Entre todos los elementos sensibles que podríamos mencionar, el proyecto de golpe de Estado en Venezuela revela muy claramente lo que llamaré crisis de la política Occidental. Esta  sobrevolaba casi siempre sobre el pivote de la humanidad como un fin en sí mismo, como un ámbito de realizaciones individuales y colectivas. Se entiende por realización, una adquisición progresiva de un saber en la relación diferencial y comprensiva hacia los otros, y un balance subjetivo sobre varios conceptos que llaman al equilibrio: uno, el contrato social, donde cada uno se pone en el interior de la voluntad general y reconoce a ésta como parte indivisible del todo. Otro, la humanidad kantiana, “obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio”. 

Otra insignia del pensar Occidental podría ser la reflexión sobre el problema que proviene de la razón que se alberga en el mundo de vida, y su choque con la razón instrumental. Entre ambas se desequilibran, y ese desequilibrio alumbra una necesidad de contenerla en un horizonte político y filosófico. Estas nociones ya casi nos han abandonado. También parece haberse ido para siempre la idea de que hay una revelación o una natalidad cada vez que se comprende como inaugural un discurso o una acción. Todo eso ha estallado. La distinción entre la ética de la responsabilidad y la ética de convicción, ya no tiene ningún empleo real para definir la acción política. El neoliberalismo ha malgastado a la primera; y a la segunda la aniquiló con el desprecio a las ideas trascendentales. Lo que a la vez hizo trizas la idea de Habermas de que en un espacio público ideal triunfa siempre “el mejor argumento”. 

Ideas que parecen profundas y acertadas, como la inversión que hace Foucault de las máximas Clausewitz, “la guerra es la continuación de la política”, no sirven más para advertirnos que siempre ha existido un sustrato bélico en la primera instancia de significación de una sociedad, lo que hace que todo tenga matriz de conquista y despilfarro de vidas. Y sin necesidad de ningún arabesco teórico. Asimismo, la crítica a la industria cultural, que data de mediados del siglo XX, no solo está abolida de hecho por el total triunfo de ésta en todo el mundo, sino porque organiza las creencias colectivas. Hasta la elevación de una traza ferroviaria urbana puede no verse como un hecho técnico necesario o una especulación inmobiliaria, sino como parte de la mencionada industria  cultural, un bien de consumo colectivo, una estética o ilusión de la libertad urbana.

Precisamente este ideal libertario que es aglutinador profundo de los sentidos que la palabra Occidente podría contener, está cercado por circunstancias que lo falsifican a diario, tanto el miedo orgánico que destruye toda idea comunitaria, como la esperanza sin pasión, es decir, el viejo recurso de la promesa ennoblecedora con un tipo de voto de felicidad futura, convertido en una oferta tentadora de supermercado o en una publicidad sobre el mejor método de elegir una cama de hotel en cualquier lugar del mundo. 

Yendo al grano: la escena de los embajadores, una media docena larga de diplomáticos europeos, de Francia, Canadá, Alemania, España y Holanda recibiendo a Guaidó en Maiquetía, hacen pensar. Países que son una buena parte de Occidente ¿no es cierto? Seguramente ese espectáculo lo produjeron personas que se sintieron tocadas en su núbil corazón humanitario. Entre los mecanismos resueltos por el golpe de Estado, se encuentra la crítica a la falta de medicamentos en Venezuela, típico reclamo humanitario, es decir, referido a la humanidad que pudieron definir grandes juristas de todos los tiempos, lo que cerraría toda discusión. Hay que sacar entonces al Maligno, al Katechon, al Anticristo. Los golpistas no quieren justificaciones de ocasión, si los apuran pueden ir a Carta a los Tesalonienses.  

