En 1995 un accidente en bicicleta le cambió la vida para siempre. De chico, por desplazarse en una silla de ruedas, un peatón le dio cinco pesos. Ante la muestra de caridad, Gabriel se sintió incómodo. No necesitaba la plata pero tampoco tenía en claro cómo debía defenderse. Sucede que la sociedad tiene reservado un sitio espinoso para las personas con discapacidad; un limbo que los suspende entre la denostación y el etiquetado por un lado, y la glorificación de sus “capacidades diferentes” por el otro. El cóctel, en cualquier caso, presenta un artilugio que envuelve una sensación amarga: la lástima. Y sucede que este licenciado en Educación Física, docente (Universidad Nacional de La Matanza), campeón panamericano y deportista paralímpico, no es héroe ni villano, sino ser humano. En esta ocasión, describe cómo comenzó su pasión por el tenis de mesa y el rol que jugaron sus padres en su recuperación; cuenta por qué estudió Educación Física cuando sus movimientos eran reducidos; y, por último, propone una perspectiva diferente capaz de reivindicar las diferencias y el ejercicio pleno de los derechos para todas las personas. 

–¿Cuándo comenzó el romance con el tenis de mesa?

–Cuando tenía 14 años, mi mamá –que no entendía nada del deporte, pero en el torneo ofició de entrenadora– me llevó a una jornada de la que participaban aproximadamente 100 pibes en sillas de ruedas. Fue la primera competencia local a la que fui y salí campeón, pero eso no fue lo más importante. En uno de los últimos partidos de la serie, jugaba con otro competidor que había asistido solo al torneo. De repente, como le estaba ganando, escuché que alguien comenzó a alentarlo. Me resultó raro porque, en verdad, no había nadie que lo apoyase antes del partido; entonces, me di vuelta y advertí que era mi vieja la que le daba ánimo. Cuando terminó le fui a preguntar por qué había hecho eso y me explicó que era fundamental sentirse acompañado, sobre todo en la derrota.  

–¿En el primer torneo ya salió campeón? Qué comienzo promisorio…

–Sí, pero no fue tarea fácil. Cuando llegué a la semifinal, me tocó jugar con un chico que, claramente, practicaba seguido. Entonces, antes de arrancar el encuentro, su entrenador se acercó a mi mamá para decirle que arreglaran el partido porque la iba a pasar muy mal ante tanta diferencia. Él era chico pero parecía todo un profesional; en cambio, yo había asistido con una paleta de Mickey, de esas que te regalan para navidad. Por supuesto, mi mamá no me dijo nada porque si perdía igual me serviría para aprender. Ante la mirada de propios y extraños le gané y me convertí, sin quererlo, en el representante de Ituzaingó.

–Así empezó todo. ¿Cómo fueron sus primeros entrenamientos de cara a una carrera profesional?

–Comencé a entrenar en Cedima (Centro de Discapacitados de La Matanza). Me lo tomé con mucha seriedad desde el primer momento, incluso, recuerdo el primer día como si fuera hoy. Ingresé al gimnasio y no lo podía creer: pasé de practicar con un tablón despintado en el fondo de casa a hacerlo con un robot que lanzaba pelotitas en diferentes direcciones. Corría junio de 1999, tenía 15 años y salí campeón en la segunda división –allí competían los iniciados– y accedí a una preselección argentina. Empecé a entrenar en el Cenard (Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo) con la ayuda de mi viejo que, como trabajaba de noche, se quedaba durmiendo en la camioneta hasta que terminara.  Ese año, con muy poca experiencia, jugué un torneo Panamericano y debuté en mi primer campeonato internacional. Con el tiempo, salí tres veces campeón (Guadalajara 2011, San José de Costa Rica 2013 y 2017), participé de juegos paralímpicos (Londres y Río de Janeiro) y mundiales (Corea, China y Eslovenia). 

–Ahora tiene 34 años, se vienen los juegos paralímpicos Tokio 2020 y se encuentra n° 11 del mundo. Entrena muchísimo y nunca baja los brazos. Le diría que “es un ejemplo de vida” y lo felicitaría por “sus capacidades diferentes”, pero a usted no le agradan esos reconocimientos. ¿Por qué?

–Por un hecho muy sencillo: cada una de las personas que conocí a lo largo de mi vida cuenta con capacidades diferentes. Me gusta decir que tengo una discapacidad y punto. Al mismo tiempo, ser un ejemplo de vida representa una carga que no estoy dispuesto a soportar. Simplemente hago lo que me gusta y me esfuerzo para cumplir con los objetivos que me propongo, como trata de hacerlo todo el mundo. Hay que ser muy inconsciente e ignorante para no advertir el peso de las palabras. Aquí es cuando entran en juego las discusiones teóricas respecto al recorrido histórico que afrontaron las personas con discapacidad en Argentina y en el mundo. La percepción social sobre la discapacidad fue variando conforme transcurrió el tiempo. 

–¿A qué se refiere? 

–A principios del siglo XX se vinculaba a la discapacidad con la marginalidad. Como la sociedad tenía que estar en orden y equilibrio, todas las piezas anormales debían ser corridas a un lado, ser desplazadas. Se prescindía de las personas que presentaban estas características y se pretendía algo así como una auténtica depuración. Luego, sobrevino el modelo médico. Desde aquí, se examinaba al individuo con discapacidad como si fuera un objeto; desde una perspectiva farmacológica se desarrollaban prácticas asistencialistas que lo definían como una rata de laboratorio, un animal listo para ser examinado. Por último, en el marco de las luchas y reivindicaciones de las minorías en los 60, se desarrollaron las primeras ideas que no los describían como seres anómalos ni como conejillos de indias, sino como plenos sujetos de derecho. 

