A comienzos de la década de los 90, cuando la dictadura pinochetista que aplastó a Chile durante más de 15 años recién terminaba, la sociedad de ese país era como un perro al que habían mantenido atado durante toda su vida y al que de golpe le aflojaron la correa. Entonces, en un inesperado descuido, el perro aprovechó para escaparse y correr, aunque sin saber bien para dónde ni para qué, pero lejos de la mano que lo retenía. Dicho de manera reduccionista, esa podría ser, quizás, una de las metáforas sobre las que la joven y emprendedora directora Dominga Sotomayor se apoyó para construir la historia de Tarde para morir joven, su tercer largometraje. Es además un elemento importante de la película, que aparece ya en la primera escena.

Un puñado de chicos de distintas familias se amontona dentro de un auto que los lleva a su último día de clases y Frida, la perra de Clara, una de las nenas, corre detrás del auto hasta que este consigue dejarla atrás. Pero ella no se detiene y sigue su carrera por el camino polvoriento. Es lo último que sabremos de Frida. La historia de Clara es además una de las tres que la directora usará para contar la suya, la de una comunidad que vive apartada de los grandes centros urbanos, en un territorio agreste al pie de los Andes, y se prepara para la fiesta de Año Nuevo.

Dentro de esa comunidad, a la que se puede catalogar como un exponente de hippismo tardío, a Sotomayor le interesan más las dinámicas que se dan en los vínculos entre los chicos, aunque siempre con un ojo puesto en el contraplano necesario que representan los adultos. Siguiendo en la misma línea de la figura del perro, los tres protagonistas, Clara, Sofía y Lucas, tienen menos de 16 años. Es decir que literalmente nacieron y vivieron toda su vida en el cautiverio de la dictadura. En el caso de los dos últimos, el final de esta coincide con el período más álgido de la adolescencia, potenciando la confusión y los deseos desesperados de apropiarse de todas esas nuevas libertades, reales o simbólicas, para las que nada ni nadie los preparó.

En el caso de Sofía, interpretada por el joven actor transgénero Demián Hernández, se trata de encontrarse tironeada entre sus propios deseos y los ajenos, entre sus necesidades e imposibilidades y las de los demás. Aunque es la mejor amiga de Lucas, quien de forma evidente está enamorado de ella, Sofía se involucra con Ignacio, un joven bastante mayor que la seduce cuando reconoce que ya no es una nena. Para ella esa experiencia equivale a “soltarse del collar y correr”, sin saber que puede acabar extraviada como Frida. Y Lucas, un poco más lento en su desarrollo, no podrá hacer más que resignarse a ser testigo de ese proceso y sufrir en silencio, imposibilitado de intervenir como quisiera.

Clara mientras tanto consigue que su madre se encargue de buscar a Frida y creyendo haberla hallado, van hasta la casa de una familia humilde que tiene una perra parecida. Pero la señora de la familia humilde les dice que esa es su perra, que se llama Cindi y que es la mascota de su hija. Entonces la pose progresista de la familia hippie se desmorona: la madre de Clara hará valer la diferencia de clase (porque ser hippie nunca significó ser pobre) y termina aprovechándose de la necesidad ajena, para llevarse a Cindi por unos cuantos pesos. Tal vez sea posible leer en esta escena una nueva metáfora: la libertad recuperada en 1990 podrá ser parecida, pero no es la misma que la que se perdió en 1973. La revelación trae consigo el golpe del desengaño y este se convertirá en el comienzo del duelo que implica admitir que lo que se perdió es irrecuperable. La niñez, los sueños, Frida. Aquella libertad.