Hay quienes creen que el buen diseño, un look moderno y elegante son un certificado de honestidad y buen comportamiento. Esta asociación ingenua, muchas veces explotada intencionalmente por la publicidad de las empresas del mundo tecnológico, muestra una creciente debilidad a medida que se conocen las prácticas de las grandes corporaciones 2.0. Apple, pese a sus ideas geniales e irresistibles (para muchos), no es la excepción: al igual que otras corporaciones del mundo digital que nacieron del sueño emprendedor de mejorar el mundo (en el mejor de los casos) debe responder a las exigencias de los inversores, quienes empujan a buscar más dinero sin demasiados remilgos.

En ese escenario Spotify, un recién llegado que busca hacerse lugar entre los grandes y cuenta con la presión de sus propios inversores, decidió presentar una demanda a las autoridades europeas antimonopólicas contra la empresa de la manzanita mordida.

A fines de 2018, Apple era la empresa de mayor valor de mercado del mundo, seguida por Amazon, Alphabet, Microsoft y Facebook. No es casualidad que las cinco empresas pertenezcan al mundo digital, el más dinámico en las últimas décadas y a dónde fluyen muchos de los recursos financieros disponibles en busca de ganancias. 

Luego de la explosión de la burbuja “puntocom” en 2001 quedaron pocas sobrevivientes que hoy lideran el mercado. Más recientemente, frente al magro crecimiento de la economía global, se ha renovado el interés por la economía de Internet, sobre todo en las “plataformas austeras” como llama el economista Nick Srnicek a aquellas que mantienen una estructura mínima y dan servicios tercerizando casi todo. Es el caso de Uber que no posee autos propios, AirBnB que no posee hoteles; es decir, aquellas que se ubican como intermediarias entre clientes y proveedores para sacar su provecho y que por no tener grandes infraestructuras pueden escalar con mayor rapidez. 

El desafío para las startups es hacerse un espacio en el extenso mercado digital. Si bien las posibilidades son muchas, las grandes corporaciones se expanden incansables hacia nuevos nichos imitando, compitiendo o ahogando competidores de distintas maneras. Dentro de esta tensión surgió una nueva batalla entre dos empresas de tamaños muy distintos: por un lado Apple, fundada en 1976, con múltiples vetas comerciales y valuada en cerca de 850 mil millones de dólares; y, por el otro, Spotify, una compañía sueca lanzada en 2008 que ofrece su servicio de música online por suscripción y cuya cotización oscilante ronda los 25 mil millones. 

Spotify funciona (además de en cualquier navegador) en aplicaciones para distintos dispositivos y sistemas operativos: Windows de Microsoft, Android de Google o iOS de Apple. Cada una de estas corporaciones utiliza su sistema operativo de distintas maneras para tomar datos pero también para dar prioridad a sus propias aplicaciones y servicios poniendo trabas y ejerciendo el derecho de admisión discrecionalmente.

¿Cuál es la demanda concreta? En realidad, como Spotify lo hizo saber en su propio blog llamado “Tiempo de jugar limpio” (“Time to Play Fair”), las razones son varias. 

En primer lugar, Apple cobra una tasa del 30 por ciento a Spotify por utilizar su sistema de pago, algo que no hace con otras empresas como Uber. ¿Por qué? Todo indica que lo hace para beneficiar su propio servicio de streaming, Apple Music. 

Spotify también encuentra dificultades para comunicarse con sus clientes y redirigirlos a su propio sistema de pago. Además las actualizaciones de su aplicación muchas veces son rechazadas por el Apple Store porque, según argumentan, los cambios no responden a las reglas de sus sistema. Por último, Apple no permite a la aplicación conectarse a todos los dispositivos para que el cliente la maneje desde donde quiera, algo que permite sin problema en su propio servicio.

En resumen, Apple usa su sistema operativo como coto de caza privado y pone barreras a que otros entren, sobre todo si compiten con productos de la casa. El gesto de Spotify es valiente, pero excesivamente arriesgado para una empresa pequeña y que lleva un solo año en la bolsa, a la que le costó mucho llegar. Al parecer su apuesta es sumar rápidamente a otras compañías del mismo tamaño o más pequeñas a la demanda para que actúe la ley. Netflix, por su parte en enero de este año optó por otra estrategia arriesgada: abandonar directamente el sistema de pago de Apple, que embolsaba un 15 por ciento por las ventas concretadas con sus sistema de pagos. 

Apple basa su negocio en el confort de sus clientes y la experiencia indica que mientras estos se mantengan en su ecosistema podrá invisibilizar y perjudicar a los competidores para favorecer sus propios servicios o los de sus aliados. Por ahora, los intentos de multar o regular a los grandes han resultado inocuos frente a un modelo de negocios exitoso y avasallador.