A mediados de 1960, entre las paredes del Liceo Número 4 Juan Zorrilla de San Martín de Montevideo, nacieron Los Hot Clowns. La agrupación, sostenida sobre la base de ensayos esporádicos, tenía un repertorio que oscilaba entre boleros, sambas brasileñas y música tropical. Sus integrantes variaban constantemente a excepción de Elías Taranto, pianista, acordeonista y contrabajista que era algo así como el líder de aquél caótico combo. En los inicios de 1962, el tecladista Esteban Hirschfeld (también alumno del secundario ubicado en el barrio de Parque Rodó) se sumó al proyecto. Al tiempo, fue incorporado otro estudiante de “El Zorilla”, el guitarrista Jorge Fernández, quien con apenas catorce años ya demostraba un gran dominio de su instrumento. El flamante miembro modernizó la propuesta del conjunto al aportar piezas de los ingleses The Shadows y de Los Teen Tops, banda mexicana con sorprendentes relecturas en castellano de composiciones de Little Richard, Chuck Berry y Jerry Lee Lewis. El sonido, además, mejoró notablemente pues Fernández traía consigo un pequeño amplificador, objeto preciado y difícil de conseguir por esos años en Uruguay.

Durante los primeros meses de 1963, el grupo logró cierta estabilidad en su alineación. Taranto en contrabajo (en realidad, un cubo hueco de madera con un palo de escoba incrustado en el medio y una soga atada desde su base hasta la punta que cumplía la función de cuerda), Fernández en guitarra (construida por su padre teniendo como modelo una Eko, utilizada por Los Teen Tops) y Hirschfeld en piano. Dos amigos, Raúl y Alberto, ocupaban respectivamente el lugar de vocalista y baterista. Esta etapa tuvo su correlato visual pues los muchachos comenzaron a usar unas chaquetas de lana, de color marrón con vivos en tono beige, que llevaban una T y una B bordadas a la altura del pecho. Las iniciales correspondían al nuevo nombre del quinteto: Los Teddy Boys. Bajo esa denominación se presentaron en una fiesta benéfica en el Hotel del Prado, en Montevideo. Enojados por el bajo rendimiento escolar de Taranto, sus padres tomaron represalias. Lo obligaron a abandonar la música y, para abortar cualquier intento de regreso, pusieron todos los instrumentos del conjunto en la calle. Hirschfeld, apesadumbrado, los recogió y llevó a su casa.

A finales de 1963, Los Teddy Boys fueron contratados para dar un concierto en un club del centro de Montevideo. Con vistas a este show, el primero remunerado, fue incorporado Julio Montero (otro concurrente a “El Zorrilla” y hasta entonces “presentador oficial”) en calidad de contrabajista. La noche del recital ni el cantante ni el baterista aparecieron. Decididos a no perder semejante oportunidad, Fernández se hizo cargo de las voces y para sacudir los parches convocaron a Alberto “Beto” Freigedo. “Llegó con un tambor y un platillo”, recuerda el guitarrista en un bar de Villa Crespo. “Le pregunté por qué no usaba la batería completa, ya armada, y me respondió que era porque no tenía idea de cómo tocarla”, se ríe a carcajadas. Con un piano vertical desafinado, un cantante improvisado y un contrabajista y un baterista inexpertos, la actuación fue para el olvido. Los charrúas, sin embargo, sintieron que habían superado la prueba. Con la confianza en alza, prescindieron de los miembros ausentes esa noche para cerrar filas y constituirse en la formación definitiva de la banda.

Gracias a una estricta rutina de ensayos, el conjunto empezó a ganar solidez. Las presentaciones en clubes y salones de fiesta (con un repertorio reforzado por versiones instrumentales de “La Bamba” y “El vuelo del moscardón”) reportaron algunos dineros que el grupo utilizó para adquirir un bajo eléctrico, un amplificador, un altavoz marca Goodmans y un órgano Hammond de segunda mano. Mientras tanto, los muchachos buscaban cantante pero ninguno lograba conmoverlos. A fines de 1964, fueron contratados por el exclusivo Club del Bosque, de Punta del Este. Tras cumplir ese compromiso, actuaron en el restaurante I’ Marangatú y en la boite Morocco. La respuesta del público fue fría y la paga exigua. Sin embargo, aquellos días en el coqueto balneario sirvieron para estrechar lazos y robustecer el espíritu. A comienzos de 1965, se rebautizaron como Los Encadenados y para sostener con hechos el nombre elegido se colgaban los instrumentos con gruesas cadenas doradas de fantasía que terminaban manchando sus cárdigans de color beige.

