“Está claro que es un reduccionismo sostener que esta investigación se circunscribe a lo actuado por un determinado fiscal o a lo ocurrido en un expediente puntual. Entender el objeto de la pesquisa de ese modo impide comprender la real y profunda dimensión que tienen este tipo de actividades paraestatales y la forma en que éstas afectan el normal funcionamiento de las instituciones”. La frase pertenece al juez Ramos Padilla en su resolución del día 12 de abril último, a propósito de la investigación que nació al impulso de la denuncia del empresario Etchebest. 

La organización investigada involucraría a personas del aparato estatal de inteligencia, legisladores, periodistas y operadores judiciales. No sería una exageración la hipótesis de que en ella intervienen agencias dependientes del gobierno de Estados Unidos y que algunas de las prácticas que estamos viendo formen parte del repertorio con el que su actual embajador pretende ayudarnos a mejorar el servicio de justicia. Cualquiera que hubiera sugerido hace un tiempo la existencia de esta multisectorial de la extorsión de estas características habría sido descalificado como alucinador de conspiraciones. Pero las pruebas lucen bastante sólidas. La elusión de las citaciones judiciales por parte del fiscal Stornelli constituye un gravísimo caso: el sentido de impunidad alterado produce que un fiscal desoiga la citación de un juez. Es interesante pensar esta experiencia en términos de nuestra democracia y de nuestras instituciones. ¿Cuánto del sentido común de nuestra sociedad ha sido impactado por los sucesos que ahora se investigan y por muchísimos otros de análogas características? ¿Cuántas conductas políticas se explican por “carpetazos”? ¿En qué medida el odio que circula en nuestra sociedad contra una determinada colectividad política tiene que ver con la creación de escenas por parte de operadores más o menos parecidos a los que hoy son investigados? ¿Cuántas personas están presas por el “éxito” de alguna de estas operaciones?

La máquina extorsiva arranca de su segmento de “inteligencia”; allí se abren “investigaciones” que consisten –en la práctica– en operaciones ilegales de los servicios en busca de abrirle una “carpeta” al enemigo contra quien se apunta. El “blanqueo” de la operación consiste en el pasaje de la cuestión a los medios de comunicación y, más o menos paralelamente, a la apertura de una causa judicial. Con la intervención del sector político “usuario” de esos servicios se completa el cuadro de la construcción de un caso disponible para atacar al enemigo con una extraordinaria eficacia. No hay dudas de que las declaraciones de Fariñas contra Cristina Kirchner fueron elaboradas en el interior de esta maquinaria, ¿será un caso excepcional? Salen a relucir en ese caso reuniones compartidas por altos funcionarios públicos, con algún “periodista”, en las que son elaborados los “acuerdos” necesarios para construir una determinada escena mediática. 

Como plantea el juez, hay que eludir el reduccionismo para pensar el episodio en todas sus implicancias. Si se lo piensa como aislado y protagonizado por determinadas personas, puede surgir –y es justo que surja– una indignación dirigida a los protagonistas del caso, pero la gravedad política queda oculta. Lo que estamos viendo es un modus operandi político cuya ilegalidad es muy evidente, pero lo  es también su carácter de recurso sistemático. Es un sistema de acción política. Está gobernado por una estrategia y una táctica, acumula información sobre las personas que se usarán cuando sea oportuno, puede destruir al adversario sobre la base de dañar su reputación, de aislarlo y convertirlo en el mal absoluto. Si la maquinaria no se desarma, el estado de derecho desaparece porque los poderes de la democracia son usados contra la democracia. 

Ahora bien, desarticular este sistema no puede ser tarea de un juez. Pensar eso sería, una vez más, reducir la cuestión a la investigación, el juicio y el eventual castigo de las personas involucradas. Es posible que la sanción puntual tenga cierto efecto disciplinador, de reducción de daños. Pero este sistema nació en el interior del otro sistema. Y no nació como mero impulso delictivo. Nació para ejercer el poder. Para eso se articulan espías, periodistas, políticos y agentes judiciales. De manera que para destruir esta estructura para-institucional, es necesaria una operación de reconstrucción institucional. Hace falta una profunda depuración del servicio de inteligencia estatal, restituyéndolo en su función constitucional y legal que es la reunión de información para prevenir cualquier acción ofensiva por parte de potencias extranjeras y no la de espiar a ciudadanos y ciudadanas políticamente “disidentes”. Hace falta también una reestructuración del poder judicial para que deje de funcionar como una corporación privilegiada, usuaria de un lenguaje inaccesible, y rodeada de un aire oligárquico poco propicio a la función de impartir justicia. Por supuesto que reaparece la cuestión de los medios de comunicación como actor político real, capaz de producir acontecimientos en esa esfera sin la necesidad de participar en elección alguna; capaces, además de construir carreras políticas importantes, sobre la base de una estrategia compartida.  Para que tengamos partidos políticos capaces de discutir y decidir los rumbos del país, hay que independizarlos de los poderes fácticos, hay que desconectarlos de los sistemas oscuros como el que está ahora a la vista de todos.

Detrás de los protagonistas circunstanciales de este chiquero hay una debilidad profunda de nuestra democracia, un tejido institucional muy penetrado por prácticas oligárquicas. Está también el eco lejano de prácticas de las dictaduras, hoy actualizadas con nuevos instrumentos. Lo que está en juego es el poder. Pero no como objeto de competencia entre partidos diferentes  sino el poder como poder del pueblo, que eso finalmente es lo que significa democracia.  Por eso en la agenda del futuro próximo debería estar la apertura de un amplio e intenso debate constitucional en la Argentina, para reconstruir la organización del poder de modo de avanzar hacia una democracia sin agujeros negros como los que acaban de revelarse. No es oportuno renegar de ese debate necesario, apelando a la gravedad de la crisis económica y a la enorme dificultad que tendrá el camino de reconstruir lo destruido por la experiencia macrista. La reconstrucción económica es inseparable de una transformación intelectual y moral.