El “progresismo” gusta de su programa más o menos impreciso. Le alcanza la confianza de ir para adelante intuyendo que los obstáculos de la historia se diluyen rápido. ¿Cuánto dura una pesadilla? La medida del progresismo son tiempos cortos para un mal sueño y todas las garantías de la razón para ver cómo se apartan las rémoras del camino. ¿En Brasil el progresismo no supo ver los listados que hacen los encuestadores? Ellos en general nos dicen, que tanto allá como aquí, existe una preocupación popular por la seguridad, luego por la inflación, luego –y quizás en primer lugar–, por la necesidad de “evaluar docentes”. Continuando por la corrupción, quizás no antes de las penurias económicas. Y después, a preguntas inquietantes como “qué haría si... por ejemplo, debiera juzgar al policía Chocobar, a la Gendarmería y su represión en el sur”..., la respuesta del “pensamiento popular” podría ser más bien benévola que indignada. ¿Entonces?

En los años veinte, Walter Benjamín escribió su célebre Para una crítica de la violencia, texto de absoluta actualidad, donde se constatan tanto las direcciones fundamentales de la violencia del mito y lo sagrado. Habría allí sendas violencias que bifurcan el modo de fundar sociedades, y también la propensión de un sentir amplísimo de las clases populares, dispuestas a promover la pena de muerte. El problema es de vieja data. Benjamin, en ese trabajo, estaría anunciando el nazismo. Los héroes de las estadísticas son el policía implacable antes que la maestra comprensiva, el gendarme antes que profesor universitario y el vecino que actuó por mano propia en obvia legítima defensa antes que el abogado garantista que puso en duda si era necesaria esa serie de empeñosos disparos vecinales.

Así, el progresismo que le confirió al pueblo la potestad de sujeto de la historia, titular de derechos cívicos, de decisiones igualitaristas y formas de vida emancipadas, no estaría viendo el rostro oscuro de las creencias. No habría podido interpretar una nocturna marejada de deseos informulados, ansiedades vicarias, expectativas mustias, palabras quebradas, inciertas adhesiones que abrigan secretos canjes emocionales, militarización de la fe, mitologías vitalistas en torno a la religión, el deporte y el consumo. ¿No ven que así es imposible, se les dice a los progresistas, pensar a ese pueblo que ustedes consideran depositario de un papel diáfano en la historia? Son los que no comprenderían lo terriblemente opaco de la existencia, el anuncio de una nueva reflexión sobre cómo se han diversificado los bagajes culturales, anclados en secreciones del lenguaje diario. En esoterismos imprevisibles que corren como río subterráneo bajo las vidas urbanas más previsibles, aunque rotas por dentro. 

Sin exigencias reflexivas mayores, el progresismo ignoraría ese mundo anterior a los predicados políticos, constitucionales o argumentales. Se trata de un ser amorfo e inconcluso que, si por un lado es la base de la más exigente filosofía, del psicoanálisis y literatura del siglo XX, por otro lado es la materia del trabajo de las maneras predominantes con que las corporaciones informáticas crean individuos, que suponen dominar por entero en su intimidad, en su ridícula inmediatez pérfidamente feliz. 

¿Es por “comprender” mejor todo eso que ganó Bolsonaro? Es cierto que el candidato del PT fue un solvente profesor de la Universidad de San Pablo y que Bolsonaro supo simbolizarse con el trípode de una cámara convertida en una ametralladora, iconografía poderosa que definía sus pertrechos: mesianismo de las imágenes, evangelismo de las armas, y mitificación de su persona. Todo eso está en su gran logro publicitario, el gigante que emerge del mar para salvar a la Ciudad, ante el asombro de la población demudada. Hay que odiarlo o amarlo. Este exigente salvador parecía brutal, pero daba y reclamaba miedo o esperanza.

