La más grande proeza del fútbol argentino no sucedió en 1986 en el estadio Azteca de México ni la capitaneó Diego Maradona. No. La epopeya más notable de todos los tiempos se dio en Manchester, un día como hoy, hace 50 años exactos. Cuando, con todo en contra, el humilde Estudiantes de La Plata empató 1-1 con el poderoso Manchester United en Old Trafford y alzó la Copa Intercontinental, el título mundial de clubes de aquel entonces. Nadie daba nada por el equipo que Osvaldo Zubeldía venía armando desde 1965. Nadie creía que podía sostener el escueto 1-0 (gol de Marcos Conigliaro de cabeza) que había alcanzado en el partido de ida jugado en la Bombonera. Pero Estudiantes pudo. Y pudo con las armas que lo llevaron a las mayores glorias. Mente fría, corazón caliente, pierna fuerte y el genio de Juan Ramón Verón.

Hay un nombre que enhebra las dos gestas históricas: el de Carlos  Bilardo. Fue protagonista como jugador en 1968 y como técnico en 1986. Y en Manchester y en México concentró sobre sí, los mayores reconocimientos y en paralelo, las críticas más feroces. Y las sigue concentrando. Porque a 50 años precisos de aquella tarde del 16 de octubre de 1968 que la Argentina vivió pegada a las radios (recién un año después, en 1969, pudo empezar a verse el fútbol en directo vía satélite), el juicio histórico a aquel Estudiantes sigue abierto. En plena discusión.

Los viejos periodistas de los medios porteños que siguieron todo su ciclo por las canchas de América y de Europa, todavía asocian aquel equipo con el antifútbol y las viejas triquiñuelas que había aprendido a usar para ganar la Copa Libertadores de 1968, y que siguió usando luego para lograr dos Libertadores más (1969 y 1970) y jugar otras dos finales Intercontinentales con el Milan italiano y el Feyenoord holandés. Remarca aquella crítica que el mismísimo Dante Panzeri en sus columnas en el diario El Día de La Plata denunció con firmeza los excesos y las demasías de un equipo dispuesto a usar todos los recursos, los limpios y los sucios, con tal de saciar su extraordinaria voluntad de triunfo.

Pero con el tiempo, otra corriente periodística decidió apartarse de la leyenda negra de los alfileres de Bilardo. Y poner la mira en el equipo chico que desde el Country de City Bell, desafió la historia y que entre 1967 y 1968, peleó y ganó todo: en 1967 fue campeón Metropolitano quebrando la hegemonía que los cinco grandes ejercían desde la instauración del profesionalismo en 1931 y luego, subcampeón Nacional. En 1968, ganó su primera Libertadores al cabo de tres finales terribles con Palmeiras en La Plata (2-1 con un golazo sensacional de Verón), San Pablo (1-3) y Montevideo 2-0 (con goles de Felipe Ribaudo y Verón) y fue subcampeón Metropolitano perdiendo la final por 2-1 en el alargue con los sensacionales Matadores de San Lorenzo.

Para aquella final, Estudiantes se concentró una semana antes en Lymm, un apacible pueblito a 20 minutos de auto en Manchester. Y Zubeldía echó mano a todo lo que tenía. Para defender el 1-0 de la Bombonera y volver con la Copa, necesitó, desde luego, de sus lugartenientes Bilardo y Pachamé. De la vehemencia de Ramón Aguirre Suárez y el “Tato” José Hugo Medina, de la fibra de su capitán Oscar Malbernat y de la disciplina de Néstor Togneri para hacerle marca personal a Bobby Charlton, el crack organizador del Manchester. Pero también de los piques de Ribaudo y Conigliaro por todo el frente de ataque, la calidad y la pegada de Raúl Madero en el fondo, de la sangre fría de Alberto Poletti bajo los tres palos y sobre todo, del talento de la “Bruja” Verón.

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Manchester presionó sobre el final del partido buscando el segundo gol.

A los 5 minutos del primer tiempo y en medio de un clima de tensión irrespirable, con 60 mil ingleses gritando bajo una llovizna fina, hubo un foul de Dunne a Verón sobre el costado izquierdo del ataque “pincha”. Madero puso la pelota de zurda contra el segundo palo y el cabezazo de arremetida de Verón puso el 1-0 para el equipo argentino. Los relatores de las radios argentinas, con José María Muñoz y Fioravanti a la cabeza, gritaron el gol en medio de la platea del Manchester. El ambiente se había puesto demasiado espeso.

Manchester buscó de todas las maneras el milagro de una victoria por 2-1 que condujera a un tercer partido en Madrid a las 72 horas. Pero no hubo caso. Togneri desactivó por completo a Bobby Charlton, Bilardo hizo lo propio con Crerand, Pachamé ganó todo parado al borde del área grande, el legendario George Best se cansó de chocar y perder con el pétreo Aguirre Suárez y los minutos fueron pasando. Estudiantes se metió bien atrás, aguantó las estocadas desesperadas y recién le empataron sobre el final con un gol de Morgan, mientras del cielo caía agua y de las tribunas, todo tipo de proyectiles.

Enronquecido, parado delante de los plateístas que le pegaban con sus paraguas para hacerlo sentar, Muñoz entregó por Radio Rivadavia, acaso el mejor relato de su carrera. No había televisión, el partido se jugaba en el teatro de la mente y las emociones galoparon hasta que el último pitazo del árbitro yugoslavo Zecevic decretó el milagro y la hazaña: Estudiantes campeón del mundo. Increíble pero real, toda la Argentina salió a la calle a gritarlo y a celebrarlo, sin distinción de colores. Hace 50 años, era otro país.

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La vuelta olímpica que quedó en la historia grande del fútbol.