En una entrevista de fines de los 90, Osvaldo Bayer contaba acerca de su bildungsroman. Usar aquí el término en alemán es pertinente tratándose de Bayer y además eso de “novela de aprendizaje” o “novela de iniciación” fue acuñado en Alemania por primera vez donde significaba, específicamente,  “novela de formación o educación”. Justo eso: Bayer contaba que había trazado un Plan para su educación, la que alrededor de los veinte años dependía ya de sí mismo. Primero se propuso estudiar un año de medicina para entender el cuerpo del hombre. Luego seguiría con la filosofía, para entender el funcionamiento del alma. Confesaba no recordar de qué lectura peregrina habría sacado ese modelo tan empírico como disparatado de formación dualista. Lo cierto es que en la Argentina, la carrera de Filosofía en los 50 había quedado en manos de ultra católicos y conservadores, y él no comulgaba con eso. Entonces se fue a Alemania a estudiar filosofía, favorecido por los contactos y antecedentes familiares. Ya contaba entre sus lecturas fervorosas algunos alemanes notables como Goethe, Schiller, Heine. Más tarde llegaría a Thomas Mann. Ya era, y en cierta medida siempre fue, Osvaldo, un romántico alemán. Un idealista pero con fuertes raíces en la tierra, en lo concreto, en la naturaleza. El Ideal estaba ahí, enraizado también, nada nebuloso, nada abstracto, en el lugar-centro que la filosofía cartesiana le otorgaba a la Razón. Lo cierto es que continuando con la bildungsroman, al estudio de la filosofía, en Alemania, lo reemplazó finalmente el de la historia. 

“La verdad es que yo jamás hubiera pensado en pasar parte de mi vida en Europa si no hubiese sido por la dictadura. Siempre me apasionó la vida en la Argentina. Y uno afuera se disipa. Amé mucho a Berlín y también fue como vivir en la frontera, porque yo estaba a mil metros del Muro. Del lado occidental. Yo estuve en Berlín cuando se construyó el muro y en Berlín cuando se lo tiró abajo”, concluiría Bayer tantos años después, reflexionando acerca de esos dos momentos de viaje y exilio: el voluntario, el involuntario. Y esa marca ineludible de gran testigo de la Historia. Lo que se dice: el hombre a la medida del siglo XX del siglo de Hobsbawm. El hombre con conciencia histórica de comienzo a fin. 

Así que retomando la novela de aprendizaje, podría agregarse que entre la decisión de abarcar primero el cuerpo y después el alma del hombre, en ese devenir marcado por la Historia y la política como algo cotidiano y público a la vez, surgió en algún momento la necesidad de conocer la conciencia del hombre; algo así como el alma en situación, en el territorio (el mundo entero pero también sus zonas más erróneas, por ejemplo: La Patagonia). Porque en la cancha se ven los pingos y porque es obvio que Bayer siempre sintió la vocación de ir más allá del rol de mero cronista u observador, dar un paso más en términos de compromiso y militancia, y solidaridad. 

La medicina, la filosofía, la poesía y la literatura se fueron canalizando entonces en el estudio de la historia, pero en la materia árida del pasado enseguida encontró lo que le más le intrigaba, lo que quería conocer a fondo: la vida de los hombres singulares. Hombres algo desquiciados, apasionados, aferrados a la naturaleza y a la vez profundamente humanos. Hombres de paz y, sin embargo, capaces de matar de tanto amor por la humanidad. Los anarquistas expropiadores. Hombres capaces de tramar vindicaciones tragicómicas. Los vengadores. Expertos del complot. Rebeldes y solitarios. Hombres paradójicos.  

Esos hombres estaban dispersos por el mundo, usaban un lenguaje universal pero terminaban atrapados en una tumba casi siempre anónima o arrojados a la fosa común porque la policía quería evitar que sus cadáveres o sus cenizas fueran reivindicadas como bandera; casi siempre eran asesinados, previamente torturados, flagelados, o mal morían en prisión, encontrando paradójicos destinos sudamericanos lejos de sus lugares de origen.

