Miguel Kohan estuvo en contacto con el historiador israelí Mordechai Arbell durante años. Innumerables faxes, documentos y fotos viajaron desde Jerusalén hasta la localidad entrerriana de Basavilbaso, de donde es oriunda la familia del realizador, hasta que la necesidad de un encuentro se hizo imperiosa. Kohan hizo las valijas para ver cara a cara a su principal fuente de información sobre los orígenes de la comunidad judía en América. Esos orígenes se remontan hasta la llegada de los primeros inmigrantes sefaradíes provenientes de distintas regiones de Europa debido a la persecución por parte de la Inquisición. En busca de indicios y certezas sobre las prácticas de esos primeros judíos-americanos parte Kohan en La experiencia judía, de Basavilbaso a Nueva Ámsterdam, un film que pone sus pies en un pasado familiar que es también el de gran parte de una comunidad.

“El gran tema es la inmigración en general, más allá del judaísmo. Es una película que invita a reflexionar sobre la inmigración y sus consecuencias”, dijo Kohan en la entrevista publicada en estas páginas el último domingo. Esa reflexión se construye a través de un relato que entrevera lo detectivesco con lo histórico, lo estrictamente personal con lo dogmático y lo religioso. Suerte de bitácora de un viaje en tiempo y espacio, La experiencia judía narra el periplo del director de El Francesito, un documental (im)-posible sobre Enrique Pichon Rivière a lo largo del continente americano. El recorrido se inicia en Entre Ríos y continúa hasta bien al norte de la región, pero el destino final, como en todo viaje abierto a la sorpresa y la espontaneidad, recién se avizora en los últimos minutos de metraje. 

Las paradas son muchas y por variadas razones, desde el hallazgo de las ruinas de lo que alguna vez fueron sinagogas hasta cementerios en medio de la selva de Surinam y el encuentro con una comunidad del noreste de Brasil que descubre sus orígenes. Esos mismos orígenes esfumados por el correr de los años. Tantos años pasaron que muchos de esos descendientes dejaron de lado todo atisbo de pertenencia religiosa. Y es justamente la pertenencia el gran eje del relato, en tanto Kohan se detiene en detalles aparentemente minúsculos pero de gran trascendencia a la hora de armar este mosaico antropológico cuya base está cimentada por la voluntad de transmitir los sentimientos generados por el desarraigo y la lejanía. Sensaciones universales, que no distinguen religión, ni color de piel ni país de procedencia. El director no tiene apuro alguno por llegar al hueso de su tema, y realiza entrevistas que muestra a través de escenas largas y con pocos cortes internos, como si quisiera que adquirieran una respiración propia. La falta de scouting de locaciones previas al rodaje –algo reconocido por el director en la nota del domingo– ayuda a acrecentar la sensación de sorpresa ante lo desconocido, incluso cuando eso “desconocido” haya ocurrido hace cientos de años.