A través de una revista alemana, Hirschfeld conoció a The Rolling Stones. Al tiempo, llegó a sus manos el primer disco del combo: ese fabuloso compendio de rock and roll y rhythm and blues lo conmocionó. “Ese sonido crudo y salvaje era lo que estábamos buscando”, comenta el tecladista vía telefónica desde la ciudad de Valencia, en España. “La propuesta de los Stones era la contracara a la perfección pop encarnada por The Beatles”, dice Fernández. “Las canciones de Lennon y McCartney no nos entusiasmaron del todo. Las de Jagger y Richards, en cambio, nos fascinaron”, agrega. El grupo diseccionó el álbum debut de los ingleses y así incorporó a su repertorio piezas como “Carol”, “Route 66” y Walking the dog”. “Cuando empezamos a ensayarlas supe que era el tipo de música exacta para nosotros”, escribe por mail Montero desde las Islas Canarias. “Al interpretarlas la banda sonaba con una fuerza hasta entonces inédita; sin dudas era la línea estilística a seguir”.

Los Encadenados fueron convocados para presentarse con cierta regularidad en El club de los gatos, audición dominical de CX 10 Radio Ariel. En una actuación se cruzaron con Rocky, asiduo invitado al Smowing Club, programa televisivo que replicaba en Uruguay la propuesta de El Club del Clan. Ese día, el cantante (cuyo nombre era Jorge Pereira) realizó una interpretación descollante de “Route 66”. De inmediato, el cuarteto lo invitó a un ensayo. La propuesta fue aceptada pero al llegar el momento, el convidado faltó a la cita. Unas semanas después, se volvieron a encontrar en un festival en la ciudad balnearia de Parque del Plata. “Me volví con Freigedo en ómnibus hasta Montevideo charlando sobre música y cantando ‘All my loving’. Al despedirnos, me propuso concurrir a un ensayo”, rememora Pereira por teléfono desde Sion, en Suiza. En la primera reunión, el tecladista le explicó a Rocky que la meta era lograr un sonido stone. El vocalista no sabía hablar inglés, pero el inconveniente quedó saldado cuando Hirschfeld le escribió las letras de las canciones en fonética. “Para el siguiente encuentro, se había aprendido los temas, ¡y hasta tenía la voz de Mick Jagger!”, afirma Montero. La incorporación al grupo fue instantánea. Por sugerencia de sus compañeros, Pereira dejó de ser Rocky para transformarse en Polo.

Una de las primeras presentaciones de la flamante formación ocurrió en El Show de los Triunfadores, un popular programa televisivo. A esa altura el quinteto ostentaba una sonoridad contundente. En parte por una estricta rutina de ensayos (donde usaban un metrónomo para ajustar al detalle cuestiones rítmicas) y por la adquisición de una batería Premier, una guitarra y un bajo Hofner y un órgano Magnavox, “muy poco adecuado para el rock, pero el único que había a la venta en Montevideo por aquellos tiempos”, según admite Hirschfeld . El conjunto empezó a obtener cierta difusión gracias a un acetato grabado en los estudios de Radio Ariel que incluía tres canciones originales (“No puedo olvidarte”, “Es difícil callar” y “Horas, días y noches”) y una versión de “Sick and tired”, popularizada por Fats Domino, rebautizada como “¿Qué quieres qué haga?”. En esos temas, cantados en castellano entre Fernández y Pereira, aún estaba latente la influencia de Los Teen Tops. Cuando el rock británico comenzó a imponerse en el paisito (con The Beatles a la cabeza) los charrúas trocaron el español por el inglés, como lo demostró un segundo acetato con dos versiones del repertorio stone: “Time is on my side” y “I just wanna make love to you”.

