Come chocolate muchacha; 

¡Come chocolates! 

Mira que no hay más metafísica en el mundo que la de los chocolates. 

Mira que todas las religiones del mundo no enseñan más que la confitería

Alvaro de Campos 

2El sol esta mañana es tibio y la lluvia de anoche hizo reverdecer las hojas de mi jardín. Hoy es un día como tantos, y al mismo tiempo no lo es. Cumplo años. Ochenta y tres. Soy vieja, lo sé. Es fácil decirlo, aunque para ser sincera, no es algo fácil de entender. 

Ochenta y tres, repito con lentitud, tratando de que se instale en mi conciencia. 

Me paro frente al espejo y me miro detenidamente, como se mira a un desconocido. Veo a una mujer vieja en camisón, con manos pequeñas deformadas por la artritis y ojos azules, todavía vivaces, que un día fueron bellos. ¿Soy yo?, me pregunto, tocándome el rostro con la yema de los dedos. La vejez es una tierra adonde siempre nos sentiremos extranjeros. Y de pronto, un día estamos allí, perplejos, sin entender cómo ni cuándo llegamos a ese lugar que creíamos ajeno. 

El paso del tiempo nos va despojando de muchas cosas, sí, pero también nos brinda ciertos placeres inesperados. Además de los achaques, con la edad comienzan los olvidos. A menudo olvido los nombres, las calles, pequeños sucesos del día anterior, pero curiosamente –por una especie de misericordia divina–, recupero con nitidez momentos del pasado. Por eso prefiero llamar a mi vejez: la edad de la memoria. La edad en que los recuerdos se hacen más anchos que el horizonte. 

Últimamente sueño mucho. No solo cuando duermo, no, también en la vigilia. Sueño cuando riego mis plantas, en mis caminatas vespertinas, cuando tejo junto a la ventana o miro la lluvia. Sueño con mi padre, con mi infancia en el campo, con mi amiga Dora, con la niñez de mis hijos. Y en estos días, curiosamente, sueño también con ese hombre que conocí en un viaje a Colonia. Un hombre a quien creía haber olvidado. 

Ayer, después de tanto tiempo, busqué las fotos de aquel viaje. Fue hace muchos años, yo era joven y viajaba sola. Salía de una larga gripe y de una relación amorosa que me había roto el corazón. Faltaban unos días para el inicio de las clases y decidí tomarme unos días de descanso. Había escuchado hablar de Colonia, esa ciudad que, según decían, parecía detenida en el tiempo. Me alojé en una antigua posada de estilo portugués, situada en el casco histórico.

Colonia del Sacramento es una pequeña ciudad uruguaya junto al Río de la Plata, fundada como colonia portuguesa en 1680 y disputada mucho tiempo por españoles y portugueses por ser un punto estratégico para el contrabando. Los visitantes la adoran. También yo, al llegar, quedé seducida por su encanto: el faro, la antigua parroquia, sus casas de piedra, el abrazo del río, su imponente silencio. Sin embargo, a los pocos días, cuando salía a caminar por la noche, comencé a percibir debajo de mis pasos,una ciudad secreta. Entre las piedras, me parecía escuchar el lamento de los esclavos, las risas de los marineros y las prostitutas, los secretos del contrabando, la furia de la sangre.

Por las tardes, solía llevar algún libro a uno de esos tantos barcitos con mesas en las calle, en el barrio Sur. 

Y fue allí, en uno de esos bares, cuando lo vi. 

Estaba solo, sentado en una mesa muy próxima, tomando un café.Era un hombrecito delgado y de aspecto frágil. Llevaba sombrero negro con ala ancha –un poco grande para su cabeza–, traje oscuro, corbata, bigote y anteojos redondos con marco de metal. Era llamativo su aspecto, tan fuera de época. También era raro que usara traje y sombrero en un día de calor. Seguí con la novela que estaba leyendo –o mejor dicho que intentaba leer–, porque en ese momento mi pena de amor ocupaba todos mis pensamientos. 

De pronto, escuché una voz muy suave, llamando al mozo. Y fue esa voz –que parecía venir de la nada–, la que me hizo volver a mirar al hombre del sombrero. 

