El autor de Febo asoma: Punto y coma, los próceres mueren como moscas, Fernando Lanza, cuenta que la inspiración de este sangriento libro ilustrado fue: “la historia de un siglo insensatamente criminal”. Para sorpresa de algunos, es al siglo XIX al que se refiere, y en Argentina. El más prestigioso en términos de heroísmos, el fundacional de nuestra historia, el que más se estudia en las escuelas primarias, el jardín donde florecieron todos nuestros próceres. Es precisamente de eso de lo que se ríe Febo asoma. Una risa que no es vulgar, no es del ídolo con peluquín, sino una risa oscura y macabra que pone el ojo justamente donde los manuales de historia lo sacan. Diez historias ilustradas con minuciosidad y alto vuelo por Koff (Eduardo Karakachoff), que entre texto e imagen producen un efecto sorprendente. El de reconocer y no reconocer a la vez, el de cepillar a contrapelo los relatos conocidos y generar efectos muy pinchudos.

   Lanza y Koff son artistas de La Plata. Profesor de letras y bibliotecólogo el primero, Ilustrador y diseñador el segundo, ya habían hecho juntos en los 90 la revista literaria de bolsillo El Mogolejito y luego la editorial La Máquina Infernal. En esta oportunidad se embarcaron en un proyecto en el que por primera vez ambos abordan cuestiones cercanas a la historia argentina. No solo por la temática –que recorre en episodios las guerras de independencia y luego las intestinas– sino también por su formato. La literatura gauchesca en su vertiente más corrosiva aparece en estos textos como una inspiración más que fuerte. Cada historia es un poema octosilábico que se despliega en varias páginas, que puede traer a la mente al mentado gaucho Martín Fierro, pero más particularmente el decir de Hilario Ascasubi en “La refalosa”. Como afirma el mismo Lanza “El proyecto surgió de charlar sobre la sangrienta historia argentina del siglo XIX. Queríamos jugar con la naturalización de la violencia que hay en la literatura gauchesca. Algo de eso queríamos contar, la rareza de una poesía que asume la violencia, en un siglo en el cual muchos de cuyos héroes eran barrabravas avant la lettre, nomás.” 

   El coqueteo con la historia se despliega en un arco que va de mayor a menor cercanía con lo real, abordándolo con muchísima libertad y humor negro. Está la historia del negrito Canguelo, tamborillero de las guerras de independencia, a quien mandaban en primera fila y desarmado, pero le decían “negro no te preocupes, que entrenan tirando al blanco”, que suena –más que puntual– arquetípica. O la más volada del General Sicopompo, que tan poco miedo tenía a la muerte que armó un pelotón con muertos vivientes. O el Coronel Pier Puntilla “Un milico elegante, capaz de derramar sangre sin manchase los guantes”, recién llegado de Paris y con resonancias a Lucio V. Mancilla. O la del Tirano Ratacruel, famoso por su cobardía, pero que generó a fuerza de crueldad con el enemigo, una imagen de temeridad e hidalguía ¿Rosas? Ni hablar de la historia de Juan Domingo Escarmiento, que acuñó la frase Salivación o Barbarie y termina exiliado a la fuerza y en mula a Chile. “En el desarrollo de las desventuras de los distintos personajes hay anacronismos buscados, paradojas, juegos idiomáticos”, explica Koff. “No persigue ser un texto histórico, aunque la historia también está ahí, y también en el lenguaje. Después usando un poco la vulgata o el mito histórico y otro poco los hechos, como jugando al rango, a veces mezclando personajes, fueron saliendo las distintos episodios. Yo aproveché para hacer lo mismo desde la ilustración. Entonces la historia no está, pero está, como en los westerns. O La vida de Brian.”