El 8 de diciembre de 1965, Los Shakers (el brillante combo a imagen y semejanza beatle liderado por Hugo y Osvaldo Fatorusso) tenían un concierto programado en el popularmente denominado Palacio Peñarol, estadio de básquetbol del club homónimo. Ese día, en horas de la tarde, sonó el teléfono en la sala de ensayo de Los Encadenados. Era Marcos Zimet, manager del cuarteto, quien solicitaba el Magnavox en calidad de préstamo para el recital de la noche. Tras una serie de deliberaciones, el quinteto accedió al pedido pero impuso una condición: participar del espectáculo como telonero. La apertura de la actuación fue con una trepidante entrega de “I just wanna make love to you”. “Polo comenzó a moverse de un lado al otro del escenario como un poseso. Cantaba con todas las tripas mientras, poniendo el píe del micrófono hacia arriba, observaba con mirada desafiante al público de las primeras filas”, describe Montero. Luego de “Time is on my side” y “Walking the dog”, el grupo abandonó las tablas dejando a la audiencia enardecida. Entre los espectadores se encontraba José Ángel Rota, productor discográfico de la filial argentina del sello EMI, quien le ofreció a los uruguayos un contrato para grabar un elepé en Buenos Aires.

El 30 de marzo de 1966, luego de que sus padres aceptaran a regañadientes firmarles el permiso de salida del país, los chicos (cuyas edades promediaban los 17 años) desembarcaron en Argentina. Llegar a “La Reina del Plata” con un contrato discográfico era un sueño hecho realidad. Los inconvenientes, sin embargo, no tardaron en aparecer. En medio de los trámites migratorios, las autoridades aduaneras retuvieron el Magnavox. “Nos dijeron que no se podía traer un piano sin permiso y se lo quedaron. ¡Tardaron cuatro meses en devolverlo!”, recuerda Hirschfeld. “Por eso, durante los primeros shows en Buenos Aires tocaba la armónica”. El quinteto fue alojado en el modesto hotel Venus ubicado en la Avenida Córdoba 673, al lado de los estudios de la compañía. “El sello nos tenía a mano. Entonces, cuando le fallaba un artista o había algún horario libre nos convocaba a grabar”, cuenta el tecladista. Por sugerencia de la discográfica, el combo se rebautizó. Fue Freigedo quien sugirió el nombre de Los Mockers, en alusión a Los Mods y Los Rockers, grupos juveniles rivales en la Inglaterra de aquellos años. La denominación también significaba “burlones”.

La economía de los músicos era más bien estrecha. Presionados por la situación, salieron a buscar trabajo y consiguieron ser contratados por una discoteca llamada Whisky a Go Go. Allí tocaban por las noches y por las tardes ponían a punto las canciones destinadas a su álbum. Fernández y Pereira se encargaban del armado sonoro mientras que las letras le correspondían a Hirschfeld,  el único con conocimientos de inglés. “Escribir y cantar en ese idioma era una forma de rebelarnos contra propuestas pasatistas como la del El Club del Clan”, sostiene el pianista. Los Mockers se sumaron al plantel de Escala Musical, un programa televisivo de gran repercusión. Luego de una serie de apariciones, el quinteto empezó a ser requerido en clubes de Capital Federal y Gran Buenos Aires. En una misma noche, durante los fines de semana, hacían cuatro o cinco shows. Compartían cartel con agrupaciones de música tropical y orquestas típicas. Los amantes de la cumbia y el tango veían con desagrado esa andanada de crudo rhythm and blues. “Nos tiraban monedas, desde todos los ángulos”, asegura Hirschfeld. “Las actuaciones eran violentas porque la gente no aceptaba el cambio que traíamos con nuestra propuesta”, corrobora Pereira.

