El Presidente dejó que la Argentina quedara en medio de la guerra geopolítica de los Estados Unidos con China. Cometió por lo menos tres imprudencias graves. Y debería saber que China toma nota. Que todos los Estados anotan. Como los chinos son políticos refinados, es altamente probable que cuando el presidente Xi Jinping se encuentre con Mauricio Macri, el domingo 2 de diciembre, como parte de su visita de Estado al margen del G-20, no le comente nada sobre el destrato. Quedará en los registros diplomáticos de Beijing para cuando Xi o un sucesor crea conveniente desempolvar los antecedentes y usarlos en su provecho. 

La primera imprudencia grave ocurrió durante y tras la reunión entre Macri y Donald Trump. Quedó en claro cuando la vocera de Trump, Sarah Huckabee Sanders, dijo: “Hoy, antes del inicio de la Cumbre del G20, el presidente Trump y el presidente Macri se reunieron durante el desayuno para reafirmar la sólida asociación entre Estados Unidos y Argentina”. Y siguió de este modo: “Ambos líderes reiteraron su compromiso compartido de enfrentar los desafíos regionales como Venezuela y la actividad económica depredadora china. Luego hablaron de la intención de Argentina de continuar con la agenda económica pro desarrollo del presidente Macri, y de ampliar el comercio justo y recíproco entre ambos países”. El original en inglés señala “predatory Chinese economic activity”.

El revuelo no fue causado por la alusión a la intervención en los asuntos internos de otro país, Venezuela, sino por la mención de China. Obligó al canciller argentino Jorge Faurie a ejercitar algo que cualquier canciller odia: hablar con todas las palabras. “No creo que haya sido así”, dijo Faurie al hablar por primera vez del tema en el día. O sea que no lo negó. O sea que pudo haber sido así. Que Trump dijo “predatory” y Macri dejó seguir. La segunda vez que apareció en público, Faurie fue más nítido: “Hablamos de la visita del presidente Xi a la Argentina pero ni usamos ni escuchamos esa palabra”.

Si fuera cierto que Trump no se refirió a China de ese modo y su vocera mintió, habría otra conclusión posible. Nadie en el Estado argentino adoptó medida alguna de prevención ni habló con la comitiva norteamericana para evitar que hubiera una comunicación involucrando a la Argentina. No era necesaria ninguna genialidad para imaginarlo. Los Estados Unidos y China están en guerra. Cualquiera sabe que en un tiroteo es peligroso cruzar la balacera. Hay una mínima soberanía técnica, por nombrar lo elemental, que cualquier Estado puede ejercer. La transmisión pública de lo que se habla a nivel de presidentes se consensúa. 

Igual que con los Estados Unidos, la Argentina tiene balanza comercial deficitaria con China, que es un socio comercial clave junto con Brasil. Xi Jinping escribió hace dos días un comunicado en el que destacó que “el comercio bilateral alcanzó los 13.800 millones de dólares en 2017, multiplicándose por casi 2300 veces respecto a la cifra cuando se iniciaban las relaciones diplomáticas”. 

El Estado argentino nunca llamó “depredador” a los Estados Unidos. No lo hizo ni siquiera en la cumbre de Mar del Plata de 2005, sin duda el momento más álgido de las relaciones comerciales. Sería irresponsable que la Argentina aplicara ese adjetivo a los Estados Unidos. Es irresponsable que por omisión haya quedado en el medio de un ataque norteamericano contra China incluso cuando el comercio con China supone un desafío complejísimo para la Argentina: la potencia exportadora industrial de los chinos se suma a la vocación desindustrializadora de la Administración Macri. De todos modos, no se establece así una relación seria con los dos principales jugadores del mundo.

La segunda imprudencia grave ocurrió en la llegada del avión de Xi, el jueves por la tarde. Lo escribió en Twitter Arnaldo Bocco, ex director del Banco Central y actual encargado del Observatorio de la Deuda de la UMET: “Qué burrada Morales, un dirigente de tercera línea, recibiendo al líder chino Xi Jinping, uno de los grandes dirigentes del mundo. La peor señal al máximo socio comercial argentino y del que se espera mayor cercanía”.

La tercera imprudencia parece risible pero no lo es. También en la llegada, la banda de Patricios confundió a Xi con un funcionario que bajó primero por la escalerita del avión. Comenzó a tocar y recién al notar el error frenó y arrancó de nuevo, ya con Xi delante de la banda. Los argentinos de a pie no tienen por qué saber que confundir a un chino con otro porque, como suele decirse, “son todos parecidos”, no solo es un gesto de ignorancia. Es una ofensa grave. También los argentinos podrían ser vistos como “todos iguales” por los chinos. Pero hasta donde pudo investigar este diario jamás ocurrió a la inversa algo parecido en China con comitivas argentinas. Hubiera sido ofensivo y fruto de gente ignorante.

Los países anotan. Va un relato para ilustrarlo. Es sobre un almuerzo en un salón del Palacio Bosch, la residencia del embajador de los Estados Unidos en Avenida del Libertador, un día de semana. Se omiten la fecha, las circunstancias y los nombres propios. Para no cometer infidencias y porque no vienen al caso. Vale la pena apuntar, sí, que en ese momento los Estados Unidos no tenían embajador aquí por problemas en su Senado, que el almuerzo lo había convocado el encargado de negocios como número dos a cargo de la embajada y que estaba presente otro diplomático estadounidense recién llegado de Washington. 

Del lado argentino, tres periodistas escucharon esta reflexión: “El Departamento de Estado tiene memoria. Es una memoria institucional. Nada se borra. Ni lo que es bueno para los Estados Unidos ni lo que es malo para nosotros. Si es conveniente, por razones de momento y pragmatismo, a veces esa memoria puede quedar en un segundo plano, como si estuviera latente. Y si no, tal vez reaparezca en primer plano. Pero siempre está”.

Frente a las grandes potencias los países pueden ser realistas o tontos, dignos o indignos, temerarios o prudentes. Pero nunca infantiles. Eso, en política internacional, se paga con menor capacidad de negociación y mayor debilidad. No es una cuestión técnica: se trata de hacer las cosas para que las condiciones de vida de los argentinos sean mejores. O, como en este caso, peores.

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