“El deseo va usando con líneas oblicuas la lengua”, decía Nicolás Peyceré, el último escritor argentino de culto, con una sintaxis enrarecida, exquisita y fragmentaria, que hacía estallar los vestigios del lenguaje para diseminarlos y ponerlos a brillar de otra manera, a contrapelo del “deber ser” de una escritura literaria correcta, consensuada y domesticada por el “mercado” del realismo nacional. El poeta y narrador –que estaba fascinado con el mundo de la sensualidad femenina, como lo explicitó en la novela Los días sentimentales (2005), donde captó la voz, el tono y la respiración de una mujer moderna de la década del 30 del siglo pasado con una excepcional sensibilidad artística, una joven inglesa que se casa con un argentino en vísperas del golpe de Estado de Uriburu– murió el viernes pasado, a los 96 años, con la misma discreción y modestia con la que vivió.

Peyceré había nacido en Buenos Aires el 16 de noviembre de 1923, en el seno de una familia de ascendencia francoitaliana. Aunque la lectura lo atrapó desde la adolescencia, después de cursar el bachillerato en el colegio Champagnat, estudió medicina en la Universidad de Buenos Aires (UBA), para cumplir con el deseo materno de tener un hijo médico. Trabajó en el Hospital Rivadavia y fue médico rural durante seis años, hasta que en 1954 consiguió una beca y se fue a estudiar a París durante un año. A los pocos días de regresar a Buenos Aires, murió su padre. Entonces un amigo, que lo vio que estaba “oscuro y melancólico”, le recomendó que se analizara. Empezó con Alberto Fontana y pronto comenzó a trabajar en el staff de la clínica como un analista más. Después se independizó y tuvo sus primeros pacientes a la par que crecía cada vez más el territorio de la escritura. Conoció a Oscar Masotta, con quien empezó a leer y a estudiar a Jacques Lacan. Publicó su primer libro de poesía Almotamid (1963), casi a los 40 años; luego sumó un poemario más, Sísara y Juan (1969); el ensayo semántico filosófico Additamenta (1995); La explicación (1986), que volvió a publicar en una versión corregida y con sus dibujos en 2013; la novela Las muchachas sudamericanas (2001); los inclasificables Las tardes con Úrsula (2017) –en la portada del libro están Peyceré y Ursula Exter, profesora nacida en Alemania con la que está casado desde 1983 y con quien tuvo cuatro hijos– y Los estudios (2018).

“El método de Nicolás Peyceré, en su entrecruzamiento de lo filosófico y lo literario, tiene mucho de Lezama Lima. Pensamientos y hechos se relevan con una gravedad, y una ligereza también, admirables”, compara Luis Chitarroni al analizar Los estudios, el último libro publicado por Mansalva, y agrega que el “celo” con que el escritor y psicoanalista “ha ocultado su genio durante todos estos años equivale a la terquedad con que los lectores nos hemos negado a reconocerlo”. Peyceré admitió que en los últimos años, especialmente a partir de 2000, su escritura giró intensamente alrededor de las mujeres, y que disfrutaba leyendo a Claire Keegan, Fleur Jaeggy, Elfriede Jelinek, Christa Wolf y Norah Lange; los poemas de Sylvia Plath y Elizabeth Bishop. “La verdad es que me aburren en general los escritores hombres. Creo que la literatura femenina en este momento tiene un resurgimiento, y que es útil leerla para modernizar la escritura de uno”, decía el escritor y psicoanalista en una entrevista con Augusto Munaro, publicado en 2016 en el diario Los Andes.

“Si mi palabra sorprende, participo del anacoluto, rompo acuerdos, quiebro unas presuposiciones vidriosas”, escribió Peyceré en Las tardes con Ursula. “El deseo va hacia accesos. Soy igual que transgresión fingida, ilusionismo burdo, sentido inestable, y además, parloteo, habladurías, la francachela. Pero enseguida unas interpretaciones hacen la incerteza, cambian significados”. Damián Tabarovsky propone leer toda la obra del escritor y psicoanalista “como una expansión del campo de lo posible, que en Peyceré bien podría declinarse como el campo de lo ilegible”. “Quien haya frecuentado alguno de sus libros lo sabe, hace de lo ilegible su punto de partida (y su punto de llegada: la meta es el origen). El título de la letra es oscuro, proliferante, a veces vacío (entendiendo vacío como lo que no tiene centro). La interpretación, escribe Peyceré, es inferencia, y no de pruebas, no se halla protegida de la controversia”, recuerda Tabarovsky. “Lo ilegible no es críptico sino polémico. Es en ese contexto, en esa contingencia, que debemos leer a Peyceré (...) entonces su prosa rota se vuelve cristalina, transparente, diáfana”.