13 de marzo de 1996. Thomas Hamilton, un coordinador de los Boys Scouts apartado de su puesto por mala conducta, irrumpió en el gimnasio de una escuela primaria de Dunblane, al norte de Edimburgo, y abrió fuego contra alumnos y maestros. Disparó sus cuatro pistolas durante tres minutos y luego se suicidó. La masacre se convirtió en el asesinato múltiple de menores más resonante del Reino Unido. Dieciséis niños y una docente perdieron la vida. Aquel fatídico día, sin embargo, un chico de ocho años volvió a nacer. Cuando se dirigía rumbo al gimnasio junto con su hermano, escuchó los tiros y corrió a esconderse bajo una mesa. Ya había llegado al mundo como un bebé prematuro y con la rótula bipartita -los huesos de la zona se mantienen separados en la etapa infantil-, pero aquella vez el destino lo transformó en un verdadero sobreviviente.

Por el asedio del trauma, su madre lo envió a Barcelona cuando tenía 14 años. Allí, en la conocida academia de Emilio Sánchez Vicario y Sergio Casal, el joven que pudo haber perdido la vida en aquella matanza se forjó como tenista y se propuso ser el mejor. Y vaya si lo consiguió.

Un escapista, un deportista que creció, se formó y alcanzó la cima del mundo mientras materializaba su fortaleza emocional en momentos que trascienden la historia. Tanto que el hecho de que la cadera le dijera basta, y tuviera que anunciar su retiro con apenas 31 años resulta diminuto respecto de la leyenda que supo construir. Sólo un hombre fue capaz de destronar a todos en plena etapa dorada de Federer, Nadal y Djokovic; sólo un hombre tomó la herencia de Fred Perry y cortó una maldición de 77 años sin campeones británicos en Wimbledon y 79 sin conquistas en la Copa Davis; sólo un hombre se colgó dos medallas doradas en singles de los Juegos Olímpicos. Andy Murray, el mejor ajedrecista, uno de los jugadores con más recursos y mayor inteligencia que surgieran en las últimas décadas en el circuito, dejará la actividad antes de tiempo pero su huella lo tapará todo.

“No puedo ponerme las zapatillas o las medias sin dolor”. Las palabras salieron de la boca del escocés durante una conmovedora rueda de prensa en Australia, en la que contó detalles sobre su dura decisión: “En diciembre decidí que no puedo seguir con esto. Necesito darle un cierre a la situación porque estoy compitiendo sin tener idea de cuándo acabará mi dolor. Le dije a mi equipo que podía aguantar hasta jugar en Wimbledon, aunque no estoy seguro de que pueda aguantar cuatro o cinco meses”.

Murray padece una lesión en la cadera desde 2017 y fue operado en enero de 2018. Desde entonces, sólo disputó 14 partidos y no consigue competir sin sufrimiento. En Melbourne hasta deslizó la posibilidad de volver a someterse a una intervención quirúrgica para mejorar su calidad de vida. La forzada decisión de alejarse de las canchas habrá sido apenas un punto negro para un deportista que supo reinventarse con el objetivo de superar a los colosos.

Con cuatro derrotas consecutivas en finales de Grand Slam, en enero de 2012 contrató como entrenador al mítico Ivan Lendl, quien también había perdido sus primeras cuatro definiciones grandes antes de triunfar en Roland Garros 1984, la primera de sus ocho conquistas de calibre. Los frutos aparecieron en su temporada debut con el checo: tras el llanto por la derrota en su primera final de Wimbledon, se colgó la medalla dorada en los Juegos de Londres, en el mismo recinto, meses antes de estrenar sus vitrinas de Grand Slam con el trofeo del Abierto de Estados Unidos.

Murray capitalizó el aporte de Lendl de semejante manera que encontró la entereza mental necesaria, para soportar la presión de toda Gran Bretaña y lograr el ansiado título en Wimbledon, en 2013, para tomar el legado que había dejado Perry en 1936. La sequía se cortó con una maravilla digna del escocés: el triunfo 6-4, 7-5, 6-4 ante el incorruptible Djokovic en la final quedó plasmado como una exhibición táctica y estratégica de otro planeta. El serbio jamás encontró posibilidades contra un rival que colocaba la bola en el preciso lugar en que se lo proponía.

A mediados del año siguiente pateó el tablero. No es común que un tenista masculino de elite elija a una mujer como entrenadora y el británico lo hizo. Por eso recibió infinidad de críticas cuando empezó a trabajar con la ex número uno Amelie Mauresmo. Con ella empezó a mostrar su faceta feminista, y comenzó a defender los derechos de las mujeres siempre que tuvo oportunidad.

Su vínculo con la francesa duró dos años pero fue una clara muestra de su lucha contra el sexismo en el tenis. “Estoy a favor de la igualdad de oportunidades; si eso es ser feminista entonces podría decir que lo soy”, había deslizado años atrás. En un ambiente en que el feminismo aún no tomó cierta fuerza, Murray nunca tuvo problemas en pelear por la equidad de género.

Meses después de terminar 2015 con la primera Copa Davis para Gran Bretaña desde 1936, decidió cobrar los mismos premios que las mujeres en el Masters de Roma de 2016: “El Abierto de Italia parece ser uno de los últimos bastiones del chauvinismo machista; las jugadoras que el año pasado llegaron a cuartos debieron conformarse con 46 mil euros”. Meses después ganó su segunda medalla de oro en los Juegos de Río, y un periodista le preguntó qué sentía al ser el primero en lograr dos medallas en la misma disciplina. La respuesta fue determinante: “Creo que Venus y Serena tienen como cuatro cada una”.

Aquella temporada 2016 marcó un antes y un después en su carrera deportiva. Volvió con Lendl y sacudió al mundo: ganó 78 partidos sobre 87 disputados, logró nueve títulos, saboreó la gloria por segunda vez en Wimbledon y le arrebató de las manos a Djokovic el Masters de Londres y el número uno de fin de año tras otra final categórica. El punto cúspide de una trayectoria que acumula 45 trofeos -tres de Grand Slam y 14 de Masters 1000-, una Copa Davis, dos oros olímpicos, 41 semanas en la cima y 12 victorias frente a los número uno.

La bendita cadera, una de las lesiones más duras para un tenista, se interpuso en el sendero de Murray así como lo hizo con otros campeones como Haas, Kuerten, Hewitt o el propio Nalbandian. Aquel niño que eludió a la muerte y jugó un tenis vintage en plena época moderna, no obstante, se irá después de haber dejado una marca indeleble. Kasparov estará afuera de las canchas pero dejará sus grandes conquistas para la posteridad.