Hace cuarenta y ocho horas desperté de mi pesadilla personal con una Empresa de Telefonía, cuyo nombre no escribiré porque les tengo terror abisal. 

Empezó hace seis meses, después de un corte de luz. Vuelta la energía al hogar, el módem no se encendió más. Llamé a Atención al Cliente. Una chica amable me dio un Número de Reclamo (“¿tiene para tomar nota?”) y me aseguró que el Correo se encargaría de enviar un equipo nuevo en el lapso de cinco días hábiles. 

Quince jornadas después, sin módem, volví a llamar. El Representante que me atendió no tenía registro del pedido anterior. Le canté el Número de Reclamo. Desconocido. Me dio otro y prometió un módem en diez días hábiles. Esta secuencia se repitió tantas veces durante tanto tiempo que, harta y enfurecida, contraté a Otra Empresa. Después inicié el cruce de la Meseta de Gorgoroth, es decir, el intento de darme de baja. Los Representantes están entrenados para no dejar que un cliente se vaya y yo, en otro momento de mi salud mental, hasta sentiría remordimiento o pensaría que, quizá, mi decisión les quite el puesto o los degrade a una oficina subterránea. Sucede que después de meses de mentiras, módem muerto, uso de mi celular como computadora y espera inútil del cartero, toda posibilidad de Ponerse en el Lugar del Otro cuando el Otro es un Representante dejó de existir. Que otros sean los correctos y solidarios con el prójimo explotado, etc. 

En el primer tramo de la baja, hay Averiguación de Antecedentes y Cortejo. Primero preguntan por qué uno se va después de tanto tiempo. Les explico el tema módem. Piden disculpas, dudan (“¿está segura de que nunca fue el cartero?”) y tratan de seducirme con servicios gratis y descuentos. Cuando esto falla, quieren saber hacia qué empresa migré. Qué te importa, les contesto. Aceptan y me dan un Número de Baja, que anoto debajo de los Otros Números (una página entera).

Unos días después llega la factura. Tienen que cobrar el mes de la baja, algo así como el depósito del alquiler, ramas del mismo árbol satánico. Lo acepto. A las pocas horas, me llama una Representante. Anuncia, contrariada, que tiene un “pedido de baja” de mi parte. No es pedido, le digo: ya me dieron de baja. Ah, eso no consta. Así te enloquecen: un procedimiento básico y eficiente. Dame de baja ahora, ordeno. Accede. Por supuesto, este no es el final y los llamados continúan durante varios días. Cuando logro deshacerme de ellos, la Representante de turno indica algo fundamental: debo devolver el módem y pagar mi deuda para finalizar el trámite. No, no pueden pasar a buscar el módem. No tienen Servicio de Recolección. 

Pagarles es un infierno que les ahorraré: solo deben saber que la Máquina no tiene opción de pago para ex clientes porque, para ingresar al sistema, sólo reconoce el número de teléfono que ya no existe (porque uno ya no es cliente). Hay maneras de sortear este muro de estupidez y también a los Representantes estupefactos que ignoran el obstáculo, pero me agobia contarlo. Por qué pagaste, me pregunta una amiga. Porque no tengo temperamento de luchona y detesto que me manden a Defensa del Consumidor. La batalla está perdida: no sé por qué la gente insiste en pretender que, en relación a las empresas, hay posibilidades de respeto, ayuda o compasión. 

Misión devolver el módem. Debo ir al local de la empresa más cercano a mi domicilio, me informan. Mentira: ahí no aceptan módems. Me derivan a otro, sobre la avenida Rivadavia. Tampoco. En la puerta conozco a uno de mis compañeros de ruta, el señor con el Módem en la Bolsa de Plástico. El ya lleva tres locales recorridos y una recarga de SUBE. En el siguiente local, los dos hacemos la cola juntos: en Recepción nos informan que ahí no se pueden abandonar módems ni se atienden pedidos de telefonía fija. Juntos llegamos a un local más grande, que es el destino final. Hay una cuadra de cola bajo el sol. La clientela más cercana consiste en 1) Una mujer con un módem que le enviaron de regalo, jamás usó y cuya propiedad le cobran hace meses aunque no lo sacó de la caja. 2) Un señor de Las Flores que ha olvidado en casa el Transformador y teme no poder completar el trámite (está en lo cierto). 3) Una mujer que quiere pagar la deuda pero, como expliqué, la Máquina no le da opciones. Olvidé decir que ninguno de los locales de la Empresa cobra facturas. 4) Una señora que se desmaya 5) Un señor que quiere prender fuego todo y hace chistes sin gracia sobre Bombita Rodríguez 6) Una anciana que pregunta si dentro del local hay teléfonos públicos 7) Un joven que, con un resto de humanidad, la conduce hacia el locutorio más cercano (la buena acción le cuesta el puesto en la cola) 8) Un señor que acusa a los empleados venezolanos 9) Una mujer que defiende a los venezolanos 10) Un joven que vende agua fresca, como todos los días, porque siempre hay cola. 

Después de dos horas aceptan mi módem. Cuando les pido pruebas de la baja, repiten que llame al asterisco ochocientosmil, y les contesto que ya llamé a todos los números del mundo y no me moveré del local. También tengo claro que ustedes no sirven para nada, agrego, con gran resentimiento, todo el zen perdido y aplastado.   

Cuando me voy, los de la cola me miran con odio. No los culpo. La burocracia de las empresas de servicios no es cruel solo por automatismo corporativo. Despierta en la mente reptil una alarma que grita: “Como todos, moriré. No puedo perder tiempo de mi vida en esta cola, con este módem en la cartera”. En cada llamada en espera, en los representantes que no saben o fingen no saber, en cada número anotado, en ese señor de Las Flores que no quiere llorar pero tiene los ojos húmedos porque perdió un día de trabajo y debe volver al día siguiente, en la locura de querer pagar y no poder, en todo eso se van días que no volverán a repetirse. Jamás. La eficiencia con que se tritura la dignidad suele describirse como “kafkiana” pero es un adjetivo injusto. En esto no hay belleza, ni inteligencia ni literatura. Lo único que hay es una interminable línea de producción de infelices.