“Mi infancia empezó con un viaje y terminó con otro”, dice la narradora de Nada que no sepas, novela con la que María Tena ganó el último premio Tusquets, una narración sobre la identidad y la necesidad de desentrañar la historia “secreta” de su madre, que murió en un accidente en el Uruguay de finales de la década del 60. Más que hurgar en lo que permanece guardado en la memoria de amigos y testigos de esas fiestas sofisticadas, con una libertad inusitada para una pareja española que venía de la opresión franquista, esa mujer regresa cuarenta años después a Montevideo, en plena crisis de pareja, para reconstruir con la batidora de la imaginación “en qué momento se acabó la fiesta” y ponerle palabras al agujero negro que consiste en no saber cómo murió su madre y por qué su padre no quiso que sus hijos estuvieran presentes en el funeral. “Todos los niños miran a sus padres y entienden la mitad de lo que ven. La infancia también consiste en eso. En mirar a los padres, escrutarlos, querer adivinarlos”, advierte la narradora.

 Tena (Madrid, 1953) pasó su infancia y una parte de su adolescencia entre Dublín y Montevideo. Como la mayoría de los hijos de diplomáticos, pronto descubrió que siempre había “una maleta lista para emprender la marcha”. A los cincuenta años publicó su primera novela, Tenemos que vernos, finalista del premio Herralde 2003; luego continuarían Todavía tú (2007), La fragilidad de las panteras (2010) y El novio chino (2016). “Todo lo que está en el mundo es verdad; la ficción también es verdad. Los escritores trabajamos en el límite entre la realidad y la ficción, entre lo posible y lo imposible, entre lo que puede molestar y el riesgo. No quiere decir que lo que pasó sea verdad, pero en el momento en que lo ponés en un papel se convierte en algo que existe y a veces puede escandalizar. Las ficciones son parte de nuestras vidas”, plantea la escritora española en la entrevista con PáginaI12. 

–La novela nunca explicita por qué a la narradora y a su hermano no les permiten asistir al funeral de su madre. Nada que no sepas es una novela sobre la identidad, pero con cuestiones que permanecen en el misterio, como si la identidad nunca fuera algo completo y acabado, ¿no?

–Me gusta dejar cabos sueltos en mis novelas para que los lectores puedan imaginar. Es verdad que el hecho de que el padre no lleve a sus hijos al funeral de su madre es lo más cruel. Quizá hay una especie de rencor que le queda a la hija, a pesar de adorar al padre. Cuando los mayores tienen un problema muy grande, no quieren que los hijos se impliquen ni que participen. Y los niños no pueden verbalizar eso que les pasa. 

–¿Qué consecuencias tiene saber tan poco sobre la madre?

–La madre es un personaje muy oculto en la novela, es una mujer que al final se implica, pero de una manera distinta. La madre es una persona creyente y la hija se identifica con la honestidad de su madre, ¿no?  La vuelta a Uruguay de la hija es para intentar saber qué le pasó a su madre; hay una comprensión hacia la madre porque era una mujer distinta y esta hija está queriendo conocerla mejor. Aunque hayamos convivido con nuestros padres durante la infancia, no sabemos cómo eran sus vidas. Los padres siempre son una intriga.

–Yuyo, el ex militante Tupamaro, parece heredar la culpa de su padre por el accidente en el que murió la madre de la narradora. Y la narradora va descubriendo que la madre también sintió culpa cuando se enamoró del padre de Yuyo. ¿Las culpas de los padres las heredan los hijos?

–Yo creo que no. Pero es verdad que estamos marcados por la cultura judeo-cristiana, donde la culpa es muy importante. No creo que la culpa del padre sea la de Yuyo. La madre sí tiene culpa porque es una católica ferviente y la culpa la afecta. Los seres felices que nunca sienten culpa son peligrosos.

–Tu madre –que no murió a los 37 años como la madre de la narradora de la novela– fue la poeta Pilar García Noreña, la autora de la letra de Montañas nevadas, uno de los himnos a la Falange. ¿Se arrepintió de escribir esa letra?

–Nunca se arrepintió porque era muy idealista y muy ingenua. Ella tenía 12 años cuando escribió esa letra; no era fascista, era más bien socialista de joven, preocupada por ayudar a los pobres… Es difícil hablar de ella porque tenía algunos problemas. Pero mi madre era una mujer muy intensa y muy inteligente.

–Es hija de una poeta y del embajador Juan Ignacio Tena, amigo de muchos escritores como Juan Carlos Onetti y Alfredo Bryce Echenique. ¿Por qué tardó tanto en animarse a escribir?

–Pues porque estaba rodeada de escritores. Yo escribo desde muy pequeña, desde los 14 años. Cuando fui al taller de Luis Landero, me dijo: “no te voy a decir cómo escribes, si bien o mal, pero tienes una vocación literaria como nunca he visto en mi vida”. El me dio el empujón para animarme a publicar. Me arrepiento de no haber empezado a publicar antes. 

–¿Le mostraste algo de lo que tenías escrito a tus padres?

–No. Yo creía que se iban a reír de mí (risas). La escritura era parte de mi intimidad. Después de haber escrito unas cuantas novelas, necesito estar sentada por lo menos tres horas al día escribiendo. Necesito esa rutina. Cuando gané el premio Tusquets, que es un honor, me puse nerviosísima porque me rompió la rutina (risas). Estar atada a la mesa, escribiendo, me encanta. Me tranquiliza, me convierte en una persona más equilibrada. Mi patria sigue siendo la escritura.