importante más que nunca en esta época digital en la que cualquier persona puede escribir un texto, aunque no pueda hacerlo de una manera bella, inteligente, como un escritor. Un escritor como Knausgard pone en cuestión el estilo: ¿es posible renunciar al estilo? Quizá sea posible para él renunciar al estilo, pero tratar de imitar a Knausgard puede ser peligroso. Mi escritora preferida, Cynthia Ozick, tiene una gran frase: “la influencia es una perdición”. Y perdición es una palabra bíblica.  

–Quizá hay en la literatura, en la escritura, un aspecto religioso, en el sentido etimológico de “re ligar” por la intensidad de conexión con los otros…

–Sí, me parece que hay escritores que tienen una conciencia casi religiosa cuando hablan de la escritura. La literatura es una religión y como cualquier religión exige mucho de uno, mucho más de lo que te puede dar. 

–Una de las reglas para un aprendiz de escritor, que aparece hacia el final de la novela “Los dos hoteles de Francfort”, es: “Nunca permitas que el narrador en primera persona se salga de su radio de observación”. Además, hay una pregunta que se hace ese narrador: “¿Dónde traza uno la línea entre observación y sueño?”. ¿De qué modo lo interpela este interrogante?

–Después de escribir tres libros en primera persona, ahora estoy escribiendo una novela en tercera. Escribir en primera persona es difícil porque el narrador es el escritor, pero también es el personaje. La idea de sueño viene porque el personaje no es David Leavitt, no soy yo… Me encanta cuando el narrador se desvía de las reglas y se refiere a cuestiones que yo no puedo saber; es como una especie de truco, de magia. El punto de vista siempre es una cuestión muy complicada de la narración.

–¿Por qué en algunas de sus novelas la figura de los escritores está puesta en el lugar del loco?

–Los escritores estamos locos (risas). Tienes que ser un poco loco para ser escritor, tienes que vivir en un mundo de ensueño, tienes que ser casi un poco esquizofrénico. Cuando escribo, la mitad de mi cerebro está en otra parte. Si no fuera escritor, estaría definitivamente loco. A veces se pierde la capacidad de distinguir entre los dos mundos: el mundo de tu vida y el mundo de tu libro; es muy difícil hacer ese viaje entre mundos. La novela que estoy escribiendo sucede exactamente de enero a mayo de 2017. Es imposible decir que uno está escribiendo sobre el presente porque las cosas cambian tan rápido que la sensación es que pronto quedan en el pasado. El presente es tan inestable que esa es una de las cuestiones del libro.

–¿Cuánto tiene que ver Donald Trump con esa inestabilidad?

–Trump hace que todo sea más inestable. Quizá sea algo nuevo para los estadounidenses, pero no creo que la inestabilidad sea algo nuevo para los demás en el mundo. Hemos tenidos malos presidentes, pero nunca tuvimos un presidente delirante con tendencias totalitarias. Por Trump vemos de frente el problema del sistema electoral en Estados Unidos… Podría hablar durante horas sobre Trump, pero nos vamos a deprimir.