Una de las pocas alegrías del año pasado fue que los especuladores inmobiliarios y sus socios en el gobierno porteño terminaron perdiendo la batalla por el monasterio de Santa Catalina, que se alza desde el siglo 18 en la calle San Martín, entre Viamonte y casi Córdoba. Como se recordará, la idea era construir un horror espectacular sobre Reconquista, un muro de cien metros de largo con muchos subsuelos, un edificio penoso en lo conceptual y brutal en su impacto urbano. Basta de Demoler, el párroco, los vecinos y varias personas que piensan en el patrimonio batallaron un largo amparo que terminó descartando la obra por fallo de la Cámara.

Entre los que pusieron el hombro estuvo Ramón Gutiérrez, el eminente historiador de nuestra arquitectura y ánima del Cedodal, uno de los mejores recursos intelectuales que tiene el patrimonio en nuestro país. Gutiérrez escribió en su momento una historia de los problemas del monasterio y su iglesia que formó parte del amparo original y tuvo mucha influencia en el resultado final. Leer el documento es ejemplar, más allá del caso puntual, porque como dice el autor es una historia de “medio siglo de errores” que muestra con claridad de qué maneras se pierde el patrimonio edificado, qué no entienden ni sus dueños, ni los gobernantes, ni los especuladores.

Lo primero que remarca Gutiérrez es que el conjunto sobre la calle San Martín es uno de los pocos, muy pocos edificios coloniales que quedan en una Buenos Aires que los destruyó para olvidar su pasado. De hecho, “no se conserva entera ni una sola casa de los primeros doscientos cincuenta años de vida” de lo que fue una capital colonial. Así se entiende que la iglesia de Santa Felicitas fuera declarada Monumento Histórico Nacional ya en 1942, entre los primeros que trató la entonces flamante Comisión Nacional que hoy preside Teresa de Anchorena. El monasterio recibió su declaratoria en 1975, pero ya en 1943 las monjas pedían ayuda para restaurar pinturas y bóvedas del tempo, y en la década del cincuenta hubo que suspender la clausura para hacer reparaciones en el convento. 

Los problemas surgieron en las últimas décadas del siglo pasado, cuando las monjas no pudieron sostener más el convento y vendieron parte de la manzana, que ya había sido recortada por el ensanche de Córdoba. Ese ensanche, de paso, costó parte del monasterio, el huerto y hasta el cementerio. Ahí se construyó el espeluznante edificio de la esquina de San Martín y Córdoba, otra muestra de barbarie porteña y de falta de respeto al entorno. Más tarde, el obispo José Erro, cuya administración de la iglesia todavía se recuerda y no con alegría, vendió los terrenos hacia Reconquista para construir un nuevo convento en San Justo. Con una torre enorme en construcción justo al lado, no había manera de seguir teniendo un monasterio de clausura en el lugar. Las monjas se mudaron finalmente en 1974.

Ese mismo año, el arzobispado porteño anunció que el convento se iba a transformar en un museo eclesiástico y un centro de espiritualidad. Una preocupación era que se pensaban obras de adaptación en un edificio que había recibido varias modificaciones en los años sesenta. En 1975, se lo protegió al declararlo Monumento Histórico Nacional. En 1977, el cardenal Aramburu presentaba un proyecto a la Comisión que, efectivamente, hasta buscaba cerrar arquerías para construir ambientes y oficinas para una institución que, de hecho, todavía no existía.

Por afuera del edificio, las cosas no iban mejor. Cuenta Gutiérrez que ya en 1976 circuló con fuerza la idea de expropiar el entorno y hacer una plaza pública que, además de abrir un lugar urbano, estabilizara el monasterio y la iglesia. Pero los especuladores se movieron con rapidez y consiguieron un fulminante permiso para construir la torre de la esquina de San Martín y Córdoba, lo que abrió el camino “para futuras tropelías”. En este negocio inmobiliario aparece el arquitecto Sergio Botello, más conocido hoy como el secretario de Obras Públicas de Jorge Macri en la municipalidad de Vicente López, que está viviendo un “boom” de especulación, con muchas torres enormes y feas, y una clara política de habilitar zonas para los negocios del rubro. 

La deseable manzana fue, no extraña, objeto de las atenciones de la dictadura de 1976, que andaba preparando un Mundial y fomentaba la construcción hotelera. Resulta que no sólo se sancionó la completa demolición de los edificios de servicio del convento, sino que se determinó que esos terrenos iban a ser destinados a hotelería, excepto un “cinco por ciento” para un correo, banco o agencia de viajes. Para que no hubiera dudas, se explica que “se presume que las obras serán apresuradas en general a fin de que los nuevos hoteles estén ya en servicio en la oportunidad, singularmente propicia del Mundial de Futbol del año próximo”. Como para que no se pensara mal, se explicaba que el convento no iba a ser tocado, que se iban a plantar “plantas coloniales o de Tierra Santa” en su patio y que se iba a reabrir el portal de 1877 que daba a la calle San Martín. 