En el medio de esa vorágine laboral, Los Mockers plasmaron su tan ansiado álbum debut. Las grabaciones se realizaron entre abril y septiembre de 1966. Se utilizaron dos máquinas Studer y cintas de 1/4 de pulgada. “En la primera registrábamos la base instrumental con batería, guitarras, bajo y teclados. Luego, esa toma la copiábamos en la segunda y le agregábamos las voces y algún arreglo”, explica Hirschfeld. “Las canciones debían estar muy ensayadas porque grabábamos todos juntos y si alguien se equivocaba había que repetir la toma”, dice Fernández. “A Beto no lo veíamos porque la batería estaba rodeada de paneles para que el sonido no se mezclara con el del resto de los instrumentos. Con él tocábamos de memoria”, afirma. “Al no existir la posibilidad de la mezcla, el ingeniero del estudio (Hans Meurer) se pasaba horas acomodando los micrófonos y haciendo pruebas para lograr una sonoridad equilibrada”, dice el tecladista.

En octubre de ese año (poco después del lanzamiento de un simple con los temas “I wanna go” y “My baby”) apareció el LP que llevaba por título el nombre del conjunto. Abría con “What a life” donde la introducción de Fernández, con su guitarra acústica de cuerdas de acero, definía el espíritu impetuoso de la pieza donde Polo reflexionaba sobre los rigores de la vida diaria. Seguía “Let me try again”, una gema de meticulosidad artesanal con sutiles arreglos vocales, juegos melódicos y hasta una pequeña fuga. “Gente del sello nos acusó de romper la cuadratura de la canción. Es entendible, no estaban acostumbrados a ese tipo de transgresiones”, acota Fernández. El rhythm and blues básico aparecía en “Don’t go away” concebida durante la confiscación del Magnavox. De ahí el papel preponderante de la armónica en la composición. Luego llegaba “Show me the way”, una entrega midtempo con gran trabajo percusivo de Freigedo. “Tell me something new” era una balada romántica con minuciosos aportes de Fernández y un sutil solo de órgano Hammond de Hirschfeld. El lado uno concluía con “Empty harem”, de exóticos aires árabes. “La idea era meter un sitar, pero no contábamos con ese instrumento. Entonces, buscando nuevos efectos con mi guitarra, descubrí que frotando un encendedor contra las cuerdas podía obtener un sonido parecido. Así se grabó, restregando un Zippo”, revela Fernández. “La necesidad es la madre de la invención”, resume Hirschfeld.

El lado dos comenzaba con la vibrante “Make up your mind”. Un certero riff de Fernández daba paso a la voz de Pereira quien, con una mezcla de arrogancia y furia, invitaba a la chica en cuestión a dejar de lado su histeria. “Era un tema que reflejaba nuestra personalidad artística. No tenía impronta Stone sino espíritu Mocker”, define Pereira. Continuaba “You got it” donde Hirschfeld entregaba frases precisas de Hammond que enmarcaban otra asombrosa perfomance “jaggeriana” del vocalista. Seguía “Can’t be a lie”, sensual rhythm and blues con un curioso efecto percusivo. “Uno de nuestros amplificadores tenía una hilera de rejillas de ventilación en la tapa. Con un palillo de batería, las rasgamos para darle a la canción un aire misterioso”, comenta el tecladista. La experimentación reaparecía en “All the time”, una joya de impronta pop con un solo de Hirschfeld escrito junto a Hugo Fattoruso e inspirado en un preludio de Johann Sebastian Bach. “A la hora de tocarlo colgamos clips de oficina en cada cuerda del piano del estudio y así obtuvimos un sonido parecido al de un clavicordio”, dice. “Sad” era el homenaje a maestros del soul como Otis Redding y Sam Cooke. Sobre unos acordes de Hammond, Polo cantaba, acongojado, acerca de un amor perdido. El final llegaba con “Every night” donde un poderoso riff de guitarra introducía otro momento de adrenalina con el quinteto en ebullición.