–¿Qué paradigma predomina en el presente?

–En la actualidad, los tres conviven sin reemplazarse. Sin embargo, algo queda dicho: sin la necesidad de hacer una encuesta con una metodología muy exhaustiva, es posible percibir cómo la mayor parte de la sociedad no tiene ninguna idea acerca de cuál es el abordaje correcto ni cuáles son las formas que deberían adoptar para dirigirse a personas con discapacidad. No somos gente especial, somos personas. 

–Las formas del discurso incluyen diferentes perspectivas acerca del problema. No es lo mismo decir “discapacitado”, que “persona con discapacidad”, “persona especial”, o “paralítico”…

–El modo en que nos dirigimos tiene mucho que ver con la manera en que vivimos. Queremos vivir en un modelo social de derecho, en un escenario en el que todas las personas se hallen en las mismas condiciones, en pie de igualdad, más allá de una capacidad o una discapacidad. Ese, desde mi perspectiva, es el primer paso para poder comenzar a hablar del otro. En cambio, cuando la gente utiliza cualquiera de esos eufemismos para hacer mención a nosotros, de manera inconsciente, nos colocan en otro paradigma. Cuando alguien dice “ahí viene el paralítico” se está refiriendo a la parálisis como característica central de mi persona, sin darse cuenta que soy más que una parálisis. Del mismo modo, cuando se señala que tengo “capacidades diferentes” empiezo a pensar que puedo volar y la realidad es que no puedo volar. El hecho de que me toque caminar de manera reducida no constituye todo mi ser. Hablar de la forma correcta es la mejor vía para comenzar a construir una sociedad diferente.  

–¿Por qué, entonces, nos empeñamos en ser tan prejuiciosos? 

–Los prejuicios se aprenden. Cuando somos chicos jugamos con todo el mundo y no nos preocupamos si el de al lado tiene otro color de piel, si es más gordo o más bajo, si tiene más baba en la boca o si huele mal. El problema es que al poco tiempo comenzamos a reproducir conductas de los más grandes que tienden a la segregación. Y lo que no nos enseñan es que todos somos diferentes y que no necesitamos un trato preferencial, sino que alcanza con reconocer lo diverso. La internalización de los prejuicios se produce a partir de múltiples modelos y referencias que incorporamos de manera inconsciente. En ello contribuyen mucho y de manera desafortunada los medios de comunicación que modelan el humor social y el sentido común.  

–Las redes sociales también hacen lo propio…

–Tal cual, basta con hacerse un perfil en Facebook o Instagram y bucear un poquito para advertir que la norma está marcada por los cuerpos esbeltos de los famosos y sus vidas radiantes y maravillosas. Así la ecuación se vuelve lineal y el análisis simplista: el negro es malo, el blanco es bueno, el ciego es desconfiado, el homosexual es histérico y tantas otras etiquetas estúpidas que circulan y que, cuando nos queremos dar cuenta, ya se estacionaron en la sociedad. Somos todos diferentes, el asunto es ver cómo administramos esa diferencia. 

–¿Por qué estudió Educación Física? 

–Es un anhelo que tengo desde chico. Antes del accidente escribí en un cuaderno –que mi mamá todavía conserva– que “de grande me gustaría ser profe de Educación Física”. Siempre me interesaron las ciencias del movimiento y el hecho de poner el cuerpo en juego. Mientras cursaba la carrera me sentí atraído por la investigación, por eso, después de recibirme, no perdí el tiempo y arranqué una maestría. 

–¿Cómo fue esa experiencia en la Universidad Nacional de La Matanza? 

–Tuve experiencias de todo tipo. Por ejemplo, un día un docente me llamó a rendir la vertical y el rol adelante. Por supuesto, no asociaba mi nombre a mi condición, así que ante el llamado grité “SAF” (que quiere decir “Sin Actividad Física”). De inmediato, levantó la cabeza, esbozó una sonrisa nerviosa y bamboleó la cabeza en señal de desaprobación. Marcó con una lapicera mi apellido para nunca más convocarme a realizar actividades que no podía hacer por más que quisiera. Convivimos como pudimos. A pesar de este episodio, estudiar fue hermoso. Aprendí mucho más allá de las teorías y los libros, aprendí de los profesores y sobre todo de mis compañeros y amigos. Al mismo tiempo, me esforcé por funcionar como motor para mis pares. Quería que aquellos que tuvieran a cargo una cátedra en el futuro pudieran empezar a replantearse sus prácticas y sus actitudes. No es lo mismo dar clases en Palermo que hacerlo en un barrio del conurbano. No es lo mismo estar al frente de un curso con individuos sin problemas motrices, que estarlo con una persona que presenta alguna discapacidad.  

–¿Y la docencia? ¿Cómo se define como profesor?

–Pienso que es fundamental educar a los futuros docentes en estrategias pedagógicas que se ajusten a la realidad actual, donde lo diverso es lo normal. Hoy soy parte de la cátedra “Introducción a la Educación Física Especial” y si tengo que enseñar técnicas de vóley a un estudiante al que le falta una mano intento poner en juego todo lo que aprendí. Si bien lo más fácil sería mandarle un trabajo práctico sobre un tema a elección, pienso que es mucho más provechoso, tanto para él como para mí, que ambos nos esforcemos en ir un paso más allá. Sería ideal, por ejemplo, que a partir de su discapacidad logre buenos resultados con la práctica del deporte, experimente nuevas sensaciones y tenga al menos una experiencia motora. La educación física es enseñar a través del movimiento pero respetando las posibilidades de cada uno. De cualquier manera, si no nos animamos a romper con lo tradicional y a ser un poco rebeldes, la pedagogía se oxida.  

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