El celular comenzó a emitir todos los sonidos que puede ofrecer, y más. Todas las formas de alertas, alarmas y notificaciones devenidas melodías, susurros, gemidos, silbidos, crótalos, frufrús, alaridos, y los agudos de miles de pífanos.

También los gritos secos, guturales, que profieren las cosas, los edificios viejos, las vigas, las paredes. Esos gritos que expresan el temible "cansancio de los materiales".

Todos se mezclaban, empastados y torpes, en medio de la oscuridad de la madrugada silenciosa, especialmente silenciosa.

Toda esa sinfonía hienal no lograba romper, ni siquiera mellar, el silencio de la noche.

Los sonidos acompañaban el silencio. Lo importunaban, se abrazaban a él, como un monstruo de sonidos borracho, tambaleante, que se le echaba encima al silencio para molestarlo, para acosarlo, pero sin lograr que se disipe ni extinga.

Después fueron melodías más largas. Retazos de canciones como destellos en medio de la negrura de la madrugada silente: la música de la serie Las calles de San Francisco, por ejemplo.

Pasajes deshilvanados del libro de Virginia Woolf, que había estado leyendo antes de conciliar el sueño, se repetían como un mantra, como un agua sonora, una melodía polifónica de retazos de imágenes y textos.

Virginia Woolf describe la noche como una inundación de sombras. Como una imparable invasión de penumbras que arrasa con todo, que se mete por cada resquicio, grieta, hendidura de la casa hasta cubrirlo todo con su manto, el manto que hace indistinguibles los seres y las cosas. "El invierno guarda una reserva de noches, y las va repartiendo, en forma equitativa, por partes iguales, con sus dedos infatigables".

La bella frase de Virginia Woolf sonaba una y otra vez, y los mezclados sonidos, ya licuados, lo inundaban todo, como un agua densa que borraba los límites entre el sueño, el insomnio y la duermevela. Pero no era agua. Era un caldo sonoro, espeso y pegajoso, con un olor acre, un tufo ensordecedor y pegajoso.

Y en ese caldo grumoso se abrió paso una canción entera, clara y distinta, La chica de la boutique de Heleno. Y logró el milagro: ordenó todo el inferno musical que emitía el aparato, y calmó, por un momento, el borboteo del magma pastoso que se enseñoreaba, fluvial y canoro, nadando entre el silencio y la oscuridad de la noche, sin rasgarlos. Y se impuso al sueño.

Finalmente me decidí a despertar, tomar el teléfono y ver los mensajes. Había recibido tuits, whatsapps, correos electrónicos y mensajes de texto. Muchos. Había cientos de nuevos posteos en Facebook e Instagram. Eran mensajes de alerta y espanto. Todos decían que algo horroroso había ocurrido. Lo decían claramente, pero a la vez me resultaba imposible comprenderlos. Sentía el miedo, el horror profundo que transmitían los textos, las fotos, los datos, los detalles. Pero, en medio del ruido del silencio, en la excitación temblorosa del sudor caldoso de la duermevela, los mensajes eran precisos, coherentes, pero al mismo tiempo imposibles de retener en la mente, como el esquivo recuerdo de un sueño.

Dormido y despierto, temeroso y alerta, intenté responder a los mensajes, comentar los posteos, llamar a mis amigos y familiares. Pero allí percibí que algo andaba mal con el celular. Ninguno de los contactos que tenía en el celular me resultaba conocido. Nombres extraños, fotos antiguas, en blanco y negro o sepia. Rostros de otros tiempos, de personas que no recordaba. Ninguno me respondió. Dejé el teléfono. Lo apagué. Y permanecí despierto hasta el amanecer.

La mañana y la luz aclararían las cosas. Y la denominada "realidad" se impondría -pensé mientras salía a la calle- a las ambigüedades y los truquitos de la tecnología, la duermevela y el silencio.  

