El cicloturismo avanza con su cadencia lenta pero sostenida por un camino que no sabemos si llevará al hábito perdurable o será solo una moda pasajera, pero que a esta altura es inevitable observar. Y, por qué no, también practicar. ¿Quién no quiere ser libre aunque sea un rato? Alguna condición física y cierto temperamento mental son los requisitos para salir a pedalear por los recorridos que se van imponiendo entre una porción cada vez más ascendente del turismo sub-35, aunque el berretín va proliferando también en otros deciles etarios. Es que es una aventura a mano de todo aquel que se banque estar arriba de la bici ocho horas diarias a la velocidad que los caminos y el viento permitan.

El NO se calzó el casco y salió a la ruta para chequear uno de los trayectos que más se están instalando: el que une Esquel, entre la estepa y la cordillera chubutense, con El Bolsón, grado cero del sur rionegrino más allá del Paralelo 42 que funge como límite provincial. Este trip incumbe alrededor de 300 kilómetros y resulta uno de los más elegidos por los ciclistas de toda estirpe, porque combina caminos de cemento y ripio, subidas y bajadas, soles y sombras, vientos a favor y no tanto. Es decir: un poco de cada cosa, lo que da como resultado un promedio aceptable.

Uno de los puntos altos de todo este trayecto es que además ofrece muchas variantes de alojamiento que van desde cabañas a todo culo hasta campings sin más que un espacio aceptablemente plano para montar la carpa. Aunque últimamente aparecen como opción intermedia –o algo así– los domos, carpas más grandes que las convencionales, con colores tenues y prestaciones adicionales. Un formato que pretende darle al acampe jactancias de sofisticación –de ahí viene el término glamping: glamour + camping–, aunque para los old school y los renegados no sea más que una carpa de circo “a medida” en la que pueden convivir varios huéspedes, incluso desconocidos entre sí, al mejor estilo hostel.

Además de lugares donde dormir, el trayecto también cuenta con points estratégicos para reponer víveres y bebidas. Son dos detalles indispensables que dan tranquilidad en una zona donde la conectividad de celulares es nula o limitada. Lo mismo pasa en prácticamente toda la Patagonia y entraña una verdadera ironía en un país donde las compañías ametrallan con campañas publicitarias que venden justamente lo contrario.

Así las cosas, la caravana arranca en Esquel, donde cualquiera puede llegar en avión con la bicicleta desarmada si es que primero logra superar las jabonosas condiciones de equipaje de Aerolíneas Argentinas, muchas veces supeditada más al humor del encargado de turno que a las políticas preestablecidas por la empresa. Estas contradicciones son motivo de quejas constantes de cicloturistas en foros y grupos, porque resulta que la misma aerolínea que te deja subir la bicicleta sin problemas para ir de un punto A hacia uno B, luego te interpone obstáculos inconvenientes para volver desde el B al A. Esto redunda en que las malas noticias no son cerca de casa, donde uno puede resolver con más facilidad –e incluso decidir dejar la bici si no la pueda trasladar–, sino a miles de kilómetros de ella, ocasión en la que la angustia se vuelve mala consejera para resolver un problema no generado.

Si la tómbola del azar ayuda, entonces será tiempo de rearmar la bici una vez abandonado el aeropuerto para apuntarse el primer destino que es Trevelin, vieja colonia galesa unos 30 kilómetros al sur de Esquel por la ruta 259. Camino tranqui y cien por cien asfalto con sinuosidades amables como para arrancar regulando y llegar hasta uno de los pueblos que impuso el galés patagónico, derivación autóctona del idioma importado desde las islas británicas. ¿Qué llevar en estos viajes? Lo menos posible: ropa sintética que se lave y saque rápido y cumpla con la “regla de las tres capas” (una remera térmica, una prenda tipo polar y una campera impermeable). Además, claro, agua suficiente y comida de fácil digestión como sánguches y los mejores amigos del ciclista: los dátiles y las frutas secas.

El segundo día arrima los primeros niveles de intensidad porque la distancia se duplica y encima las pendientes empiezan a volverse más costosas a medida que se avanza hacia el noroeste para encarar las montañas. La Ruta 71 nos sacará de Trevelin hacia el Parque Nacional Los Alerces, una locura de colores con árboles enredados al costado de lagos azules de deshielo, además de un sinnúmero de bichos que pastan en los campos o surcan los cielos. Con suerte, hasta pueden cruzarse cóndores, o en su defecto una especie similar y abundante pero más pequeña: los jotes.

La clave es dormir en Villa Futalaufquen, pueblo núcleo de un parque hermoso pero amenazado por el plan privatista que el gobierno nacional anunció en diciembre, con el fin de instalar más hoteles donde en verdad no debiera haber más de los que ya hay (y alcanzan). Desde ahí se arranca el tercer día hacia la jornada más dura, porque replica los 60 kilómetros de la anterior pero esta vez no sobre asfalto sino completamente en ripio. El premio a todo este esfuerzo será atravesar montañas casi por el medio, con cascadas varias, y alcanzar alturas panópticas inolvidables para finalmente llegar a Villa Lago Rivadavia, un pueblo encastrado en un valle rural donde las vacas y los teros circulan por las callecitas de tierra sin alterarse por nada.

El cuarto día vuelve a exigir otros 60 kilómetros pero con la tregua de que más de la mitad del camino será asfaltado. Aquí se acaban los faldeos, las cuestas empinadas y los precipicios. Será casi todo campo abierto (lo cual por otro lado hace sentir más el viento) y algunos tramos de estepa, sobre todo después de cruzar Cholila para abandonar la ruta 71 y empalmar con la 40, que deriva hacia la penúltima escala: Epuyén, el pueblo que se quedó sin verano –tal como el NO ya lo contó semanas atrás–.

Por último llegará la jornada definitiva, todo por asfalto en ruta 40, con algunas subidas peliagudas y conductores ansiosos que aceleran meta bocina a cada bici que se les cruce. Paradita técnica en las parrillas para camioneros de El Hoyo –al fin y al cabo todos vinimos por el chori– y bajada gloriosa más allá del desvío a Lago Puelo hacia El Bolsón, que ya tiene poco de hippie pero mucho de magnético y encantador a espaldas del cerro Piltriquitrón. Habrán sido cinco días y casi 300 kilómetros de garra, corazón, aventura y contemplación con los ojos estallados y las piernas un tanto cargadas. Claro que para llegar más rápido y más cómodo hay otra opción: ir en auto o viajar en micro. Pero no es sobre lo que vinimos a hablar.