Rosi Mendicino es una escritora con oficio. Es alguien que hizo de la escritura y, obviamente, de la lectura asidua, una de las cosas importantes de su vida. Y ejerció ese oficio con pasión; tal vez, sin pretensión de profesionalismo pero, ciertamente, con esa dedicación casi escrupulosa –metódica, persistente, obstinada− con que encaran su oficio los que realmente aman lo que hacen.

Esta característica de la autora es lo primero que se evidencia en la lectura de “Cuatro paquetes de veinte” una petit nouvelle conmovedora, simple y profunda; tal como suelen ser las tradiciones, que se transforman en costumbres y usos populares, en cualquier parte del mundo. Rosi Mendicino muestra su oficio: sabe reconocer las “herramientas literarias” y sabe usarlas; conoce muy bien la materia prima con la que trabaja –nada menos que las palabras; material esquivo, huidizo como pocos− y las usa eficazmente.

La novela, la historia que narra Mendicino en la novela, transcurre en la isla italiana de Cerdeña. Más precisamente, en la Cerdeña más rústica, más sencilla y popular. Y rescata una vieja tradición, una costumbre popular hoy abandonada. Costumbre difícil de comprender para nuestra cultura y nuestros prejuicios, costumbre que calificaríamos, al menos, de terrible, de inhumana. 

Cuando el tema principal de un relato es trágico, quien relata puede elegir hacerlo en un tono también trágico o, al menos, serio, circunspecto. Puede elegir hacerlo livianamente, minimizando la crueldad, la inclemencia o la tristeza. Rosi Mendicino eligió contar esta historia a través de pequeñas historias de diversos personajes de algún pueblo de Cerdeña. Son historias de vida. Por lo tanto, son historias de tristezas y alegrías, de despedidas y encuentros, de esperanza y desazón... historias de amor que viven los protagonistas. Y, como un hilo invisible que une todas esas pequeñas historias, la presencia de la “acabadora”. 

La vida de cada uno incluye la muerte. La muerte de los demás. Del mismo modo que nuestra propia muerte está incluida en la vida de los otros. La muerte, con todo lo angustiante y triste que encierra. Todos los pueblos han tratado de darle a la muerte un sentido, una explicación que amortigüe esa angustia y esa tristeza; lo han hecho con mitos, con tradiciones. Tratando de incorporar esa realidad del fin de la vida a la vida misma. Algunos, por ejemplo, hablan de una continuidad de la vida en otra “dimensión”, otros en la reiteración de la vida a través de la reencarnación. Pero siempre tratando de aligerar su impacto. Los sardos no han escapado a esta necesidad y lo han hecho definiendo a la vida con esa expresión que da título a la novela “Cuatro paquetes de veinte”. Una simplificación que sin lugar a dudas, y sin pretensión de exactitud matemática, marca un ritmo al vivir dividiéndolo en períodos que se diferencian entre sí por aquello que se puede vivir en cada momento. Pero es sólo eso: cuatro paquetes de veinte. Cuando el último paquete se abrió y se gastó... inexorablemente llega la muerte. Cuando ésta llega, lo puede hacer rápidamente o en una agonía más o menos larga pero siempre dolorosa. Aquí entra en escena y cumple su misión la “acabadora”. 

“Cuatro paquetes de veinte” es una novela que se lee rápido y con poco esfuerzo de lectura. Porque más allá del tema –inquietante, controvertido, difícil− que va uniendo las historias, la autora le imprimió al relato un ritmo ágil, dinámico. Una prosa sencilla pero precisa, nada más que las palabras necesarias para decir lo que quería decir y permitirle al lector el juego de la imaginación.

Cada persona –cada lector− tiene un “nivel” de sensibilidad distinto. Quizás aquellos que sean muy sensibles, negativamente,  al tema de la muerte, puedan verse increpados con cierta dureza. Sin embargo es una novela para todo público. Rosi Mendicino ha desarrollado esta historia con simpleza, con naturalidad, sin juicios moralistas o moralizantes, dejando en claro implícita pero evidentemente que lo que importa siempre es la vida y, dentro de la vida, el amor.

 

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