La recuperación de la democracia argentina en 1983 tuvo el signo del liberalismo democrático. Es decir de la doctrina emergida triunfante después de la segunda guerra y de la caída de los regímenes autoritarios en los países derrotados. La “transición” en Argentina y en todo el Cono Sur se inscribe también en el capítulo sudamericano de lo que el politólogo estadounidense Samuel Huntington llamó la tercera ola democrática, cuyo comienzo ubica en la caída del régimen dictatorial en Portugal en 1974 y en la que incluye a la España posfranquista, a la Grecia posterior a la derrota de la dictadura de los coroneles y a la caída del sistema socialista hegemonizado por la Unión Soviética.

Alfonsín dotó al liberalismo democrático de una épica fundacional. Sostuvo que su ausencia histórica en el siglo XX argentino había sido la condición de nuestro fracaso nacional. Y la causa de ese fracaso político había sido la división de las fuerzas populares que creó las condiciones para el periódico asalto de las dictaduras militares sobre la constitución. El relato alfonsinista expresó el tiempo fugaz de una ilusión democrática entramada con una promesa de cambios sociales de signo progresista, implícito en la asignación que hacía el entonces presidente de la causa de nuestra inestabilidad democrática a la utilización de las fuerzas armadas como mascarón de proa de las clases poderosas para la defensa de sus intereses. 

La primavera democrática argentina duró poco. Nacida en el contexto de la crisis económica regional desatada a partir del colapso mexicano provocado por la deuda y agravada como siempre por la intervención del FMI.  El empeoramiento paulatino de la situación económica combinado con la tensa situación relacionada con los juicios a los terroristas de Estado que desembocaría en las sublevaciones de la semana santa de 1987,  marcó el cierre de la etapa optimista del liberalismo democrático.  Después vendría la hiperinflación y el menemismo con su plan de convertibilidad que estallaría por los aires una vez que el nivel de endeudamiento resultó intolerable para los administradores del orden global. A esa altura, desde mediados de la década del noventa, el liberalismo había dejado de ser –en el país y en el mundo– un régimen signado por la confianza en el porvenir; ahora era más una amenaza que una promesa. El capitalismo gobernado por la fracción financiera de las grandes corporaciones globales ya no era el final feliz de la historia sino el último reducto de defensa contra el “totalitarismo” que había implosionado en el este europeo. 

El hecho es que las infaustas noticias que en estas horas vienen de Brasil parecen confirmar lo que podía intuirse como la tendencia a una crisis profunda del liberalismo democrático. La combinación de motivos clásicos del fascismo con el alineamiento con Estados Unidos que caracteriza el discurso del triunfante Bolsonaro presagia un cambio de época. Un cambio, hay que decir, que ya estaba planteado en el triunfo de Trump y en el incesante crecimiento de fuerzas antisistema de distinto signo en los países europeos. El envoltorio pacífico, parlamentario y políticamente educado del capitalismo neoliberal vive una profunda crisis cuya proyección es amenazante en todos los terrenos de la vida humana: desde la más elemental de la sobrevivencia de grandes masas de personas en el contexto de hambrunas colectivas, persecuciones raciales y xenofóbicas, destrucción ambiental y una guerra mundial por partes, como la define el papa Francisco, hasta la insinuación de un cambio de régimen político en la dirección de un cierre de libertades individuales y colectivas y la violencia estatal punitiva que hoy empieza a ser un discurso convocante de masivas adhesiones.

Es necesario pensar estos temas desde la perspectiva de nuestra coyuntura política. Debilitado en la opinión popular y envuelto en un espiral que conduce al derrumbe de la economía argentina, el gobierno de Macri está anunciando sus promesas electorales a través del proyecto de presupuesto: promete recesión, retroceso de la industria, caída del salario y profundización del deterioro social. Y también un aumento del déficit, porque una cosa es no contar el pago de los intereses de la deuda en el cálculo del mismo y otra muy diferente es no pagar esos intereses. En ese marco, la tentación de subirse a la ola del vecino Brasil es muy grande. Los hechos de represión que rodearon el tratamiento de ese presupuesto son una muestra; las bravuconadas contra las personas extranjeras injustamente detenidas forman parte de la “demagogia social” del gobierno. El macrismo tiende a la bolsonarización. Y no puede descartarse que surjan otros admiradores del nuevo “milagro brasileño” tratando de pescar en río revuelto.

¿Qué será del liberalismo democrático en Argentina? Por lo pronto no aparece un partido ni un movimiento que lo reivindique. La memoria alfonsinista parece haber colapsado en la UCR. En el interior del peronismo, hay personas, como Pichetto, que parecen apretar el acelerador de la demagogia populista de derecha, como parte de una eventual campaña electoral. ¿Cómo pensar esta cuestión desde una estrategia de recuperación de un rumbo nacional, popular y democrático? Hace dos años la ex presidente Cristina Kirchner, en una charla que dio en la facultad de filosofía y letras, dijo que su mayor orgullo era que durante sus mandatos ninguna persona fue perseguida por sus ideas. La frase se perdió en la hiperinflación de palabras que caracteriza a nuestro tiempo. El rescate de esa reivindicación es urgente. El liberalismo tiene una merecida mala fama en el discurso nacional-popular argentino por la sistemática alineación de sus cultores con los intereses oligárquicos. Pero hoy hace falta recuperar una épica liberal de la tolerancia y el pluralismo que viene de los grandes pensadores de esa tradición de pensamiento. No puede esperarse que esa recuperación –necesariamente crítica– la hagan en Argentina los neoliberales. No la hizo en Brasil Fernando Henrique Cardoso, que asistió silencioso a las horas cruciales del cambio de régimen. No la harán aquí los que siguen predicando las bondades del FMI y menos los que militan en la construcción imaginaria de un enemigo interno para justificar su salvajismo clasista. El protagonista tendrá que ser el mundo de quienes creen que la libertad de las personas es inseparable de un horizonte de igualdad y defensa de la soberanía nacional.