Resulta extraño y algo sospechoso que la traducción del título Crazy Rich Asians elegida para el mercado latinoamericano haya dejado caer el “asiáticos” sin mayores explicaciones. ¿Simple cuestión de estilo gramatical? Tal vez las razones sean similares a las que recibió indirectamente Bruce Lee, hace casi cincuenta años, cuando le bajaron el pulgar a un posible papel protagónico en la célebre serie Kung Fu: el público, decían, no estaba preparado para un actor que no fuera blanco en la cima del reparto (el joven californiano decidiría en consecuencia regresar a Hong Kong, donde había pasado una parte importante de la infancia y adolescencia, para reanudar su carrera cinematográfica, y el resto es historia). Resulta extraño porque el cast de Locamente millonarios es excluyentemente de origen asiático –aunque nacidos y criados en sitios muy diversos, desde Malasia a Londres y desde la capital de China a Richmond, en el centro de la costa este de los Estados Unidos– y gran parte del atractivo y espectacular éxito en su país de origen se debe, precisamente, a su condición de película “asiática”. A no confundirse: la película es ciento por ciento “americana” en sus formas, usos y costumbres, un universo en el cual todos hablan en inglés, incluso cuando deberían hacerlo en mandarín o cantonés. Pero más allá de esas consecuencias de la lógica del mercado, son las diferencias culturales instaladas en el ADN del guion las que hacen que el largometraje de Jon M. Chu (otro californiano, nacido en Palo Alto) se haya transformado en un fenómeno popular, con 170 millones de entradas vendidas sólo en los EE.UU. Sin esas cualidades, la historia de una joven de esforzada clase media que, un buen día, descubre que su prometido es miembro de una familia de multimillonarios instalada en Singapur, podría transcurrir en cualquier lado, en cualquier ámbito: dentro de la realeza europea, en el seno de las más adineradas familias de un país de Sudamérica o, por qué no, en el contexto de la mafia rusa. Basada en la novela satírica de Kevin Kwan, otro éxito de ventas que ya lleva publicadas dos secuelas tan populares como el volumen original, Locamente millonarios se estrena en Argentina sin las referencias asiáticas en el título, aunque basta con ver el afiche para caer en la cuenta de que en esta historia romántica de raíces tradicionales no hay lugar para los white people problems. Aunque sí, desde luego, para los problemas de los ricos y famosos. Que suelen ser idénticos en casi todos los casos, más allá del color de la piel.

En el inicio, chica y chico ya se conocen y la relación está lo suficientemente afianzada como para que Nick (el debutante Henry Golding, famoso presentador de The Travel Show en la tevé británica) invite a su novia Rachel (la actriz estadounidense, hija de padres taiwaneses, Constance Wu) a acompañarlo a la boda de su mejor amigo en Singapur. Antes de eso, un prólogo a mediados de los años 90 en Londres, durante una noche lluviosa, presenta en sociedad a Eleanor Young, la madre de Nick, viuda y heredera de los vastos negocios familiares y, ya de regreso en el presente, la más aguerrida, dura y difícil de las suegras posibles. En ese papel brilla, fiel a su costumbre, la notable Michelle Yeoh, cuya carrera en el cine hongkonés, chino e internacional, desde su debut en 1984 -en un papel minúsculo, en una comedia olvidada-, atraviesa géneros, formas y estilos, incluidas las artes marciales. Más allá de los papeles secundarios y alivios cómicos de ocasión (por allí andan el comediante Ken Jeong, el “chino” de ¿Qué pasó ayer?, y la hiphopera Nora Lum, alias Awkwafina) es ese triángulo de personajes el que lleva adelante el peso de la historia. Recapitulación. Chico y chica se conocen de antemano y viajan a Asia (para ella, profesora universitaria, hija de madre soltera inmigrante, se trata de una primera vez), chica descubre que su chico viaja en primera y es heredero de una fortuna incalculable. Comienzo a los tropezones, en particular ante la madre del chico, confusiones, pedido de casamiento, primera pelea, intento de reconciliación, su ruta. Hasta el final feliz, como en toda comedia romántica que se precie de serlo. La llegada a la ciudad de Singapur viene acompañada, en la banda sonora, de uno de los más grandes éxitos de Grace Chang, cantante y actriz famosísima en todo el sudeste asiático durante los años 50 y 60, cuyas películas fueron producidas en Hong Kong por la rama cinematográfica del pulpo empresarial Cathay Organisation. En una de las tantas referencias (no tan) ocultas de la película, el dueño de esa compañía dedicada al cine, el magnate Loke Wan Tho, era el hijo díscolo del poderoso clan Loke, de origen chino e instalado firmemente en Singapur. Cualquier similitud con la realidad...

Los medios más importantes de los Estados Unidos se han hecho eco de la inesperada popularidad del film y han destacado, sin apuros ni demoras, que el de Chu es el primer largometraje en veinticinco años producido por un gran estudio (en este caso, Warner Bros.) dirigido y protagonizado por asiático-americanos. La referencia es, desde luego, a El club de la buena estrella, la película de Wayne Wang basada en la novela homónima de Amy Tan que narra la relación entre cuatro mujeres y sus respectivas hijas, y de cuyo reparto participaba la actriz Lisa Lu, la abuela extremadamente conservadora de Locamente millonarios. El “lujo asiático” –frase local que aquí puede aplicarse a la perfección– es ostentoso y los dardos satíricos de la película al respecto son varios y diversos, hasta que terminan por ser absorbidos en la trama como un elemento más. Incluso uno importante. Al fin y al cabo, ¿acaso los personajes no parecen príncipes y princesas, aunque surgidos del lodo del pueblo, aristócratas sin más título nobiliario que el del poder del dinero? Tal vez por eso la película aún está esperando autorización para su estreno comercial en el territorio continental de China, donde tal vez nunca llegue a ser apreciada de manera legal. Es probable que la imagen de un puñado de hombres y mujeres de origen chino derrochando billetes a cada paso no termine de convencer a los defensores del dogma comunista, que sigue latiendo en el corazón de una sociedad, irónicamente, cada vez más atada a las reglas del capitalismo.