Me llega el vinilo El gusanito en persona, de Jorge de la Vega, y entro –la frase es de Pipo Cipolatti– “en un Parque Chas temporal”. ¿Qué hacer con la edición 50° aniversario de un disco ya definitivamente escuchado en su momento en la tardía versión en CD? ¿Qué hacer con esta esquirla cuadrada de los 60 trasladada a estos tiempos y sus diez surcos de canciones pequeñas, morosas, angeladas? No comulgo con el vintage del vinilo, pero admito que en perspectiva la envoltura de aquellos discos negros, algo hipnóticos cuando giran bajo la púa, su diseño y sus resoluciones gráficas, funcionan como invencibles artefactos pop. 

El gusanito en persona (editado por el sello Otras formas a instancias de la curadoría de la artista Flor Ciliberti) debe ser, sí, el disco más pop de esa movida fugaz y candorosa que se llamó La Nueva Canción Argentina. El vinilo me llega como si lo hubiesen dejado en la recepción de la revista Panorama. Lo primero que descubro es una lámina interior de fotos de Oscar Bony, que revelan en blanco y negro el rostro entre oficinesco, nerd y lennoniano de De la Vega. Es para mí el hallazgo más inquietante de la edición original. Bony venía de montar en 1968 en el Di Tella la obra La familia obrera, que el régimen de Onganía consideró subversiva y censuró. Era una instalación en vivo de una familia real: un matrimonio con un hijo. Lo subversivo habitaba en el cartel que completaba la obra: Luis Ricardo Rodríguez, matricero de profesión, percibe el doble de lo que gana en su oficio por permanecer en exhibición con su mujer y sus hijos durante la muestra. Yo conocía a Bony por sus alucinantes fotos de Los Gatos y Almendra. Y acá está, con Jorge de la Vega: hace un link sobre aquella Nueva Canción trunca –los pasos de café concert de Nacha Guevara, Jorge Schussheim, Marikena Monti– y el rock argentino y define una cartografía porteña que conciliaba templos plebeyos como La Perla de Once con otros vanguardistas chic como el Di Tella, la calle y la universidad, la flor y la bomba.

Pongo el disco. No puedo dejar de pensar que al momento de grabarlo en Phonalex en septiembre de 1968, Jorge de la Vega era ya uno de los artistas plásticos fundamentales de la Argentina y uno de las cabezas de La Nueva Figuración, grupo que había hecho su morada artística en la galería Bonino. Pero hurgando su biografía también pienso que no fue un tema menor para él haber sido el hijo de José de la Vega, autor de varios tangos, entre ellos el célebre “Madre hay una sola” en coautoría con Agustín Bardi. Siempre tuvo la guitarra a mano, y en 1952 le decía en una entrevista a León Benarós: “Pinto sólo cuando tengo ganas. Utilizo modelo, que me gusta dejar en libertad, para sorprenderlo en su gesto menos forzado. Creo que, en pintura, el tema es sólo un pretexto para lo que uno quiere decir”. Y De la Vega quería decir muchas cosas. Además de Benarós, otro que apuntaló su obra plástica fue Manuel Mujica Láinez. Justamente Manucho escribió unas líneas deformes y circulares –otra perla de la edición– en el sobre interno: “(…) Me maravilla, al observar lo que antes presentí, hasta dónde este fascinante fabulista musical es uno que pinta al cantar o que canta al pintar, inventor incansable de maravillas, pintor del aire…”

También pienso que poco antes del disco, en 1965, De la Vega viajó a los EE.UU. invitado por una universidad en Ithaca, y que la beatlemanía le debe haber estallado en la cara. Al regresar trabajó en la legendaria revista de rock Pinap y organizó una serie de cuadros que integró la impronta de su padre con los sixties: uno de las pinturas se inspiró en el tango “Nunca tuvo novio”; otra la tituló “Retrato de Eleanor Rigby.” 

Suena el disco. Un beat con orquestaciones impersonales, foxtrots, baladas que condensan todas las marcas de época: de la chanson de Brel y Brassens a la psicodelia. Como dijo sobre estas canciones el especialista en cultura popular Sergio Pujol, en una ponencia consagrada al año 1968, realizada en la Universidad Di Tella: “Todas tienen un tono burlón y un poco delirante. Podían ser sarcásticas, pero al mismo tiempo eran tiernas y piadosas. Un cierto idealismo hippie les daba un fuerte sentido epocal, quizá pequeñoburgués a los ojos de la izquierda mas dogmática”. 

El disco es extraordinario y pueril. Federico Peralta Ramos, uno de los más oblicuos intérpretes de sus canciones (otro vive y es Leo Maslíah), señaló: “La niñez y la juventud son una forma de ser genio por la inmadurez. El día que uno mata al niño deja de crear. A veces se pierden las defensas, y Jorge era muy vulnerable”. De alguna manera, se puede pensar El gusanito… como una condensación apretada de lo que María Elena Walsh desplegó en decenas de discos. La fábula y el non sense de “La gata Teresa”, el mundo al revés de la genial “La hora de los magos”, el pulso periodístico de “Rotativa”, la patafísica de “El gusanito”, la lírica exuberante de “Diamante en almíbar.”

En tiempos de espejos negros, de palabras avant la lettre como “distopía” y de profetas del Silicon Valley como Yuval Noah Harari que nos confinan a la condición de cobayos consumistas, títeres de la Big Data, el gusanito de Jorge de la Vega puede ser una metáfora actual: simplemente inventa su destino mientras camina y se hace preguntas filosóficas, en soledad, “con el mundo entero del revés”. ¿Cuan lejos estamos de un apocalipsis tecnológico? Dicen que el gusano es el insecto que se alimenta de la muerte. De la Vega murió poco después de editado el disco, a los 41 años. El gusano lo sobrevive, en persona, y  todavía hace las preguntas que nadie quiere contestar.