“América Latina –observó Aníbal Quijano– fue el espacio original y el tiempo inaugural de un nuevo patrón de poder”: el régimen que hace cinco siglos enhebró un sistema de explotación social bajo la hegemonía del capital con un sistema de dominación social fundado en la raza (concepto producido “en el momento mismo en que comienza la violencia de la conquista”). Ambas lógicas de poder se ensamblaron con una preexistente, el dominio patriarcal. “Todo varón parecía ser por definición superior a toda mujer hasta el día en que la raza es parte de la materialidad de las relaciones sociales. A partir de entonces –fechó Quijano–, toda mujer de raza ‘superior’ es por definición superior a todo varón de raza ‘inferior’”.

Son justamente esos dos sujetos, una mujer “blanca” y un hombre “indígena”, mientras son reconfigurados por la naciente taxonomía del poder, los que durante la conquista protagonizan la recuperación de antiguas leyendas de procedencia diversa para conformar una leyenda nueva, americana, el mito de la cautiva. Como si se rebelara contra el último eslabón de la cadena de jerarquías sociales que ya lo sojuzga, al borde de ese abismo en el que va a caer, un hombre “indígena” (y no cualquier hombre, un líder, un héroe, un cacique) secuestra y retiene en su comunidad a una mujer “blanca”. A diferencia del sometimiento que ejerce el hombre “blanco” sobre la raza “inferior”, aquí no hay esclavitud, ni explotación. En el origen del rapto y el cautiverio –esto dice el relato– está la pasión amorosa y su devenir se asocia con la guerra por la madre tierra (ya escribió Denis de Rougemont que “el instinto de guerra y el erotismo están fundamentalmente vinculados”). 

Claro que el mito que perdura es un legado de los conquistadores. La primera expresión registrada data de comienzos del siglo XVII y se encuentra en un manuscrito de Ruy Díaz de Guzmán. Es a partir de esa narración del rapto de Lucía Miranda por los timbúes Mangoré y Siripó que Horacio González, en su ensayo La Argentina manuscrita: La cautiva en la conciencia nacional, comienza a seguir el hilo de la mujer cautiva para tejer una trama de continuidades, recurrencias y variaciones en la literatura nacional, y para esbozar, de paso, una “pequeña crónica de la crítica literaria”.

“Tanto el cautiverio, como el secuestro, las figuras del rehén, del prisionero o del perseguido tienen honda actualidad. Y mucho más la tienen los numerosos movimientos de reivindicación femenina que recorren el mundo, con efectos de invitación a la reflexión profunda sobre la vida en común”,  escribe González al inicio del libro, como si tuviera que justificar –como sentía Borges– su “laborioso amor por estas minucias”. 

En la leyenda de la cautiva, que carga la semilla de la disyuntiva entre civilización y barbarie, González examina cómo la literatura representa tensiones en el origen de la comunidad nacional, tragedias asociadas a un territorio, las modalidades que asumió y sigue asumiendo el patriarcado; cómo esa comunidad sigue hoy reescribiendo aquel relato, literal o metafóricamente. También, la ambivalencia de la cautiva, la “extraña dialéctica” entre su cautiverio y su liberación.

El corazón del ensayo es la lectura gonzaliana del texto de Ruy Díaz de Guzmán,   en su edición impresa, La Argentina manuscrita, publicada a mediados del siglo XIX por Pedro de Angelis. La prosa alusiva y zigzagueante de González (marca registrada) recorre entonces un camino de curvas y contracurvas que pasa por las versiones de la leyenda que escribieron Echeverría, Eduarda Mansilla (la hermana de Lucio V.), Borges, César Aira y otros, por su aparición fugaz en un texto de Alberdi o en el Martín Fierro, en permanente remisión a los estudios ya canónicos del tema y a los autores que González no quiere esquivar: Sarmiento, Rojas, Martínez Estrada, Hudson. El don de la digresión oportuna le permite revisitar, a la vera del camino, a Shakespeare, a Gramsci, a T. E. Lawrence... y cerrar con páginas dedicadas a la novela El traductor, de Salvador Benesdra. La mera enumeración puede hacer temer un efecto dispersivo, sucesivos microensayos dentro del ensayo general, pero en el libro eso lo conjura una mirada siempre reflexiva y retrospectiva, como la del profesor al final de una clase, paciente y amable con alumnos que todavía no comprenden su urgencia. 

En un pasaje, después de citar una descripción que Ruy Díaz de Guzmán hizo hace siglos del territorio que hoy es la Ciudad de Buenos Aires, González se pregunta: “¿Qué estamos leyendo? ¿A qué sustituyeron esos nombres de santos o patriotas que ahora pronunciamos? Quizás es una forma del tiempo entrevista en nuestra propia desesperación –tolerada, resguardada con fina resignación–, de que hubo en el mismo terreno que nosotros pisamos otros pasados, otros nombres, otras vidas. Y de ellas solo sabemos de su difuso contorno, de su vaporosa forma de hacernos creer que podemos aprehenderlas”. La misma fascinada extrañeza despierta leer la literatura nacional con los ojos de Horacio González.