Tanto el simple como el elepé tuvieron escasa difusión y pocas ventas. “Para la compañía, beneficiada con el éxito de Los Shakers, la fórmula era: ‘grupo uruguayo = dinero’, pero no resultó. Nosotros éramos más raros”, sostiene Hirschfeld. “Recibimos presiones para virar hacia un estilo más comercial, pero no cedimos porque estábamos convencidos de nuestra propuesta”, afirma Fernández. “Las empresas discográficas y los medios de comunicación apuntaban a las consolidación de un tipo de música hecha por jóvenes simpáticos que cantaban letras imbéciles”, dispara Montero. “Palito Ortega, con ‘La felicidad’, vendió muchísimos más discos que los Stones”, ejemplifica. A finales de enero de 1967, Los Mockers registraron dos temas (la energética “It was me” y una acelerada relectura del “Paint it black” stoniano) con vistas a la confección de un segundo álbum. Sin embargo, al poco tiempo, el sello decidió prescindir de los charrúas. La desvinculación tuvo su precio. “Al llegar a Buenos Aires EMI nos abrió una cuenta en un restaurante. Al cabo de casi un año de estadía, la cifra adeudada era importante. Cuando saldamos esa factura, nos liberaron”, cuenta el pianista.      

En mayo de 1967 regresaron a Montevideo para ofrecer un recital multitudinario junto a Los Iracundos. El Baile del Año, organizado por Radio Independencia, convocó a más de seis mil personas en el Parque Hotel. Semejante bienvenida reavivó el alicaído ánimo del quinteto que, más allá de sus vaivenes emocionales, sonaba con una contundencia demoledora. La poderosa “Girl, you won’t succeed” (grabada en los estudios del sello Sondor con vistas a una futura placa) era una buena prueba de ello. Sin embargo, pasada la euforia del retorno, el panorama comenzó a ensombrecerse. “Los bailes populares, que podían contratarnos, preferían a conjuntos de música tropical y a orquestas de tango. En definitiva, no había espacio para nosotros”, afirma Montero. Ante la perspectiva de un futuro poco venturoso, Hirschfeld abandonó el combo para retomar sus estudios de ingeniería. Sin embargo, al tiempo se sumaría a un popular grupo oriental: Los Delfines.

En marzo de 1968, el flamante cuarteto volvió a Buenos Aires. Fichados por la filial argentina del sello CBS–Columbia registraron un simple (con la beatlesca “Captain Grey” y “Confusion”, de irresistibles aires a The Kinks) de nula repercusión. Luego, por problemas internos, Pereira fue desvinculado de la banda. El cantante iniciaría un camino que lo llevaría por conjuntos como Los Walkers, Los Bichos de Candy y Los Bárbaros. Para reemplazar a su “as de espadas”, los uruguayos probaron primero con Carlos Franzeti y luego con Carlos Pardeiro con quien publicaron tres simples y un elepé. Este último, lanzado a mediados de 1969, presentaba seis temas cantados en castellano y otros tantos en inglés. El trabajo, volcado a un pop liviano, estaba en las antípodas de ese álbum genial y rabioso registrado tres años atrás. “Artísticamente estábamos en declive”, acepta Montero. Meses después, Pardeiro y Freigedo abandonaron el grupo. El baterista fallecería al poco tiempo en un accidente de tránsito en Montevideo. Fernández y Montero, tras algunos intentos por revivir el proyecto, terminaron aceptando que la historia de Los Mockers había llegado a su fin.

Diecisiete años después de la disolución, la discográfica española Cocodrilo Records reeditó aquel mítico debut. El mismo camino siguió la compañía sueca Garageland, en 1988, el sello uruguayo Perro Andaluz, en 1993, y el norteamericano Get Hip en 1994. La placa, posteriormente, también fue publicada en Alemania y Japón. En todos los casos, recibió elogiosas reseñas de los medios especializados. La inclusión de “Make up your mind” en la exitosa película charrúa 25 Watts, estrenada en junio de 2001, tendió un puente entre Los Mockers y las nuevas generaciones rockeras del paisito. “Nuestra música ha envejecido bien”, afirma con orgullo Hirschfeld. A mediados de 2008, a través del sello local La Vida Lenta, el debut del quinteto regresó (en formato CD) a las disquerías porteñas. “La repercusión de las últimas décadas la recibo como un reconocimiento al esfuerzo increíble del grupo en aquellos años”, dice Pereira. “Nuestro sacrificio y dedicación no han sido en vano”, concluye Montero.