Como se puede ver, ninguno de estos bodrios fue jamás construido. El convento pasó los siguientes años como una suerte de depósito de arte sacro y objetos para el futuro museo de la Iglesia, destino cada vez más dudoso porque, entre otros factores, la humedad interna subía gracias a que ya casi no le daba el sol por su vecino gigante. En los archivos de la Comisión se guardan presupuestos y más estimados del costo de “restaurar” un conjunto que, supuestamente, se había restaurado pocos años antes.

Por suerte, ya en esos tiempos ya había patrimonialistas y, dictadura o no dictadura, se lograba cada tanto un buen paso. Uno fue la ordenanza 36476 de febrero de 1981, que bajaba a doce metros la altura máxima alrededor del convento y la iglesia. Ya en 1983 esta orden sufría un nuevo ataque por parte de especuladores que querían hacer torres. Esta batalla tuvo en su centro a la empresa Techint, nada menos, que quería construir una “torre gigantesca” y logró una ordenanza del último intendente de la dictadura, Del Cioppo. Esta ordenanza tuvo una característica fantástica: nunca fue publicada. El proyecto, además de enorme, era de un mal gusto inolvidable, firmado por un estudio especializado en los primeros shoppings de la ciudad.

En plena transición democrática, el lío fue notable pero limitado a arquitectos, como se hacía en esos tiempos antes que los vecinos participaran realmente. Las opiniones volaban, los diarios tronaban –notablemente, La Prensa y La Nueva Provincia, sensibles al lado religioso– y hasta la Academia Nacional de Bellas Artes pedía un parque para que fuera “imposible” hacer más edificios. Lo más notable del asunto es que el ya anciano almirante Isaac Rojas tronó que “le entregaban la manzana al dios Mamón” porque la ciudad “tiene un costado fenicio, desaprensivo y sin una autoridad que vele por el bien común”. 

Tanto lío mató el proyecto shoppinesco, pero terminó en un concurso internacional de “estrellas” de la arquitectura para hacer un edificio, ya que la presión alcanzó para frenar a Techint pero no para que la misma dictadura que había expropiado cientos de manzanas edificadas para hacer autopistas expropiara media manzana pelada para una plaza. El concurso lo ganó César Pelli proponiendo la ya familiar morfología de una enorme torre-pantalla separada del convento, altísima. 

A todo esto, en 1988 Obras Sanitarias le exigía a la Iglesia que pagara las cuentas de agua del período 1980-1984. El convento ya llevaba años virtualmente abandonado, con muebles y piezas en su interior en un estado peligroso, y la idea de un museo abandonada. Mientras se trataba de frenar la especulación en el entorno, quedaba en claro que esto era imposible si no se preservaba el edificio. Recién en 2001, con apoyo privado y la idea de realizar Casa FOA, se hicieron obras autorizadas por la comisión nacional. Estas obras fueron dirigidas por Eduardo Ellis, con la colaboración de Susana Malnis y el asesoramiento de Marcelo Magadán. Parte del trabajo fue revertir la vieja “restauración”. La iglesia también fue intervenida y en 2005 se presentó la fachada como la vemos hoy. 

Pero mientras todo esto ocurría, llovían proyectos especulativos para el resto de la manzana, que Techint había vendido. En 2006 estuvo el estrambótico del uruguayo Carlos Ott, de 196 metros de altura. Este desborde nunca ocurrió, pero en 2011 el macrismo autorizó un proyecto de 18 pisos de altura a las apuradas, antes que se aprobara el Area de Protección Histórica que abarcaba la manzana. En esto, el PRO volvía al proyecto de la dictadura, con un muro de 60 metros de alto, con hotel cinco estrellas, apart, oficinas y seis subsuelos de cocheras. Hasta esos baluartes de la especulación que eran y son el COPUA y el CAAP se opusieron al permiso de construcción. 

Y este fue el proyecto que terminó muriendo en la justicia ante un amparo que ordenó y detalló las contradicciones legales y conceptuales de autorizar semejante atentado. Como se ve, el caso tiene una larga prosapia de especuladores, cómplices municipales y ciudadanos que defienden lo nuestro. Si hasta el almirante Rojas lo entendió, hay esperanza.

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