La tentación de designar a Lazzaro feliz como un milagro del cine italiano contemporáneo está cerca y a la mano y es seguro que alguien, en algún lugar, ha afirmado algo semejante. No hay nada más alejado de la realidad, sin embargo: el tercer largometraje de Alice Rohrwacher (Corpo celeste, Las maravillas) no es el resultado de la intervención divina sino, lisa y llanamente, de la aplicación minuciosa y consecuente de una serie de conceptos y de una poética definida. Tampoco se trata de una película huérfana, ya que en sus trazos generales y algunos de sus detalles –ciertas formas de la religiosidad, pero también un materialismo innegable, incorruptible– pueden hallarse los rasgos hereditarios de un Roberto Rossellini o un Ermanno Olmi y, fundamentalmente, de ese cineasta inimitable y muchas veces incomprendido llamado Pier Paolo Pasolini. Que este largometraje –ganador del premio al Mejor Guion en el Festival de Cannes– no haya pasado por las salas de cine de nuestro país es tristemente comprensible y una de las posibles razones está indisolublemente ligada a la adquisición de los derechos de exhibición por parte de Netflix, un hueso duro de roer a la hora de la negociación. Desde hace algunos días, la plataforma de video a demanda más popular incluye, oculta entre su frondosa oferta de series, una de las mejores películas de la temporada que se acaba.

Lazzaro es feliz. O parece serlo, al menos. El muchacho trabaja de sol a sol en los campos de Inviolata, una aldea con algo de feudal cerca de Roma, y forma parte de una familia extensa y ensamblada (nadie sabe bien quién es su padre) de campesinos empobrecidos, vasallos que no logran elevar la cabeza por encima de las deudas que los mantiene atados a un trabajo esclavizante. De todas formas, si bien todos se empeñan, el que más se esfuerza es Lazzaro. Ni siquiera logra escapar de las obligaciones cuando un vecino viene a pedir la mano de una de las jóvenes que viven bajo el mismo techo y se dispone una pequeña celebración. Lazzaro es sencillo, ingenuo, más bueno que un pedazo de pan recién horneado. Algunos lo tratan como si fuera un tonto. El tonto del pueblo. Puede que esté incluso algo loco, contento con su lugar en el mundo, allá arriba en la colina, durante esas poco frecuentes ocasiones en los que logra zafarse del yugo. Siguiendo la tradición cristiana, Lazzaro posee incluso alguno de los rasgos del santo. El orden de ese mundo comienza a cambiar ligeramente cuando entabla una relación cercana con el hijo adolescente de la Marquesa de Luna, la dueña de las tierras y de la cosecha de tabaco que la mantiene en la cima de la pirámide social. No por nada la llaman La Reina de los cigarrillos. Es ese adolescente rico y caprichoso, Tancredi, quien le enseña a Lazzaro algunos secretos de una vida desconocida, escondido de prestado en el refugio del protagonista mientras intenta reescribir la tensa relación con su madre.

Rohrwacher construye ingeniosamente un cruce de temporalidades en apariencia imposibles, la estructura social del siglo XIX tardío –esa era que Bertolucci retrató con justeza en las primeras escenas de Novecento– con música pop de los años 80, el uso del teléfono con una menesterosa existencia rural que transforma una simple lamparita eléctrica en un objeto preciado. El riesgo de la alegoría está presente desde un primer momento, pero la directora le escapa como si se tratara del mismo diablo. Sí está presente la silueta de la leyenda, en un relato que incluye lobos salvajes en convivencia con los humanos. La primera hora de metraje de Lazzaro felice no escapa de las hectáreas que rodean al pueblo de la marquesa, tierra de pastoreo y recolección de hojas, de matanza tradicional de animales y costumbres férreamente arraigadas. Pero a mitad de camino Lazzaro cae y muere. Muerto Lazzaro, viva Lazzaro. El muchacho reaparece tiempo después y, al levantarse, como aquel otro Lázaro bíblico, no encuentra a nadie. Como el innombrado protagonista de La máquina del tiempo, recorre tristemente los resabios de una civilización extinta. Todos sus familiares, amigos y explotadores se han ido. Han abandonado el pueblo y adoptado los modos de la ciudad, que siempre estuvo más cerca de lo que creían, cruzando ese riacho que ingenuamente era visto como un confín infranqueable. Se han asimilado a la periferia romana, convirtiéndose en otra clase de pobres. Mendigan, cuando pueden cometen pequeñas estafas, sobreviven. Hacia allí, hacia ellos, se dirige Lazzaro, sin saber que su aspecto físico es exactamente el mismo, sin rastros de envejecimiento, la misma mirada luminosa en esos ojos abiertos de par en par.

La película fue fotografiada por la francesa Hélène Louvart (la misma de Familia sumergida, de María Alché) en formato analógico y el cuadro de 16mm es reflejado en pantalla hasta el límite de sus fronteras físicas, incluidos los vértices imperfectamente redondeados; la imagen es cálida, granulosa y transmite una cualidad física que los formatos digitales rara vez consiguen imitar. Continuando con la tradición neorrealista de trabajar con un protagonista sin experiencia actoral previa (en este caso, un ragazzo llamado Adriano Tardiolo), Lazzaro feliz construye su propia aventura fabulesca en la tradición del Pasolini de Pajaritos y pajarracos o el de La terra vista dalla luna (1967), el cortometraje que formó parte del film colectivo Le streghe. En ese relato breve la aparición fantasmal de una mujer fallecida causaba, primero, espanto, luego curiosidad y, finalmente, consuelo y tranquilidad: Totò y Ninetto Davoli podían seguir disfrutando de las bondades como cocinera y ama de casa de Silvana Mangano incluso después de su deceso. Lazzaro provoca en sus familiares el mismo desprecio de antaño y una novedosa sospecha. Incluso cuando resulta obvio que su presencia no hace más que hacerles un poco más sencilla la vida. Es el lumpen interpretado por el español Sergi López quien nota, maravillado, que el muchacho es capaz de reconocer toda clase de verduras comestibles a la vera del camino o al costado de las vías del tren. Lazzaro vive y esté donde esté aparece la posibilidad del prodigio. Ese no será el último. Alice Rohrwacher describe con delicadeza, aplomo y originalidad algunos de los males del mundo y los enfrenta a una criatura tan terrenal y palpable como fuera de lo común. De enorme belleza y una extraña beatitud, totalmente alejada de cualquier religiosidad institucionalizada, Lazaro feliz no será un milagro cinematográfico pero es, sin dudas, una película en estado de gracia.