   Y ahí donde –por poner un ejemplo– Quentin Tarantino conmovió y escandalizó con Django desencadenado, al desnaturalizat la desmesurada violencia en la esclavitud norteamericana, Lanza y Koff hacen reír con su desnaturalización de la violencia del siglo fundacional de nuestra Nación. “Elegimos la figura del prócer -un arquetipo deshumanizado  que se utiliza para justificar nacionalismos, odios y guerras sanguinarias- porque nos permitía agregarle sentimientos, monomanías, rasgos personales que disuelven un poco la justificación de la violencia que propone la historia. Por otra parte, el lector lo acepta en su carácter arquetípico, más allá de verosimilitudes, sin necesidad de conocer algo de su biografía.” Y acotan una reflexión altamente platense: “En nuestras visitas a CABA y a otras ciudades que distinguen sus calles con nombres propios hemos notado que mucha gente no sólo atribuye nombres erróneos a los próceres, sino que raramente puede decir dónde queda una dirección que está a dos cuadras de donde vive. Cualquier nombre de calle que suene vagamente ha de ser de un prócer.”

   Es interesante que en Febo asoma no hay una toma de partido evidente o un revisionismo pronunciado hacia determinado sector: no es ni antirosista, ni antisarmientino. Es quizás ambas cosas al mismo tiempo, porque lo que interesa es observar el absurdo de la historia, un derramamiento de sangre que visto de cerca, no ha sido siempre ni tan heroico, ni tan justificado. Es ahí también donde imagen y texto se complementan en su revisitación. El poema gauchesco acelera la lectura en su rítmica, al despertar la chispa de la risa y el dibujo la ralenta. Hay un máximo detalle en usos, costumbres, vestuarios, personajes: “Es paradójico, pero perseguir la rigurosidad histórica, por ejemplo con los uniformes, ya le daba un aire mágico al resultado. Como una especie de negro cuento de hadas en unas indómitas y desmesuradas tierras del Sud.” Al obligar a la lectura a detenerse en una multiplicidad de pequeños elementos en la página, a la vez que dispararlo hacia imaginarios irreales, hace que la historia se vuelve compleja, ambigua. No todo lo dubujado está dicho en el poema y eso deja al lector pensando.

   Los próceres mueren como moscas, subtítulo del libro, es un chiste, una provocación, pero también una pregunta: “Todos sabemos que la referencia a los próceres sirve de guía elemental para vincular a una comunidad, en valores, miras, ejemplos en la construcción de la identidad de un país”, explica Lanza. “A nuestra manera, y antes de que aparecieran los superhéroes, claro, son nuestros dioses. A estos, les endiosa el pecho el destino sudamericano: casi por regla general las cosas les salen mal. A lo mejor es preferible morir por las ideas, sí, pero como dice Brassens, de muerte lenta. A lo mejor nos pareció que ya podíamos salir del drama y empezar a reírnos un poco, que sería como reírnos también de lo que hemos querido ser y lo que somos.


El Sargento Zapata

Montado en un alazán

Iba el sargento Zapata,

el militar más valiente

de las Provincias del Plata.

 

Con tal de agarrarse a piñas

A todos busca camorra:

Dictadores, carteristas,

o al que vende mazamorra.

 

Las batallas lo ponían

tan loco y descontrolado

que incluso su propia tropa

rajaba para otro lado.

 

A matar al enemigo

sin tanto exhibicionismo,

cortado en diez o de un tajo

un hombre muere lo mismo.

 

Pero el sargento Zapata

pensaba tan diferente

que seguía a los sablazos

aunque ya no hubiera gente.

 

Sus mandobles y lanzadas,

ya sin tropa opositora,

tomaban velocidad:

¡Era el hombre licuadora!

 

Y nadie se le acercaba

 mientras estaba encendido,

a no ser por un mosquito

que le zumbó en el oído.

 

El sargento, enfurecido,

se lo quitó de un palmazo

pero sin dejar el sable.

Así fue que perdió el brazo.

 

El mosquito lo picó

y él, sin soltar una queja,

se cortó el tendón de Aquiles

dos narices y una oreja.

 

Le siguieron las rodillas,

el hombro, la carretilla,

un omóplato, otro brazo,

hasta hacerse mil pedazos.

 

Mucho después del recuento

de los muertos y los vivos,

encontraron una bota

de Zapata en el estribo.

 

“Zapata nunca se rinde”

comentó la paisanada.

El pie calzado en la bota

seguía dando patadas.

 

Su monumento lo hizo

un artista muy sensato.

La gente lo conoció

como la estatua al zapato.

 

El enemigo también

celebró a su favorito.

sobre el talón del zapato

dibujaron un mosquito.