Entonces lo reconocí. Era Pessoa. Sí, Fernando Pessoa, mi admirado Pessoa. Su caracterización era perfecta. Colonia solía darnos esas sorpresas: mujeres disfrazadas como en la época de la Colonia, con largas faldas y pañuelos a lunares en sus cabezas. Aguateros, esclavos negros, soldados y otros personajes de época  se nos cruzaban imprevistamente en sus calles y nos trasladaban atrás en el tiempo, como en un sueño. Seguramente Pessoa sintió la intensidad de mi mirada, porque giró la cabeza hacia mí. Le sonreí abiertamente y lo saludé con la mano, pero él no hizo ningún gesto, nada. Volvió a bajar la cabeza, como si mi saludo lo hubiera intimidado. Luego pagó la cuenta, y se retiró del bar con pasos cortos y veloces.

Esa noche no salí a caminar. Volví a la posada y me puse a escribir una carta al hombre que ya no me amaba. Una carta extensa, inflamada y rencorosa que, afortunadamente, nunca le envié.

Al día siguiente, regresé al mismo bar con la esperanza de volver a ver a Pessoa, pero no fue así. El mozo, un hombre disfrazado de vaya a saber qué cosa –sombrero de copa y medallas de colores en su chaqueta– me regaló una entrada para asistir, esa noche, a una obra de Moliére en el teatro. Acepté. Sin embargo, apenas comenzó la función abandoné la sala. Mi mente estaba lejos. Había perdido la capacidad de reír, los actores ponían demasiado énfasis, y todo mi ser anhelaba silencio.

Todavía guardo algunas fotos mías de aquel viaje a Colonia. 

Sentada en un banco de plaza, bajo un magnífico tilo. 

En la puerta de la antigua parroquia. 

En el muelle, con vestido floreado y un sombrero ridículo que había comprado esa mañana en la feria artesanal. 

La mujer que veo en las fotos es joven y hermosa, aunque a decir verdad, ese pensamiento estaba lejos de su idea de sí. El encanto de la juventud es como esas luciérnagas cuya luz solo se llega a percibir en la oscuridad, y será mucho después, al mirar hacia atrás, cuando se nos revelará todo su resplandor.

Mis días transcurrían plácidos, serenos, con una suave monotonía que ayudaba a mitigar mi tristeza. Casi había olvidado a Pessoa, cuando en un atardecer –un límpido cielo atravesado por franjas horizontales de color rosado y púrpura–, lo crucé en La calle de los suspiros. Yo regresaba a mi hospedaje y él caminaba en dirección al río. Estaba decidida a hablarle, pero él siguió de largo, sin mirarme siquiera. Su cuerpo era menudo y su figura parecía más bien la de un niño disfrazado de hombre.

–¡Pessoa!– gritó mi voz, y  él detuvo su marcha. Me acerqué, turbada, sin saber muy bien qué decir. Le pregunté si era uruguayo. Una pregunta tonta para una situación confusa.

Me miró unos instantes, serio. Luego, por toda respuesta,  hizo un gesto con la mano y dibujó un círculo en el aire.

–Ah… entiendo…–mentí– ¿Es actor de la compañía teatral, verdad?

–¿Actor?– preguntó su voz tenue. Se sacó los lentes, limpió los cristales con su pañuelo y parpadeó como si estuviera meditando la respuesta. Olía a tabaco.

–¿Actor?–repitió.

–Bueno, en verdad, solo quiero felicitarlo. Su caracterización es asombrosa. 

–¿Lo cree?.

Me parecía raro que moviera la boca. Que tuviera risa, gestos, manos y párpados móviles. El Pessoa de mi memoria era plano y silencioso: un fotograma fijo. Ahora, esa imagen tenía voz, dientes, olor, risa, vida. Era asombroso.

– Quiero decirle que no solo admiro su poesía, toda su obra, sino que lo siento muy cerca. Su melancolía está en perfecta sintonía con mi espíritu. Además…

 –¿Además?–adelantó la cabeza con curiosidad, como animándome a terminar  la frase.

–Amo a todos los hombres que lo habitan.

Abrió mucho los ojos. Se puso rojo. Carraspeó. 

Y de pronto, comenzó a reír y a reír. Con una risa inesperada, franca, libre. Y yo también reí.

Luego me dijo que tenía pensado caminar por la costanera. Le pregunté si podía acompañarlo y me dijo que sí. O mejor dicho, no dijo no, y yo no estaba dispuesta a renunciar a su compañía.

Caminamos en completo silencio, como viejos amigos que ya no necesitan las palabras. 