¿Qué debían pensar los progresistas frente a ello? ¿Dictaminar rápidamente que estábamos ante un retoño del neofascismo, del nazismo a secas? ¿Autoritarismos militaristas de masas? De resolver bien estas cuestiones depende nuestro futuro político, en tanto política en el interior de los pueblos. Afirmamos que no se puede solo cuestionar al progresismo, sino reconocer que también él es un movimiento de masas que quiere apartarse de los mitos, de los anacronismos culturales y recrear un pueblo con pedagogías ilustradas que convivan con el carnaval, el terreiro y los sincretismos religiosos. Aún limitado, siempre aceptó la cultura brasileña que navegaba a varias aguas, lo carnavalesco, lo espiritista, la nobleza ilustrada, el estado de transe corporal, el éxtasis religioso, las clases de Félix Guattari y la crítica al “hombre cordial”.

Ahora, con Bolsonaro todo ese debate se ha desplomado, porque este personaje funambulesco salido de esos momentos abismales de la sociedad, evangelizó las armas y arruinó todo mesianismo. Entonces los debates más riesgosos quedan paralizados por un letargo trágico, una aceptación de la violencia que los destruye, aunque algunos patanes de la furia la ven como salvadora, y los sorprendidos progresistas extraen una conjetura antifascista a las apuradas. ¿Está bien esta caracterización? No. Hay una mitologización construida como iconografía electoral de telenovela alrededor de Bolsonaro. Este lúgubre personaje tiene la importancia de marcar un fin de época, su mito no es la madeja intrincada de una conciencia contradictoria. Es un martillazo que obnubila el ser social, intimidatorio incluso de los antecedentes que pudieran importarle de las anteriores experiencias del “fascio brasilero”.

Por ejemplo, la del escritor modernista Plinio Salgado, que en los años treinta no fue ajeno al mussolinismo, creando formaciones políticas regimentadas a través del saludo de “anaué”, un concepto indigenista con revestimiento en la simbología fascista. No va por ahí la cosa que anima Bolsonaro, que descarría todo, pone la cultura brasileña ante un juicio final sumarísmo. A todo masacra. Tanto a lo popular, lo demonológico, lo milenarista, lo progresista, lo tecnocrático, lo sociológico, lo antropológico. Tanto a la vida ilustrada clásica como a la popular perteneciente al gran océano de creencias. El evangelismo no artillado, el candomblé, el umbanda, el cristianismo clásico. Ha removido y reutilizado aviesamente la idea de mito, que el progresismo denunció, pero sin interrogarlo adecuadamente. 

El mito de Bolsonaro no es aquel que como sombra indescifrada acompaña toda la historia brasileña, esos pensamientos salvajes, festivos y artísticamente paradojales –que la figura de Antonio das Mortes representa muy bien–, y cuyo secreto gozante los gobiernos petistas no habrían sabido descifrar. Aceptemos que no les prestaron suficiente atención, y que siguen siendo lenguajes populares que una pedagogía nacional interpretativa no debe abandonar a priori. Los encuestadores, casandras de los abismos en que cae el movimiento popular, consideran facilongo renegar del ingenuo progresismo percibiendo que nada saben de narcotráfico, de policías, de bandas diversamente ilegales que atraviesan las vidas populares y sus creencias sedimentadas por el bazar ingenioso de todas las teologías universales. 

Sin embargo, ¿con qué vacío nos quedaríamos cuando nos cansemos de alertar sobre la superficialidad de nuestros progresistas? El bolsonarismo es la apoteosis de la sociedad entendida como criminalidad latente. Lo actúa un apócrifo superdotado inventado por la publicística de los pastores de almas armados con ametralladoras Uzi. Varitas de acero con las que se descubre ahora un mítico frenesí popular con revólveres “Bullrich-Coltsonaro calibre 32” en las manos. Alerta máxima, entonces, para el progresismo con su idea lineal, permanente y solícita de la historia. Todo esto debe ser revisado, aunque no por eso abandonado. Debe incorporar, y producir una mutación, de todo aquello que corresponda a la reflexión sobre “el mundo oracular”. No para acatarlo y someterse a él, sino para desconstruir a Bolsonaro, que sin saberlo, estaba usando groseramente las piezas magistrales de la mitografía brasileña, para degradar la vida popular.