Era miércoles. La mañana estaba templada, unos 16 grados, y no demasiado húmeda. Después del mediodía, recordé, jugaba la selección, que estaba de gira por Europa del Este jugando amistosos. Habían arrancado bien. Le ganó a la Unión Soviética en Kiev, bajo la nieve, 1 a 0, con gol de Mario Alberto Kempes. El Loco Gatti jugó con pantalón largo y gorro de lana. El partido con Polonia empezaba a las 13.30. Lo televisaba canal 7, con relatos de Fernando Niembro. La selección de Menotti saldría a la cancha con Gatti, Tarantini, Olguín, Killer y Carrascosa; Trobbiani, Gallego y Bochini; Scotta, Luque y Kempes.

Ese día, además, estrenaban El retorno del dragón con Bruce Lee, en el Radar. En el Broadway, además, seguía en cartel, El joven Frankestein que estaba ya en su octava semana de éxito, y en el Imperial, Infierno en la torre se continuaba exhibiendo después de diecisiete semanas.

Cuando llegué a un kiosco de diarios volví a sentir el horror difuso que había experimentado esa noche.

La tapa del diario Clarín de ese miércoles 24 de marzo de 1976 tituló "Nuevo gobierno" en letras enormes. Y el texto de tapa decía: "La prolongada crisis política que aflige al país comenzó a tener su desenlace esta madrugada con el alejamiento de María Estela Martínez de Perón como presidenta de la Nación. Una junta militar integrada por los comandantes generales del Ejército, la Marina y la Aeronáutica asumió esta madrugada el control del país. La proclama transmitida en las primeras horas explicó que las Fuerzas Armadas adoptaron esa actitud ante el 'vacío de poder' y para evitar la anarquía y combatir la inmoralidad". La portada incluía dos fotos. En una se ve a un grupo de personas en Plaza de Mayo, mirando hacia la Casa Rosada. El pie de foto indicaba: "Solo unos pocos adictos a la presidente se congregaron anoche en Plaza de Mayo". La otra imagen, más pequeña, en el ángulo superior derecho, mostraba el helicóptero de la Fuerza Aérea trasladando a la mandataria.

La Nación tituló "Las Fuerzas Armadas asumen el poder; detúvose a la Presidente". En la bajada se informaba que "fue rechazada una propuesta para evitar la ruptura del orden institucional; la Junta de Comandantes Generales se haría cargo del gobierno hoy a las 5; la señora de Perón ha sido trasladada al sur". La única foto en la portada mostraba el helicóptero.

La Capital de Rosario tituló "Las Fuerzas Armadas asumieron el gobierno" e ilustró con fotos de los integrantes de la junta militar.

"Me desperté a las seis de esa mañana y escuché las marchas militares. Trabajaba como docente en una escuela, en Chaco. A partir de ese día, nada fue lo mismo, se comenzó a vivir con terror, con un miedo permanente a ser secuestrado, a ser torturado. Se sentía un terror inenarrable. También se padecía la pérdida de seres queridos que caían víctimas del terrorismo de Estado", me contó muchos años después un maestro amigo de mi padre, al ser consultado sobre sus recuerdos del 24 de marzo de 1976.

"Ese día estaba con mi familia en Buenos Aires. Sentimos horror y desesperación porque inmediatamente entendimos que lo que iba a venir era horroroso. Poco tiempo después, mataron a mi hijo", me contó una experimentada militante en un aniversario del hecho.

Los relatos, los recuerdos y las imágenes que compartieron conmigo las mujeres y los hombres que consulté me inquietaron. Eran idénticos a los mensajes que recibí en el teléfono celular aquella noche de caldos sonoros, infierno musical y pesadillas insolentes. Eran tan idénticos que en más de una oportunidad tuve ganas de decirles algo, de interrumpir sus recuerdos con los míos, con los recuerdos de aquella larga, silenciosa noche, entre el 23 y el 24 de marzo de 1976. Pero no me animé.