Gilda, apuñalada, muere cantando con bríos taciturnos, pero bríos al fin, en los brazos de su padre Rigoletto. Es una escena que sólo es posible dentro de la ópera y que tiene que ver con las convenciones del género. Una forma de espectáculo en el que las discordancias con la realidad son su patrimonio, forman parte de su encanto y del contrato que desde hace siglos estableció con el público. Sin embargo, el anacronismo que a menudo se le adjudica a ese invento del barroco musical, todavía hoy se puede discutir. En particular cuando en la base de la compleja maquinaria operística está la literatura. En este sentido, Rigoletto, la ópera de Giuseppe Verdi basada en El rey se divierte, un drama de Victor Hugo, es por sus personajes y sus circunstancias una ópera en la que es posible encontrar una sugestiva cuota de actualidad: hay corrupción, lascivia, bullying, venganzas y maldiciones sobre maldiciones, entre otros condimentos de la vida en sociedad. El martes, el celebrado título verdiano inauguró la temporada de ópera de Teatro Colón, con una buena puesta del brasileño Jorge Takla, la dirección musical del italiano Maurizio Benini y un elenco de cantantes en el que se destacó el barítono Fabián Veloz, en el rol del protagonista. 

La corte de Mantua del siglo XVI es el escenario en el que un duque medio pavote y fornicador coercitivo, un bufón deforme que encuentra en el escarnio su ilusión de movilidad social ascendente, y una bella muchacha que pierde la inocencia dos veces (una, engañada y seducida por el duque, y la otra por no querer entrar en razones de que fue engañada), constituyen las soledades del triángulo trágico. En torno a ellos, más soledades: la de un sicario sin escrúpulos y las de una corte de inservibles arrogantes, funcionales a la trama de abusos. 

Desde un monumentalismo entre ruinas, que acaso expresaba la idea de que caen los grandes palacios y las debilidades humanas persisten, la escenografía de Nicolás Boni y los vestuarios de Jesús Ruiz se conjugaron con los méritos de la puesta de Takla, que mantuvo las coordenadas espacio tiempo del original verdiano. El primer acierto del director de escena brasileño fue explicitar lo que tradicionalmente se da por entendido recién en el final del primer acto, cuando el conde de Monterone (interpretado por un sólido Ricardo Seguel) reclama por su hija abusada y lanza la primera maldición. Así es como sobre las notas de la obertura y sus presagio puso en escena el abuso hacia su hija en la concurrida fiesta de la corte, poco antes de que el duque cantara Questa o quella. Cuidadosa en los movimientos escénicos y en los detalles actorales, la puesta utilizó bien al coro, que sonó convincente, y sacó provecho de las coreografías. 

Si el monumentalismo escénico de los dos primeros actos por momentos contrastó con la intimidad de algunas situaciones, el tercer acto a orillas del río que los lombardos llaman Mens resultó particularmente sugestivo. Los grises azulados de la iluminación cobijaron la intimidad que se desplegaba en el cuarteto, en realidad dos dúos entre el duque y Magdalena, y entre Gilda y Rigoletto, momento sensible del drama, que con la contribución de los cantantes resultó entre lo más logrado de la noche.  

Desde el foso, Benini manejó en general con criterio una orquesta que tuvo algunas incertezas al comienzo. El italiano supo ajustar algunos tempi, siempre en función de un bien logrado ritmo escénico, y su aporte resultó fundamental para los logros del tercer acto. Entre los cantantes del elenco que estrenó la puesta el martes, Fabián Veloz, como Rigoletto, cumplió una notable actuación. El barítono argentino, una de las apuestas de una producción que en tiempos de inestabilidad cambiaria y estrecheces presupuestarias apeló al talento nacional, compuso un personaje que supo conmover. Firme en lo vocal y con aplomo escénico necesario, Veloz resolvió con soltura la parábola del jorobado maldito y al final resultó el más aplaudido por el público del Gran Abono, a esa altura de la noche más preocupado por el menú de la cena que por agradecer a los artistas. El tenor bieloruso Pavel Valuzhin resultó por su contextura física creíble para el papel del duque y alternó un buen color de voz con algunas incertezas en la emisión. La soprano Ekaterina Siurina resultó en general correcta y compuso una Gilda eficiente en el terrible final.

Un buen inicio para una temporada lírica que, para no dejar dudas sobre su perfil conservador y populista, puso a Verdi y Rigoletto en su portada, con ocho funciones.