Si se sigue la secuencia de estas biografías y crónicas que comenzó a desarrollar desde el pionero retrato de Severino Di Giovanni, descubriremos que Bayer nunca dejó de ser el muchacho que planeaba prolijamente su bildungsroman: una vez conocido el cuerpo (un poco de anatomía, bah), algo del alma y ya inmersos en la aventura del hombre en la Historia, ahora había que adquirir los medios para no aburrir al lector, para no encallar en la aridez de la historiografía academicista, para impactar, para llegar, para comunicar y conmover. Bayer buscó y encontró esas herramientas en el periodismo primero, en el cine después. El periodismo lo fascinó ni bien empezar a ejercerlo. El periodismo no sólo era escribir crónicas y obtener rebote inmediato, también era el mundo de las redacciones, la socialización, los amigos, el sindicalismo. El cine le abrió la posibilidad de llegar ampliamente a un público masivo. Era parte del plan, no vocaciones fijas, inamovibles. Tampoco lo habitaba esa fiebre política algo errática y algo incómoda y obsesionante de los hombres de Contorno, sus contemporáneos. Creo, sí, que fue desarrollando una ética de la Historia. No hablaba tanto de una historia de vencedores y otra de vencidos. La de los vencedores la daba por hecha, escrita y sellada. Escribía sí, desde y para los vencidos pero con el ojo puesto en los resistentes, en los casos particulares, en los militantes y los idealistas activos. Es decir, no se rendía –no se rindió– a postular una mirada piadosa y benevolente sobre los desposeídos. También hay que recordar que algunos de los retratos más formidables de La Patagonia rebelde pertenecen a tipos poderosos, terratenientes o militares, esos “pioneros” de las grandes fortunas que subsisten hasta hoy en la larga tradición de la extranjerización de la tierra, el linaje de unos aventureros, en muchos casos, no menos audaces que los intrépidos anarcos.

Todos sabemos que el mito de La Patagonia rebelde, la pérdida de vitalidad política del anarquismo frente a los comunistas primero y el peronismo después, y ciertas confusiones acerca de si lo suyo no era en el fondo una reivindicación o justificación de la violencia (que no lo era) en tiempos ya más prolijitos, lo fueron poniendo en el lugar del inorgánico, del soñador algo ingenuo, del viejo anarquista “con onda” (no como ahora que son presentados como delirantes terroristas resentidos contra la propiedad privada, otra vez nebulosos, otra vez peligrosos), del llanero solitario.

En esa misma entrevista que citamos al principio, Bayer decía que su regreso a la Argentina del 83 no había sido nada fácil, que se encontró inmerso en esa estéril pelea entre los que se fueron y los que se quedaron, que los radicales no lo querían mucho. Y después vinieron los años 90 con sus formidables reconversiones políticas e ideológicas. Entonces, en el final de la entrevista le pregunto si, francamente, se sentía en una posición solitaria entre los intelectuales, fuera de lugar, o como un francotirador.

“Yo diría que no. Es muy lindo ver cómo me invitan a las escuelas a dar charlas y donde se proyecta la película La Patagonia rebelde” me contestó. “Reconozco que tengo mis reglas y que quizás suenen antiguas. Quizás sea el posmodernismo o mi falta de aggiornamiento, pero yo creo que los valores son los mismos de siempre. Tendré mi forma de decirlos pero creo que de vez en cuando es necesaria una opinión que viene de la experiencia. Me siento muy conforme”.

Aquí resuenan veinte, treinta años de debates intelectuales en sordina, de idas y vueltas entre política, intelectuales y poder. Alguien podrá objetar –o al menos señalar–  que la coherencia y solidez de Bayer estuvieron a salvo de los vaivenes de la Historia porque su compromiso irrenunciable contra el Poder pudo llevarlo adelante a partir de herramientas y formas de lucha no contaminadas, eludiendo en todo caso los riesgos de la impureza, de las tentaciones, del barro de la Historia. Quizás Osvaldo Bayer a lo largo de su vida enfrentó estos dilemas y los fue resolviendo. Puede señalarse que, no por nada, lo que lo atraía del anarquismo de las primeras décadas del siglo (a juzgar por sus escritos) no eran tanto las ideas sino la praxis eminentemente sindical de esos hombres irreductibles. Cómo estallaban o implosionaban o se autodestruían cuando el poder mínimamente los rozaba. Creo que siempre escribió con la fuerte conciencia de que enfrentarse a los poderosos no era sólo una decisión tan ética como peligrosa, sino que encontraba en los anarquistas el espejo ideal para analizar lo que el poder tiene de atractivo, de tentador como la piel de zapa. La violencia a veces “inexplicable” de los anarquistas era una intervención concluyente para cortar de cuajo cualquier claudicación del futuro.

Está todo ahí, en La Patagonia rebelde: la fascinación de unas vidas aventureras y trágicas, la cuestión de la violencia no como un “debate” entre intelectuales que posan de civilizados sino como una matriz ineludible en esos tiempos sin ley ni democracia real; la integridad de caballeros andantes y un coraje que Borges añoraba en sus antepasados del siglo XIX y Bayer lo encontró mucho más a mano en el lejano sur, en el penal de Usuahia y también en las calles de Buenos Aires.

El poder es el punto ciego en este conflicto entre violencia e idealismo, Pero no hay nada de utopía ingenua en La Patagonia rebelde, que es el gran legado de Bayer. Una obra trepidante en la que finalmente culminan esas etapas de la bildungsroman que lo llevarían a comprender las dos caras del alma humana, esa dualidad que desde tan joven quiso conocer.