Después de casi una hora de marcha llegamos a una zona rocosa, junto al río, y nos sentamos a descansar. Entonces hizo algo inesperado. Se sacó los zapatos. Sus pies eran delgados, huesudos, y muy blancos. Se arremangó un poco los pantalones, fue lentamente hasta la orilla, y dejó que el agua cubriera sus pies. 

Nunca olvidaré esa imagen. 

Pessoa de espaldas, con su severo atuendo: sombrero negro,traje, corbata, y sus pies descalzos chapoteando en el  río.

Al rato regresó a mi lado, sonriente, dejó el sombrero sobre una roca y nos quedamos contemplando el enorme sol rojo hasta que se ocultó por completo. Anochecía. 

En un momento, su voz quebró el silencio con unos versos en perfecto portugués. Los decía en voz muy baja. Para él, para mí, para nadie. Eran versos que yo nunca había leído, en un idioma que entendía a medias. Sin embargo, algo en la cadencia de su voz, sumado a la llegada de la noche, me resultaba sobrecogedor. Después, nuevamente se instaló en el silencio. Era curioso que Pessoa –Señor de todas las palabras–, fuera tan silencioso.

De pronto, giró la cabeza hacia mí y me preguntó si estaba triste. 

Le dije que sí. Y le hablé largamente de ese joven cuyo único pecado era el haber dejado de amarme. 

Pessoa me escuchaba con atención, sin emitir palabra. Solo asentía apenas con la cabeza, cada tanto, como si comprendiera mi dolor. Cuando terminé mi relato, una de sus manos acarició mi mejilla. Había tanta ternura en ese gesto que cerré los ojos, recosté mi confiada cabeza sobre su hombro, y lloré.

No sé bien qué ocurrió después, cómo ni cuándo me venció el sueño. Sólo sé que desperté en la playa, sola, con los primeros rayos de sol de la mañana, el aire frío del amanecer y un perro vagabundo husmeando en mi bolso. En un primer momento me sentí confusa, ¿qué hacía allí?, pero enseguida reviví el encuentro con Pessoa, nuestra caminata, sus pies descalzos en el río, mi cabeza descansando sobre su hombro. 

Miré a mi alrededor para ver si él estaba cerca. 

Eran casi las seis de la mañana y la playa estaba desierta.

En unas horas vendrán mis hijos a celebrar mi cumpleaños. 

Desde que tuve el problema cardíaco se muestran más atentos, más cariñosos, me llaman más seguido. Seguramente piensan, con razón, que no me queda mucho tiempo en este mundo. Por eso celebraré, más que otras veces, pondré el mantel de lino lila que guardo para las ocasiones especiales, las copas de cristal y algún bonito arreglo floral en la mesa. Inés traerá su ya famosa torta de moras y todos alzaremos las copas al terminar de cenar. Luego se irán a sus casas y yo volveré a mis pequeñas rutinas: mi jardín, mis caminatas, los libros, y el vasto territorio de mis sueños. 

A veces me dan ganas de contarle a mis hijos lo que viví en ese viaje de juventud, pero se reirían. Inés siempre me ha tildado de fantasiosa y a Joaquín le parecería una linda idea para escribir un cuento fantástico. A los viejos nadie les cree demasiado, ni ellos mismos, y por otra parte, no tengo ninguna foto de Pessoa en Colonia, ningún testigo de nuestro breve y singular encuentro. Confieso que yo misma creería que todo fue un sueño, si no fuera por aquel obsequio.

Aquella mañana, cuando desperté en la playa, sola, me propuse encontrar a Pessoa. 

Lo busqué en los bares, en la rambla, en la plaza principal, en la librería, en la Iglesia, en La calle de los suspiros. Pregunté a todos si lo habían visto, si me podían dar algún dato, algo. Pero Pessoa parecía haberse esfumado y nadie parecía conocerlo. 

Al llegar a mi habitación, exhausta, después de horas de una búsqueda inútil, abrí mi bolso para sacar las llaves y encontré un papel color celeste, cuidadosamente doblado. Lo abrí con avidez. Era uno de sus magníficos poemas: Tabaquería, escrito a mano, con una letra diminuta y redondeada. Firmaba, Álvaro de Campos. Mientras lo leía me parecía escuchar esa voz suya, tan tenue que parecía venir de la nada. 

Y luego encontré algo más. Algo que todavía me hace sonreír. Además del poema, Pessoa había dejado para mí, también, un chocolate.