En ciertas épocas, Occidente significó no un hegelianismo de derecha sino un militarismo de la llamada guerra fría, metáfora ingenua, pues las guerras tienen temperaturas comunicacionales de varios tipos y gradaciones. Las discusiones de Grocio sobre la guerra en el siglo XVII, que influyen sobre Alberdi en “El crimen de la guerra”, ya han sido superadas por el ascenso de una nueva política sin filosofía. Sin nociones de lo que es la humanidad, sin prevenciones sobre la índole paradójica de las estructuras ético-prácticas de lo humano. Protestan cínicamente por una ayuda humanitaria que no logró pasar la frontera. De este modo toman el enunciado como parte del derecho de gentes de la antigua Europa, y encontraron una justificación de la guerra, del dominio global, de lo que denominan guerra comercial y de las técnicas del golpe de estado que dejan hecho un poroto a las que describió el neofascista Curzio Malaparte. 

Recurren para sus acciones al revestimiento humanitario de los misiles y los aviones militares, como el que tiró la bomba atómica en Hiroshima, hecho que lleva hasta hoy a reflexiones sobre la culpa y el arrepentimiento. Se sabe de la jactancia de uno de lo pilotos, mientras otro exclamaba “Dios mío, qué hemos hecho”. Son las grandes discusiones de Occidente en relación a la razón técnica y la conciencia crítica, siempre en torno a que hace lo humano sobre lo humano. Hay suficiente documentación sobre este debate, olvidado por los que ahora postulan en Venezuela el “drama humanitario” que ellos mismos han creado. El bombardeo en nombre de la humanidad es un modelo de acción de lo que llamaríamos el modo norteamericano de encarnar la decadencia de Occidente, con el cortejo de los humanistas embajadores europeos, que no son Vico ni Goethe, sino funcionarios de pequeños poderes “sub delegados de la guerra comercial”. 

El avión que lanzó aquella bomba se llamaba Enola Gay, nombre tierno de la mamá del piloto Tibbets. Es cierto que Norteamérica es Emerson, Withman, Raymond Chandler o Faulkner. Pero también es Tibbets y el Comando Sur. Hoy gobiernan. Y es cierto que hay en Europa discursos como el de Melenchón, que casi en absoluta soledad, señalan estos postreros capítulos del “jus publicum europaeum”. Las ruinas del humanismo sosteniendo la operación golpista. Mantienen Guantánamo y hablan de derechos humanos. Cierran sus naciones con un despunte inadmisible de neoracismos y endorracismos que reviven de sus cenizas, y acusan de dictadores a los gobernantes legítimos de Venezuela. Entretanto, sostienen gobiernos de los que se conoce mundialmente la estructura despótica con la que administran territorios petrolíferos lejanos. 

Rebajan la política a actos de chantaje y pistolerismo, como los anuncios de Trump desde sus corbatas tornasoladas, rojo sangre. Personifica mejor Roger Waters el humanismo universal que el declarado discípulo de Paul Ricoeur, que gobierna Francia. Ricoeur era un hermeneuta interesante, pero él mismo no era interesante. El sostenimiento del gobierno legítimo de Venezuela, encarnado en el presidente Maduro, no es un hecho que pueda juzgarse con el vocabulario restringido de Trump o Macri, que hablan de un dictador y apelan -teólogos ellos-, a la idea del Mal. Bailotean sobre un humanismo ficticio, escondiendo proporciones de guerra y agresividad política, tras camiones con medicamentos. No sé cómo Ricoeur analizaría esta “metáfora viva”, entre las ojivas medievales del gótico europeo y las ojivas nucleares de la “ciudad gótica” estadounidense. 

Batman y Robin podrían haber llamado medicamentos a sus cirugías de extirpación de gobiernos que no están desposeídos de la voluntad general popular, sino que la tienen de una forma que los dueños de los misiles “Patriot” no consideran adecuada.  Han dado vuelta todos los nombres, los miran por su revés, pero los siguen usando. Dicen humanismo y lanzan llamas. Con el largo intento golpista, la tradición del humanismo occidental tiene en Venezuela su resquebrajamiento moral más concluyente, la eclosión trágica de sus arcaicos resplandores y deseos.