Me propongo reflexionar sobre los cambios operados en torno a la manera en que se afronta el fenómeno de la muerte, tanto a nivel subjetivo, como a nivel social. Desde aquella muerte que un par de generaciones atrás, era llorada con pena y duelada por largo tiempo, nos encontramos hoy con otro panorama. Entonces era ineludible el velatorio y la ceremonia del entierro, la convocatoria a familiares y amigos. La noche acompañando a los deudos. La ropa de luto. Las visitas al cementerio. La supresión de celebraciones durante un largo período. El silencio. La muerte como un acontecimiento de profunda significación y presencia en la vida cotidiana.

En estos tiempos pareciera darse un fenómeno de negación de la muerte en ciernes o ya acaecida, y de elusión de los sentimientos angustiosos que genera. Los rituales tienden a ser simplificados al máximo, cuando no a desaparecer. La banalización de la muerte, esa disminución de rituales y hasta la evitación de referirse a la misma, expresa la dificultad de incluirla como parte de la vida y de su lugar en los lazos.

Suele así suceder que se elude algo necesario: pensar con Norberto Bobbio que: "…Respeta la vida quien respeta la muerte. Toma en serio la muerte, quien toma en serio la vida, esa vida, mi vida, la única vida que me ha sido concedida, aunque no sepa por quién e ignore por qué. Tomar en serio la vida significa aceptar firme, rigurosamente y lo más serenamente posible, su finitud."

El contexto actual. Con la prolongación de la vida y ancianidades cada vez más extensa, se dan situaciones en que esa sobrevida da lugar al agotamiento de paciente y familiares, y en casos a la indecencia de un encarnizamiento terapéutico. Me temo, que éste, poco tiene que ver con lo razonable y lo piadoso, y más con intereses de una medicina entendida no como servicio, sino como fuente empresarial de ganancias. Volveré sobre este punto.

Con la reducción del número de integrantes de las familias la carga del cuidado de ancianos y enfermos recae sobre pocos. Los hijos ya mayores de ancianos muy longevos, suelen referirse a sensación de alivio cuando terminan esos tiempos de dolor. "Los peores años de mi vida", dijo alguien, del lapso de dependencia de su madre antes de que muriera, y que lo mantenía a él a cargo de su cuidado, como una penosa obligación.

Y se ha instalado bajo estas circunstancias un sentimiento de apropiación de la vida de los hijos o familiares a cargo, que no pueden disponer en libertad de su tiempo, sobre todo del tiempo no laboral, esto es: feriados, fines de semana y vacaciones. Correlativamente en los ancianos, un sentimiento de apropiación prematura de sus bienes, que los puede llevar a sentirse despojados. En los ancianos instalados en geriátricos, la casa que ocupaban, suele ser dispuesta, sin su consentimiento. Cuando el anciano menciona la posibilidad de volver, sus palabras son desoídas y eludidas por quienes ya la ocuparon, a veces desde la mala conciencia.

Recíprocos despojos. De los bienes de unos y de las oportunidades de vivir libremente de los otros. Sobre todo con senectudes prolongadas. Es frecuente que quienes envejecen deban deponer el mando, y esa pérdida sucede sin resignación y muchas veces con furias y despotismos.

Generalmente, despotismos ejercidos sobre los familiares más comprometidos, desde una ingratitud que no considera que el cuidado que se le dispensa al anciano o al enfermo, implica tiempo, esfuerzo, energías, y también la postergación de los propios proyectos del cuidador.

*Psicóloga.